sábado, 30 de mayo de 2015

Desesperanza

Llevaba media hora encerrado entre aquellos muros que olían a tiza, matemáticas y mortadela cuando mi estómago empezó a rugir con fuerza. La señorita Pepita, que después de superar su tercera depresión volvía a ilustrarnos en materia humanística, miró dos veces por la ventana esperando encontrar un león paseando por el patio de la escuela. Yo soñaba con la hora del desayuno igual que una ninfómana sueña con entrar en el vestuario de Los Angeles Lakers. Y todavía faltaba una hora y media para hincarle el diente al bocadillo que cada día me preparaba mi adorable madre. Busqué la cartera que tenía situada a mis pies. Ésta, entreabierta, mostraba sensualmente la puntita del bocata, delicadamente envuelto con papel de aluminio. La señorita Pepita seguía con un ojo en la pizarra y otro en la ventana, esperando que el felino que rugía en su imaginación entrara en nuestra clase y se comiera a doce alumnos. El hambre es muy malo. Así que, desafiando todos los peligros habidos y por haber, me incliné ligeramente hasta coger el bocata que tenía que saciar mi hambruna. Afortunadamente, el silencio no era una de las características fundamentales de nuestra clase, y pude desenvolver parcialmente el bocadillo con mucho éxito. El primer bocado me supo a gloria. El queso se deshizo en mi boca, volviendo locas mis papilas gustativas. El segundo mordisco atrapo una cantidad de pan y queso tal, que podría haber alimentado a varias tribus del tercer mundo durante dos días. Y entonces sucedió algo trágico. Mi estómago se revolvió y rugió una vez más, mientras un sonoro pedo se escapaba por entre mis nalgas. Su mirada desequilibrada me atravesó. El felino desapareció de la enfermiza cabeza de la señorita Pepita. El bocadillo fue requisado. Desesperanza...

viernes, 29 de mayo de 2015

Setas

No creo ser una persona muy delicada a la hora de comer. Prácticamente devoro de todo, salvo marisco -por cuestiones alérgicas-, y no me importa degustar nuevos y exóticos alimentos, así como diversas formas de cocinar. Me gusta acudir a restaurantes chinos o de cocina árabe, no dejando ni una gota de salsa en el plato. 

Una vez explicado esto, paso a relatar una comida realizada en casa de mis anfitriones, un día en el que, por cierto, no había ninguna mujer en casa... 

En un principio vi la sartén. Era una sartén vieja, quemada y con muchas croquetas a sus espaldas. Luego vi las patatas. Eran patatas hervidas o cocidas, las mismas o muy parecidas a las que habíamos comido el día anterior. Más tarde pude ver la cebolla. La cosa pintaba bien y olía mejor. 

Mi anfitrión y cocinero -por exigencias del guión- estaba preparando un plato que mucho me recordaba a una hermosa tortilla. Cuando empezó a batir los huevos dentro de una taza -con un arte inigualable- mi boca empezó a hacerse agua. No aguanté más y le pregunté si iba a preparar una tortilla. Me dijo que no. Esperé. 

Tiró los huevos en la sartén y empezó a mezclar todos los ingredientes. Recé para que el huevo no quedara muy crudo. Dios me escuchó. No tenía una pinta exquisita pero olía a tortilla. Nos repartimos tan original manjar. Pensé que acompañamiento sería el más idóneo para un plato como ese. Al llegar a la mesa, no vi ninguna guarnición cerca. 

Mi anfitrión se dirigió hacia el frigorífico y sacó de él dos frascos. En uno había una ensalada especial, hecha en Moravia, parecida a la ensaladilla rusa pero bastante avinagrada. En el otro había algo parecido a un cruce entre seta y champiñón, con trozos de cebolla que, a simple vista, parecía exquisito. Abrió los frascos y me ofreció degustar de ambos. Yo, ni corto ni perezoso, eché algo de ensalada sobre las patatas. Las setas, las puse en un rinconcito del plato. Había creado un plato combinado de aquellos que aparecen fotografiados en los mejores chiringuitos de la costa. Era digno de ser pintado y a la vez expuesto en los mejores museos culinarios del mundo... 

Como tenía hambre, y todo estaba preparado, no había motivo para retrasar -ni un segundo más- la ceremonia de apertura. Probé las patatas y comprobé que, efectivamente, el huevo estaba bien hecho y que aquello sabía a tortilla. Mi anfitrión comía abundante cantidad de setas, justificando su actitud con una frase: "Mi comida favorita". Así pues, pinché una y me la puse en la boca. Jamás como caracoles. No por repugnancia, sino por lástima. Pero lo primero que pensé al masticar aquello fue en un caracol (miento, pensé en una babosa)... crudo. Aquel trozo blando y baboso de seta se movió de un rincón a otro de mi boca, no dejando ni una sola caries por visitar. 

Mi anfitrión y cocinero me preguntó mi opinión acerca de sus setas. Le sonreí. Podía hacer dos cosas: sonreírle o vomitar en su cara. Opté por la más diplomática. Y tragué. Como aquél que traga una píldora. Por un momento, pensé que tal vez había topado con el trozo defectuoso... 

Me armé de valor, tomé otro y me lo llevé a la boca. Hubiera agradecido que aquél segundo trozo tuviera un gusano enorme. Creo que hubiera sido menos repugnante y de paso hubiera tenido una razón para escupirlo. Miré a mi anfitrión; estaba ocupado con su cuchara, añadiendo montones de setas a su ya repleto plato. Casi me pareció que se movían. Sentí náuseas. Opté por una resolución arriesgada. Mezclé todos los ingredientes y añadí una tonelada de ensalada avinagrada, sonriendo como un imbécil. No quería decepcionar a mi improvisado cocinero. 

Hice de tripas corazón -y nunca mejor dicho- y fui engulliendo (no sin problemas) aquél mejunje. Creo que llegué a beber seis vasos de agua durante la comida, cuando jamás bebo mientras como. El tazón de té posterior que tomé, humillaría al mejor de los británicos. Tengo unas enormes ganas de volver a casa, para volver a probar los deliciosos robellones...

viernes, 22 de mayo de 2015

El regreso

Abro los ojos sin Amenábar. Salma Hayek me da un vasito de vodka, mostrándome el 85 por ciento de sus maravillosas tetas. Miro a mi alrededor buscando la cámara oculta. Estoy en un jodido avión. Sentado junto a la ventanilla observo cómo sobrevolamos las nubes. Una docena de ángeles están meando sobre mi ciudad. Maldita sequía. ¿Quién dijo que los ángeles no tienen sexo? Sino fuera por sus túnicas blancas pensaría que se trata de bomberos, joder. 

Pienso, luego existo. Mentira. He muerto. La voz dulce de Salma me pregunta si me apetece algo más. Al girar mi cabeza para responderle veo, iniciando una hiperventilación, que está completamente desnuda. El aire llega con dificultad a mis pulmones y ella me ofrece gentilmente Ventolín inhalador. Mientras trato de buscar oxígeno dentro del puto medicamento, ella aparta de un manotazo toda la fila que tengo delante, se arrodilla delante de mí, abre mi cremallera, saca mi polla y me la chupa. Mis ojos se quedan en blanco sobre blanco. Malevich me saluda desde fuera con la mano. Junto a él hay una figura familiar. Mi abuelo Román, que nunca en su puta vida pisó un museo. Cruzamos la mirada y sus ojos de fuego me acojonan. 

Siento una succión cálida y húmeda que recorre toda mi polla. Salma sigue con la función. Qué gran actriz. Acto seguido, el mordisco es dolorosamente espeluznante. Trato de separar la cabeza de Salma de mi extremidad más querida cuando observo, con un horror que sólo puede empatizar Zapatero, que quién está arrodillado ante mí es Acebes. 

Trato de gritar pero de mi garganta sólo salen pétalos de rosa de color rosa que, al acariciar mi campanilla, me producen náuseas. Odio el rosa. Vomito sobre mi felópata asesino algo parecido a berberechos. Acebes se levanta furioso, consigue sacudirse un par de moluscos del pelo y se saca una gigantesca polla de su pantalón. La banca gana. Empieza a mear en mi cara. Trato de cubrirme pero estoy atado al asiento con dos longanizas. Me ahogo. Mierda. No puedo respirar…  
-Ya está… ya vuelve. Traedme más agua. Qué susto nos has dado, hijo de puta. Si vuelves a mezclar tanta mierda en una sola noche te arrancaré los huevos. Venga, decidle a Marga que deje de llorar, que su puto novio ha regresado del viaje.

domingo, 17 de mayo de 2015

Cerrado por derribo

Si me vas a buscar un chocolate rico, el último churro que mojaré es el tuyo. 

Hay frases que cuando te llegan muy adentro, no importa si estás en estado de coma profundo o muy próximo a la muerte. Revives. Podría dejar en negro sobre blanco una hipótesis que tengo sobre la historia de Lázaro pero probablemente me quemaría en el jodido Infierno, empalado en una señal de Stop. Así que al grano. 

La frase en cuestión llegó en forma de ondas eléctricas hasta mi hipotálamo (no confundir con el mamífero más obeso del continente africano), y en menos de dos minutos yo ya estaba levantado, vestido y saliendo por la puerta de casa en busca del oscuro objeto del deseo. 

Como era domingo, la mejor - y única - opción era ir a comprarlo a la pastelería del barrio: El Pirata del Caribe, conocida así por sus precios oscilantes y porque la abuela y fundadora tuvo una aventura con un hermoso cubano. La aventura terminó, según dicen las malas lenguas, un fatídico Día del Señor que el abuelo fundador regresó antes de misa y encontró al cubano en el armario de su casa. Los gritos aún se recogen en todas las cacofonías realizadas en 40 kilómetros a la redonda. Del cubano nunca más se supo, salvo en algunas sesiones espiritistas donde era invocado por error. Dicen que es por eso que desde entonces la abuela vende chocolate todos los domingos del año. En recuerdo al pobre cubano... Y de paso, para tocar los huevos al abuelo. 

Al entrar, pude ver que despachaba Julián, uno de los nietos. Ahora ya me he acostumbrado a su aspecto desgarbado y a su mirada penetrante, pero al principio era un poco difícil pedir un pastel sin dejar de mirar dónde tenía las manos. Un tipo feo e inquietante. Norman Bates a su lado sería el yerno perfecto. Las mismas malas lenguas cuentan que el chico había estado trabajando en la pescadería de su padre junto con sus dos hermanos; el padre, cansado que la clientela confundiera a sus hijos con una bandeja de anchoas los envío a trabajar lejos de cualquier pescado. A Julián le había tocado atender la pastelería de la abuela. 

Y allí estaba el tipo. Escuchando a Sabina de fondo mientras buscaba mi yugular con la mirada. Le pedí el chocolate tratando de esconder mis emociones, cogí el oscuro cofre del tesoro, le pagué con importe exacto y cuando le hube perdido de mi campo visual, imaginé risueño un torrente de imágenes repletas de sexo, churros y chocolate. Cada segundo que pasaba la tenía más morcillona. 

Pero al girar la esquina, el aire dejó de entrar en mis pulmones. El corazón se me quedó paralizado durante tres nanosegundos, que pude contar perplejo. Tuve un ataque de histeria no diagnosticado, aunque recuerdo que pude reír, llorar y gritar. Me acerqué corriendo al edificio del que había salido hacía escasamente 10 minutos para ver que ahora estaba convertido en algo agrietado, sucio y ruinoso, con un letrero enorme en Times New Roman que rezaba: CERRADO POR DERRIBO... 

Despierto empapado en un sudor que huele a depresión. Una depresión apestosa. Mi corazón sigue latiendo con fuerza a pesar de estar destrozado. El aire entra en mis pulmones, con ese desagradable sabor a humo de tabaco, impregnado en las paredes de mi cuartucho. Todavía son las 3 de la madrugada. Han pasado ya seis meses desde que Sofía me dejó. Seis meses de mierda, atravesando un jodido desierto lleno de espejismos. Ciento ochenta putos días con sus correspondientes noches. Y no hay ni una sola que no siga soñando con ella...

sábado, 16 de mayo de 2015

Tortuga

Rafael miró hacia la verde y espesa copa del gigantesco árbol que tenía ante él. Si los árboles tuvieran ojos, la mirada de éste hubiera sido desafiante. Rafael respiró profundamente. Y una vez más, inició la escalada por el tronco de aquel viejo roble. 

Tras cinco años de perseverancia, el pequeño quelonio había desarrollado unas zarpas y unos músculos jamás vistos en su especie. Rafael había evolucionado físicamente en un lustro lo que toda su especie en cuatrocientos. Si por desgracia algún día cayera en manos de científicos humanos, con toda seguridad lo catalogarían como tortuga mutante (con posibles inclinaciones hacia las artes marciales orientales más milenarias). Y seguramente acabaría sus días en un triste parque zoológico... 

Observando con atención las evoluciones de la pequeña tortuga, se encontraba - entre otros muchos curiosos - Sabiola, el conejo. “Ese maldito conejo blanco ha venido otra vez” – pensó Rafael, que no perdonaba a Sabiola haber tenido la lamentable pero inocente ocurrencia de pedirle a la pequeña tortuga si quería hacer una carrera con él. “Sabiola siempre se ríe de mi” – sentenció dentro de su pequeña mente. 

La realidad, sin embargo, era otra muy diferente. Primero, el conejo se sentía solo y siempre buscaba alguien con quién jugar. Segundo, y más importante, Sabiola tenía una predisposición genética a la sonrisa y eso le hacia parecer cínico ante la parte más susceptible de la comunidad de animales del bosque. Pero en el fondo era un buen tipo. 

A todo esto, Rafael ya había escalado casi un metro de árbol. Su tesón, su fuerza de voluntad y su coraje le mantenían pegado al tronco en un espectáculo casi mágico. Su hermoso caparazón brillaba, aunque mellado por cientos de caídas, bajo un espléndido sol de primavera. Cada movimiento suponía un esfuerzo físico y técnico desmesurado para alguien de su especie. Y por primera vez en la historia moderna de los reptiles, una tortuga sudó. La gota viajó desde la frente hasta la cola, atravesando el caparazón por dentro y provocándole no pocas cosquillas, que todavía complicaron más - si cabe - el vertiginoso ascenso. 

Tras seis largas horas de tensión y sufrimiento extremo, Rafael llegó -por primera vez en toda su vida - a una rama lo suficientemente ancha como para que (después de una maniobra imposible) pudiera andar sobre ella sin perder el equilibrio. Estaba muy cansado. La emoción y el agotamiento hicieron que su corazón latiera con una fuerza inusitada, intentando hacer explotar su caparazón... Sin éxito, afortunadamente. Pero también se sentía eufórico. Feliz. Exultante...

Y entonces, un rugido ensordecedor en forma de aplausos estalló. Era el reconocimiento de una parte de la comunidad del bosque (la más curiosa, sin duda) que, aunque nunca entendió por qué Rafael intentaba subirse al árbol, valoraba el esfuerzo de la pequeña tortuga. 

Cuando llegó, más o menos, a la mitad de la rama escogida (donde ésta empezaba a estrecharse peligrosamente) el sorprendente quelonio se detuvo. Rafael observó una vez más aquel cielo que le maravillaba y le atraía desde hacía tiempo. Miró hacia un lado y luego hacia otro, y giró y giró durante un buen rato en aquella rama a modo de peonza acorazada, entre los vítores de su entregado, expectante e impaciente público. Nadie sabía qué iba a suceder ahora. Sólo Dios adivinaba lo que estaba pasando en aquellos momentos por la cabeza del fantástico quelonio. Aunque tampoco lo comprendía demasiado. Pero bastante trabajo tenía Dios intentando comprender a los hombres como para molestarse en analizar qué diablos hacía una tortuga subida a un árbol. Así que cansado de tanto esperar, se fue a jugar a los dados, en contra de las creencias de algunos mortales, quizás demasiado ingenuos. 

Rafael cogió aire nuevamente. Apretó sus encías (todo el mundo sabe que las tortugas no tienen dientes). Dio un pasito hacia atrás. Y se impulsó brutalmente hacia el vacío, moviendo sus cuatro patitas al unísono a modo de patéticas, estériles e inútiles alas, ante la mirada incrédula y horrorizada de todo su público. Y cayó en picado desde más de quince metros sobre la cabeza de Vamvi, un joven y despistado cervatillo que pasaba en ese momento por allí, rebotando de ésta hasta la fresca hierba que acabó de amortiguar su vertiginoso descenso. Una vez en el suelo, Rafael comprobó con satisfacción que tenía todos los huesos enteros (Vamvi estuvo inconsciente durante cinco días, pero finalmente se salvó. Aunque le quedaron algunas leves secuelas y una extraña tendencia a babear generosamente). 

La mirada de la tortuga tal vez reflejaba perplejidad y sorpresa, pero nunca jamás desánimo ni rendición. Miró a su alrededor y pudo ver una vez más la sonrisa de Sabiola (interiormente el conejo estaba petrificado). No era el único que mostraba sus emociones. Había un par de ardillas de la parte sur del bosque que se retorcían con lágrimas en los ojos y Ernesto, el viejo búho, había dejado de respirar debido a la risa (el sapo Jeremías intentaba desesperadamente hacerle el boca a pico para reanimarlo). 

Rafael guiñó un ojo a una pareja de hermosos gorriones que le observaban desde su nido, miró hacia la copa del gigantesco árbol e inició de nuevo otro mítico ascenso. La pareja de gorriones, con un semblante tan serio como triste estuvo en silencio durante unos segundos. Ellos no parecían divertirse con lo que estaba sucediendo. El silencio se mantuvo unos segundos hasta que la hembra, dada su condición de madre, no pudo más y rompió a llorar desesperadamente. 

Entre sollozos, le dijo a su esposo:

- Claudio querido, creo que ha llegado el momento de decirle a nuestro hijo Rafael que es adoptado...

viernes, 15 de mayo de 2015

Simiólogos de un desequilibrado: El empacho

Vuelvo a estar resfriado. Por enésima vez. De hecho, ya no recuerdo la última puta vez que no estuve resfriado. Claro que igual tenía 12 años y la salud de un roble y muchos madelman. Me duele todo el cuerpo, como si las tortugas ninja me hubieran dado una paliza y nadie me hubiera puesto tiritas. Tengo mocos como para levantar una muralla china desde la plaza Catalunya hasta Sitges. Perdonad si abuso de las metáforas. A mi la depresión me pone romántico. Intentaré contenerme de aquí en adelante… 

De noche es peor. Mi boca se reseca de tal manera que los insectos nocturnos que pasean a sus anchas por mi hogar se quedan pegados a la lengua. No es broma, ¿eh? Una vez leí que durante nuestra vida tragamos entre 70 y 100 insectos por las noches. Así que si alguna vez os levantáis con el estómago lleno no toméis demasiada proteína. También emito ronquidos. Mi vecina me ha denunciado. Dice que una cosa es roncar y otra muy distinta descolgarle los cuadros de la pared. Y yo le digo: “Pero si son imitaciones, señora”. Pero le jode igual. 

Además, tengo náuseas. Y ahora que lo pienso, un par de colegas viniendo a cenar. No puedo anularla. La cena, digo. Es largo de explicar. Pero ahora mismo me gustaría comprar un agujero negro y desaparecer junto con todo el puto planeta una semanita. Estoy algo tenso, verdad? No. Estoy jodido. Es por todo esto que he decidido relajarme exteriorizando mi drama personal en este, mi diario. Que no es poco.

Aunque jamás empecé a estudiar medicina, creo que mi cuerpo me está pasando factura de los últimos días. Nochebuena, Navidad y San Esteban (os recuerdo que vivo en Barcelona, a modo de apunte geográfico) han sido destructivos. Mi estómago ha estado digiriendo comida constantemente, 24 horas al día y mi hígado ha tenido más trabajo que el chapista de Mazinger Z. Y que tengo 40 tacos, que cojones. Y cuando fuerzas todos los órganos al límite pasa lo que pasa. Que las defensas bajan y te tiembla todo el organismo. De hecho, he tecleado este texto más deprisa gracias a las convulsiones. 

Antes esto no me pasaba. Recuerdo con entusiasmo cuando era capaz de comer entrantes, sopa de galets (es un tipo de pasta típica de mi familia aunque creo que se ha extendido por parte del territorio nacional) y canelones (mi record personal es 13 de una sentada). Y luego podía comerme el equivalente en turrón a la ayuda humanitaria de España al Senegal en un año. Ya sé que cuesta creerlo, pero solo pensarlo y ya tengo miedo de vomitar sobre el teclado de lo mal que me encuentro. ¿Hay algún médico en la sala? Necesito vuestro consejo. Quiero hacer de esta entrada un recetario doméstico y casero de curas de la abuela. Ajo, limón, zumo de naranja, pastel de queso… ¿Verdad o leyenda? Ayudadme, por favor.

miércoles, 13 de mayo de 2015

Diario de un rodaje: El ensayo general (capítulo I)

Llegamos puntuales a casa de la Directora. Llamamos a la puerta. Nos abre con una sonrisa porque somos sus amigos o somos los primeros. Mi pareja, en calidad de actriz que se tira al Presidente, y yo, como Presidente Vitalicio, la saludamos. Manda huevos. Los primeros. Mejor. Hay nervios. Para qué negarlo. Nuestro primer gran encuentro grupal. Nuestro primer contacto con el actor protagonista. La Directora nos invita a cervezas y yo jamás le hago un feo a una dama; me bebo dos. Mi móvil suena. Una de las actrices no puede venir. Tiene una reunión de trabajo. Dice que lo siente. Se salva de no ser despedida porque no la tengo contratada y porque es mi hermana. Y la familia es sagrada. 

De momento la gente llega con más retraso del que mi sistema nervioso se merece. Menos mal de la excelente compañía. Es una buena cerveza, no nos vamos a engañar. Llaman de nuevo a la puerta, pero esta vez no soy yo, y la Directora abre a otra de las actrices, la Meiga. Dos besos por aquí, dos besos por allá, siento el retraso y me siento a beber. Nos miramos con cara de conocernos porque nos conocemos. Al que no conocemos es al Protagonista. Suena mi móvil. Es él. Hola, estoy en el coche buscando aparcamiento. Vengo con un amigo, ¿algún problema?

No, mientras no traiga mucha hambre, pienso mientras pregunto: ¿Qué hay para cenar? Pizzas, me responde la Directora. Oye, tráete al equipo de baloncesto de Los Lakers, si quieres. Hay pizza y vamos a escote, respondo mirándole el mismo a la actriz recién llegada. Más espera. Mientras tratan de aparcar el coche cerca de casa, toda mi vida me pasa por delante. La moda de los 70 me parece ridícula. ¿Cómo podía mi madre vestirme así? Justo cuando entro en el túnel de luz, llaman a la puerta otra vez. Por fin. Y aparecen nuestro Protagonista y su colega. Los tíos vienen vestidos impecablemente, con sendos abrigos negros hasta los pies. Huelen muy bien, los cabrones. Estoy impresionado pero lo disimulo imitando a Woody Allen. Hacemos todo un ritual de presentaciones, besos y abrazos que para cualquiera del Opus podría parecer el inicio de una orgía. Pero seguimos vestidos. De momento… 

Hablamos del cortometraje, del cine, del canto y del mundo del arte en general. El amigo del Protagonista es tenor y está cantando en el Liceu. Como yo pensaba que el Liceu se había quemado no me impresiona demasiado, salvo al comprobar con curiosidad que no viene manchado de ceniza. Un nuevo ruido rompe el clima de romanticismo que estábamos creando. La puerta se abre sin que nadie haya llamado y aparece mi amigo Ingeniero, pareja de la Directora y Amo del Calabozo. Ya estamos todos. Bueno, casi. Otra vez presentaciones y seguimos sin ensayar ni una puta línea del guión. Por fin ponemos orden y sentamos a todos junto a la mesa, porque la jodida escena que hay que ensayar sucede alrededor de una mesa. 

El Tenor se ofrece a sustituir a mi hermana a pesar de que no se parecen en nada. Lo hace de puta madre. Le ofrezco el papel pero me dice que debe volver a los Estados Unidos cuando termine de cantar en el Liceu. El Ingeniero ata cabos y comenta como quién no quiere la cosa: Eres tenor, cantas en el Liceu, vives en Estados Unidos… Y ¿te vas a comer una jodida Telepizza con nosotros? El Tenor es de puta madre y responde: Tranquilos, colegas… Soy de Carabanchel.

martes, 12 de mayo de 2015

La fiesta

Corría el año 1981. Yo cursaba octavo de EGB, nada que ver con la agencia de espionaje rusa. Algunas de las cabecillas de la clase habían pensado que era una gran idea montar una fiesta en una discoteca para recaudar fondos e irnos de viaje de fin de curso a Palma de Mallorca. Yo, por aquél entonces, seguía recreando La Moviola con mis Madelman. La media de la clase me llevaba dos años de adelanto hormonal. Sí, por supuesto que me hacía pajillas. Pero era algo grupal. Las chicas de carne y hueso me interesaban menos que la vida sexual del ornitorrinco. Además, llevaban pegatinas de Los Pecos y Pedro Marín en sus carpetas, que siempre me han dado grima. Yo a ellas tampoco les hacía subir la presión arterial. A nadie le gusta compartir granos mientras te besa y mi acné juvenil era realmente repugnante. 

Total. Que organizaron una fiesta un sábado por la tarde en una discoteca de cuyo nombre no puedo acordarme. Me tocaba las pelotas tener que sumergirme en un mundo tan hostil. Además, no podía llevarme los Madelman porque sólo me habían regalado una entrada. Y por si fuera poco, tenía partido de fútbol al mediodía. Terminé el partido y, vestido de chandal, me fui para la discoteca. Creo que durante el trayecto me zampé un bocadillo de jamón y una Coca-Cola. Imagino que llegué a la puerta de la disco oliendo a tigre putrefacto, no nos obligaban a ducharnos y yo era un cerdo, y con la boca llena de restos de comida. Y con granos de pus. Santiago Segura os hubiera parecido sexy. 

Entré sin complejos porque la ignorancia social es lo que tiene. La gente que no me conocía me miraba. Los que me conocían me saludaban de lejos. Aquél local estaba a media luz y la música era ochentona porque estábamos en los ochenta. Para no gustarme las chicas debo reconocer que me quedé pillado con una que bailaba sola al ritmo de “e tua dime petit men…”. Como no se desnudaba me fui para un rincón, esperando que nadie me preguntara qué quería para consumir. No tuve suerte. La poca pasta que llevaba me la gasté en una jodida consumición. Los de mi clase me seguían saludando e incluso uno me presento a una chica que me miraba horrorizada. 

Dos horas después estaba hasta los huevos de estar allí. La chica sexy que bailaba había desaparecido. La busqué con la mirada y me encontré con su culito sentado en la barra. Hay cosas difíciles de explicar. Me levanté y me fui hacia ella. No podía ni invitarla pero estaba hipnotizado por su cuerpecito. Menos mal que era torpón y sólo le dije “Hola, ¿cómo te llamas?”, porque cuando se giró aquél tipo chavadito a Frank Zappa me alegré de no haber incluído “guapa” en mi repertorio. Puta fiesta. Jamás reunimos suficiente pasta y acabamos viajando al Estartit. Todo sacrificio no tiene recompensa…

domingo, 10 de mayo de 2015

Historias de Ceyma: Sexto

Por motivos que a la mayoría de vosotros os debe importar un carajo, me he propuesto contaros mi primer día de colegio en sexto de EGB. Digamos que alguien me ha conectado con ciertos recuerdos de mi pasado e igual podemos reírnos un rato. Para centrarnos un poco en la época de la cual estamos hablando, os diré que por aquél entonces solía cazar Stegosaurios con mi abuelo todos los fines de semana, cerca de la boscosa localidad de Vallvidriera. Tendría unos doce años, una edad muy jodida para casi todo. Me satisface presumir de que probablemente fui uno de los primeros precursores del movimiento freak; flaco, feucho, tímido, empollón y capaz de ponerle nombre y apellidos a todos mis Madelman. Sí, amigos, lo de Santiago Seguro fue muy posterior. 

Después de pasarme la primera parte de mi vida escolar en un colegio que estaba a dos minutos de casa, cosas de la vida, en forma de cierre por falta de alumnos, obligaron a mis padres a cambiarnos de colegio, matriculándonos en uno que estaba al otro lado de la ciudad; tardábamos en llegar media hora andando y hacíamos cuatro viajes al día, por lo que es probable que a mi madre le hiciera ilusión que se me pusieran unos muslacos como los del caballo percherón. Pues eso. Que me cambian de cole y aparezco el primer día en la academia Ceyma, buscando desesperadamente mi nueva clase y con la feliz ocurrencia de mi madre de ponerme unos pantalones cortos de corte humillante para alguien que está rozando la adolescencia con la punta de los dedos. 

Recuerdo estar en la entrada, rodeado por niños y niñas de todas las edades, sin saber muy bien a dónde ir ni a quién preguntar. Una auténtica pesadilla. Por alguna extraña razón, al entrar, subí por unas escaleras. Creo que entré en una clase al azar preguntando con un hilo de voz si era la de sexto, y la profesora en cuestión me dijo que bajara las escaleras por donde había subido y que justo fuera hacia la primera puerta a la derecha. No, menos guasa, amigos. No acabé en el baño. Es indescriptible lo que se siente cuando llevas pantalón corto a juego con calcetines blancos y entras en el aula, el primer día de clase. Es como ir desnudo. Además llegué tarde, por supuesto. Todos sentados. Una veintena de pares de ojos te miran silenciosamente. No recuerdo si pregunté o no si aquello era la jodida clase de sexto. Supongo que sí. 

La profesora me invitó a sentarme y busqué desesperadamente un asiento libre donde meter mi triste culo. Los pocos segundos que estuve atravesando el pasillo que había entre la hilera de pupitres transitaron por el espacio tiempo a cámara lenta. Recuerdo pasar una vergüenza infernal mostrando mis patas de canario blancas a toda la peña. Si alguien me regaló una risita burlona mi cerebro lo ha borrado. En mi “vía crucis” particular, pude ver en primera fila un asiento libre, junto a un chico que llevaba el pelo muy corto. Me acerque casi temblando, dejé la cartera en el lateral izquierdo del pupitre y me senté. 

Fue entonces cuando volví a respirar. Mire a mi nuevo compañero buscando algo de complicidad y me encontré con la cara de sorpresa de María José Carranza (su nombre lo supe después, claro), que seguro se estaba preguntando qué había hecho de malo para que el tonto del nuevo se sentara a su lado. Yo la miré con cara de besugo, me fijé en su pelito corto y en su bata rosa mirando hacia la altura de sus inexistentes pechos y me puse rojo como un puto tomate. El calor de mis mejillas hizo subir tres grados la temperatura media de la clase, pero nadie se desnudó. Eran estrictos con el tema de la bata. El nuevo había realizado una entrada triunfal…

sábado, 9 de mayo de 2015

Ranas

Hoy me he levantado muy temprano. Como siempre. Algo de ejercicio físico. Higiene personal completa. Búsqueda de las imprescindibles gafas. Elegancia al escoger las prendas de vestir. Todo normal, vamos. 

Al pasar junto a la tienda de comestibles que hay junto a mi casa, he visto una interesante oferta de donettes de chocolate. No he podido resistir la tentación. Mientras pago hablo del tiempo. Del mal tiempo. Llueve mucho para ser tan temprano. Al tendero le da igual porque no piensa acompañarme hasta el coche.

Contento por la maravillosa adquisición de mi delicioso almuerzo, canto bajo la lluvia porque tengo un gorro de lana parecido a una esponja. Mi hermoso coche, un Reanault 19 blanco, está lejos, lo cual me empapa aún más. ¡Que limpio que ha quedado gracias a la lluvia torrencial! Soy feliz. 

Entro en mi coche chorreando y dejo los donettes en el asiento de mi derecha ¡Ups! El cinturón de seguridad quedó fuera y también se ha mojado. No importa. Quito la barra antirrobo, mientras estornudo un poco... Pongo el frontal extraíble de mi radio casete, mientras miro con ojos de enamorado el paquete de donettes. ¿Y si me como uno? Pues vale... 

Pero al intentar abrir el paquete, empiezan a croar unas ranas. Flipo. Pero mucho, ¿eh? Miro dentro del paquete. Nunca se sabe. Hoy en día obsequian cosas muy raras a los niños. Nada. Las ranas siguen croando con una nitidez espeluznante. Mi cerebro trata de recordar si se ha lavado la cara. Mi corazón palpita. ¿He muerto de pulmonía? Las ranas callan. Silencio sepulcral. Mi mente coquetea con la demencia. ¿Ha sido imaginación mía? Y unos cojones. Eran ranas. 

De repente, Fuel de los Metallica estalla dentro del coche a toda hostia. Mi corazón se enrosca en el esófago y dejo de respirar durante una eternidad. Los donettes caen de mis manos. Al agacharme a cogerlos me doy con la frente en el volante, que resiste el cabezazo con firmeza y dignidad a partes iguales. Que bien hacen los coches estos jodidos franceses... 

Levanto la cabeza y miro a mi derecha. La chica que lleva diez minutos esperando aparcar donde ahora me encuentro, ha soltado una carcajada que se ha oído hasta con los cristales subidos... Hija de puta. 

Calma. Bajo el volumen ensordecedor del radio casete y trato de poner el coche en marcha con la poca dignidad que me queda. La chica, congestionada por la risa, no muere. Me voy cabizbajo a trabajar. Las putas ranas de Manolo García…

viernes, 8 de mayo de 2015

Apocalipsis

Metáfora del lindo perro pulgoso. Érase una vez un perro lindo. Un animal feliz. Un can que se dormía junto al fuego. Un bicho al que su amo amaba. Y le rascaba el lomo. Y le daba la mejor jodida comida para perros del mundo. Pero un triste y lamentable día, al perro le encontraron pulgas. Y su amo, un tipo poco comprensivo con los parásitos, le dijo que, o se deshacía de las asquerosas pulgas, o lo sumergiría en ácido sulfúrico… 

Las pulgas son la humanidad. El perro es Gabriel. Y el amo es un tipo muy poderoso. Un tipo que cada vez que le cuentan la teoría del Big Bang se caga de la risa. Yo soy su pluma. Existo para contar. Y esto es el principio del fin… 

Gabriel está sentado en la mesa más alejada de la salida de emergencia. Es lo que tiene acabar de entrar. Bebe leche fresca. Medita en silencio porque cuando habla solo acaba discutiendo. El humo impregna cada átomo de nuestra ropa, haciendo imposible la visibilidad más allá de dos metros. 

Los chicos entran en el bar atropelladamente. No los podemos ver pero Gabriel ha sentido su presencia. Huelen a muerte y a gasolina. El mayor de los 3 no tiene 19 años. Gritan riendo y rien gritando. Uno de los camareros los envía a una mesa cerca de nuestro rincón. Gabriel bebe un sorbo de leche y se le dibuja un bonito bigote blanco. La suerte está echada. 

Uno de los chicos nos ha visto y se acerca sonriente. Mirad, este imbécil está bebiendo leche, colegas. El “imbécil” levanta la cabeza. Gabriel no está de buen humor. Se levanta bruscamente lanzando la mesa al quinto coño, contando desde la izquierda de la barra. 

De un golpe tan seco como brutal, arranca el corazón del chico más cercano, que se derrumba sin vida. Cuando el puñetazo de Gabriel impacta sobre el segundo chico, en el bar se oyen gritos de diversa consideración. 

Gabriel se acerca hasta la barra, donde sigue el quinto coño retorciéndose por el golpe recibido mientras un tipo calvo y con gafas de sol le mete mano. Gabriel agarra una botella de Anís del Mono en un claro homenaje a Darwin. Vuelve junto al chico que lleva meándose casi un minuto. La botella atraviesa el abdomen del joven partiéndole la médula espinal. Es posible que le duela si tose. Pero cuando su cara choca contra el suelo, afortunadamente ya está muerto.

Gabriel ha dejado lo mejor para el final. Es un poco sádico. El tercer chaval, el que estaba recogiendo sus muelas por el suelo del bar se ha erguido tambaleándose. Gabriel le agarra la cabeza con todas sus fuerzas y lo prende como si fuera una cerilla. El chico grazna gritando o grita graznando durante unos segundos que se hacen interminables incluso para gente con empatía laxa. Muere quemado vivo en poco más de dos minutos, después de provocar un incendio en el jodido bar. 

A estas alturas de los acontecimientos, podemos oir más sirenas que Ulises en toda su puta vida. Gabriel me hace una señal inequívoca cuando arranca una ventana de cuajo y la lanza sobre varios coches que estaban bien estacionados. 

- Nos vamos… ¿Dónde estamos exactamente? – me pregunta. 
- Estamos en Alcalá de Henares, Señor. Cerca de Madrid. En la calle 7 esquinas, concretamente – respondo sumiso tras consultar mi GPS. 
- ¿Te apetece un bocata de calamares? – pregunta Gabriel. 
- Me encantan los calamares, Señor… 

Los gritos y las sirenas se ocultan en la oscuridad de una noche con luna de sangre. No hay vuelta atrás. Bienvenidos al Apocalipsis…

domingo, 3 de mayo de 2015

Zombie: Una historia de amor

El otro día soñé. Soñé dormido. Porque despierto ya me paso todo el puto día haciéndolo. Pues eso. Que soñé. La jodida medicación. Me he tomado más analgésicos esta semana que en los 10 últimos años de mi vida. Soy una bomba química humana. Lo de humano me lo dice mucho mi madre. Meo de distintos colores. Algunos bonitos. Soy feliz con mis 14 grapas. Ahora veo una grapadora en casa y mis sentimientos hacia ella son diferentes. Mama grapadora. Las echaré de menos cuando me las quiten. Soy un sentimental de cuidado. 

Al grano. Íbamos un grupo de personas amigables no identificadas por lo que parecía una casa destartalada, o simplemente mal decorada. Estaba relativamente oscuro. Nadie se molestaba en darle al interruptor de la luz. Yo llevaba una mochila un poco grande. Desconozco el contenido. En mis sueños no me hago demasiadas preguntas. Estoy dormido, joder. Las personas no identificadas que pretendían ser colegas iban más deprisa de lo que mi velocidad en sueños me permite, así que me había quedado el último. En una jodida casa destartalada. Relativamente oscura. Mal decorada. Y el último de la fila. Es en ese preciso momento cuando sabes que algo malo va a suceder... 

Los ruidos repugnantes no vinieron exactamente de mi espalda. Pero eso no los hacía menos repugnantes. Miedo. Pánico. Pavor. No soy un héroe. Intentas buscar apoyo emocional. Mis pretendidos colegas aumentan el ritmo de carrera, dejándome su apoyo emocional a tomar por culo. Me quedé más solo que el Principito. Intenta cargarte a alguien que no sea alérgico con una flor y entenderás la metáfora. 

A lo lejos/cerca, una chica zombie con dos tetas enormes venía hacia mi. En los sueños, el concepto espacio/temporal es muy relativo. Pero las tetas eran grandes. Afortunadamente la chica zombie estaba regulada por una ley ISO que ajustaba su velocidad. No como la mierda esa de Walking Dead, donde hay zombies que corren como Usain Bold. 

Como acostumbro a hacer en estos casos de persecución zombie, busqué una cama para esconderme debajo. Eso es lo que tenemos los grandes supervivientes, que además somos un poco subnormales. Miro de meterme bajo el catre de lado para quedar encarado y defenderme con uñas y dientes. O a salivazos. La mochila entra perfectamente a pesar de ser enorme pero mi culo queda atascado. Como ya dije antes, es lo que tiene el jodido espacio/tiempo de los sueños. 

La chica zombie se agacha mientras yo pataleo como una cucaracha a punto de ser aplastada por una escoba asesina. La zombie se pone a mi lado, recostada también en el suelo. Con una boca llena de dientes y encías putrefactas. Con unas tetas gigantes. Mi mano derecha agarra su cuello pero ella tiene una fuerza sobrehumana. Bueno, tal vez no sea sobrehumana del todo pero tiene más fuerza que yo, que ando escaso de músculos propios de mi especie. Cuando su boca está a pocos centímetros de mi cara en mi mente se dibuja la única salvación posible. Y hago lo que todos los idiotas hacemos en estos casos de vida o muerte violenta. La beso en los inexistentes labios...

El acantilado

Un hombre joven. Roto. Un acantilado. Vertiginoso. Un mar. Enfurecido. Un cielo. Negro. Presagio de que no se va a celebrar ninguna boda. El hombre roto observa el romper de las olas contra las eternas rocas y siente un extraño escalofrío; extraño porque su alma está ya muerta. Da un paso hacia delante… 

- Cuidado, podría caerse – le dice una dulce voz de niña. 

El hombre, sobresaltado, retrocede un metro y busca con la mirada a la niña que tiene pegada a su culo. Es rubia. Lleva uniforme escolar y una pequeña cartera a cuestas. Tiene la cara de un ángel. 

- ¿Qué… qué demonios haces aquí, niña? – pregunta estúpidamente y sin ningún tipo de originalidad. 

- Me gusta pasear por el acantilado cuando salgo de la escuela. Así puedo dibujar el mar. Pero hoy el mar está enfadado... Vivo cerca de aquí, en el pueblo. ¿Puede llevarme de regreso a mi casa? He visto que ha llegado usted en auto. Y parece que va a llover. 

Un relámpago ilumina el cielo y un trueno hace temblar el mundo. Las primeras gotas caen sobre el hombre roto y la niña rubia. Sus siluetas se recortan en el borde del acantilado. Una pena que todos los pintores del romanticismo estén muertos... 

- ¿Me lleva a casa? – insiste la niña. 

El hombre roto la acompaña hasta su coche y la sienta en la sillita que tiene en el asiento trasero. La cara del hombre roto, color cera, es el vivo retrato del dolor. 

- ¿Tiene un hijo? – pregunta la niña rubia. 

El hombre roto se muerde el labio hasta sangrar, tiembla, y una lágrima se escapa de su ojo derecho. Le duele seguir estando vivo. 

- Tenía una hija… pero murió la semana pasada – contesta con un hilo de voz. 

El hombre roto rompe a llorar mientras se pone al volante. La niña rubia guarda silencio. Ese silencio sepulcral del camino de regreso, esos tres minutos de nada absoluta, se rompen cuando la niña le dice al hombre roto que llora: 

- Vivo allí, en la casa de la esquina. Muchas gracias por traerme… Y no se preocupe señor, yo jugaré con ella. 

El hombre roto, al oír eso, se gira bruscamente pero la niña ha desaparecido. Asustado, detiene el coche en medio de la tormenta y baja para dar crédito a sus ojos. El cielo llora desconsoladamente y el hombre roto queda empapado en milisegundos. La niña ha desaparecido. Otro relámpago. No ha sido un sueño. Otro trueno. La niña ha desaparecido. Lo constatan las decenas de carteles mojados con la foto de la niña rubia que le rodean, que hay por todo el maldito pueblo: 

Se busca a María, la hija del Alguacil. La última vez que alguien la vio, estaba dibujando cerca del acantilado…

El baño

Miércoles. Estoy cansado. He tenido un día con un poco de todo, menos orgías interraciales. Nada grave. Pero me hago mayor y estoy agotado de pensar. Luego existo mucho. No sé que coño hago delante del ordenador. Hace un momento ha pasado por mi lado el precioso culito tanga de mi princesa y en lugar de correr a follármela inmediatamente me he quedado aquí, sentado, esperando la puta inspiración. Hoy no estoy inspirado, joder… 

Lo mejor que podría hacer es irme a dormir. A la puta cama, hombre. Pero no, el reto de la semana es escribir sobre el baño. El jodido baño. Gracias, señor Jones. 

El cuarto de baño es mi santuario. Mi lugar de recogimiento. Mi monasterio de mierda. Siempre cierro la puerta con pestillo. Incluso de madrugada. Para mí cagar es sagrado. Allí medito sobre mi función en este mundo. Sin telones. Prefiero las toallitas húmedas. Una de las cosas que tengo clara en esta vida es que nadie debe ver nunca mi cara enrojecida, con esa vena azul hinchada en la frente, mientras trato de expulsar de mi cuerpo dos big mac, unas patatas grandes y medio litro de ketchup. Y mucho menos mi princesita. Porque son imágenes que quedan esgrafiadas en las pupilas receptoras y que jamás se borran. El sexo nunca vuelve a ser lo mismo. Porque a la que te pones rojo de pasión, con cara de torito bravo español, el cerebro de tu pareja conecta con la terrible imagen almacenada, esa que quiere borrar pero no puede, esa en la cual apareces sentado, con los putos gallumbos por los tobillos, las piernas peludas, la barriga colgando un poco y una congestión comparable con la entrada a Barcelona en hora punta. Y tu pareja deja de lubricar. Porque para ella ya no eres una persona. Eres un jodido caganer. 

Otra cosa muy distinta es la bañera. La bañera mola. Mejor dicho, molaba. Desde que soy ecogilipollas ya no me baño mucho con mi princesa. Me da cosa ser el responsable de la desertización del mundo. Pero hace unos años, cuando todavía no era consciente del riesgo al que estaba sometiendo al planeta, me encantaba bañarme con ella. Encarados. Con nuestros genitales rozándose. Los genitales son la polla y el coño, ¿eh? No seáis malpensados. Me encantaba ver sus tetitas puntiagudas apuntando al techo. Sus piernas, sus muslos, su carita de mala liberando una y otra vez mi glande. El glande es en poesía el equivalente a la punta de la polla en un bareto de carretera. Y al final de tanto liberar, yo, que en el fondo soy un ilustrado nato, hacía una correcta imitación del gran Arquímedes gritando: EUREKA!!!

sábado, 2 de mayo de 2015

Facebook, ese jodido chivato

- ¿Quién es Sara García, cariño? - pregunta mi media naranja, con ese tono entre inocente y amenazador que tanto me acojona, desde el ordenador de su despacho. 

- ¿Sara García? Nadie. Una conocida del Facebook – respondo entrecortado como un auténtico gilipollas, mientras trato de averiguar cómo demonios ha detectado a Sara de entre los 540 amigos que tengo. 

- ¿Nadie? Pues a nadie se le desbocan dos tetazas por un escote de escándalo... cariño – agrega constatando que no es tonta ni ciega, algo que por supuesto yo ya sabía, después de casi 20 años de matrimonio. 

- Creo que no se las puede quitar cuando entra al Facebook, caramelito – respondo con ese sentido del humor tan inapropiado que tengo en los momentos cruciales de mi vida. 

- ¿No recuerdo que me hayas hablado nunca de ella... es una antigua compañera del instituto? - pregunta capciosamente, esperando que los nervios me delaten, puesto que Sara tiene 22 años... 

- No, mi vida. Del instituto, no. Creo que me pidió amistad hace unos días a raíz del grupo aquel al que pertenezco... El de Amantes de los Animales en Peligro de Extinción... ¿Recuerdas que te comenté algo? 

- Sí, recuerdo que me comentaste que la gran mayoría de los participantes eran contemporáneos de los dinosaurios y yo hasta me reí de tu estúpida ocurrencia. Pero bueno... Como estás tan metido en el tema y yo siempre he sido una persona curiosa... Dime, cariño, ¿las zorras también están en peligro de extinción? 

- Estoooo... pues no lo sé. La verdad, no estoy tan puesto como te piensas. Pero le preguntare a Jorge... mi vida – respondo con las venas de la cabeza bombeando sangre a chorrazos. 

- No, si yo lo decía por tu amiga Sara... Sara García - me dice utilizando un tono de voz que podría hacer estallar toda una cristalería de Bohemia o, en su defecto, un osito de peluche grande. 

- ¿Mi amiga Sara? ¿Qué te hace pensar que es mi amiga? - pregunto como un auténtico suicida. 

- Sí, cariño. Tu amiga. Tu amiguita, para ser más exactos. Que además de zorra es subnormal, porque acaba de escribir una nota para quedar contigo y echarte un polvo y la ha colgado en tu muro... 

- Esto tiene una explicación, caramelito... 

- Seguro que sí. Pero a mí ya no me interesa. Haz las maletas, capullo, te vas con otro animal en peligro de extinción: tu puta madre...

Insomnio

Paseo por las calles de Barcelona. ¿Suena bien, eh? Pues no. Son las jodidas 3 de la madrugada. Las Ramblas están repletas de metros cuadrados pero no seré yo quién los cuente. Paseando por ellas, hay tal cantidad de idiotas que dudo de la existencia de un Dios que regule absolutamente nada. Aunque sé perfectamente que existe. Pero esas jodidas partidas de póquer con Alberto lo distraen demasiado. No se centra en su trabajo. Burócratas. Barcelona. La noche. Las Ramblas. Mi puto insomnio... ¿Quién da más? 

Sufro insomnio desde hace siglos. He intentado de todo pero nada funciona. He escuchado a Simon & Garfunkel, he visto El Paciente Inglés en versión original, he leído a Saramago a la luz de una vela antimosquitos... Incluso he mezclado Anís del Mono con Valium, pero lo único que consigo es varias semanas de migraña, algo que nada tiene que ver con las aves. Así que, para bien o para mal, he tenido que adecuar mi vida a mi disfunción. Y creo sinceramente que de paso le hago un bien a esta sociedad de mierda. 

Un grupo de jóvenes borrachos hace que el desembarco de Normandía parezca un picnic. Hijos de puta... Con el dolor de cabeza que tengo. Uno se acerca y me habla en algo parecido al griego pero con los ojos muy rojos. Mi primer impulso es mandarlo a tomar por culo pero si es griego igual hasta le gusta. Opto por ignorarlo educadamente porque todos tenemos una mala noche. El chaval insiste y me agarra el brazo en un acto suicida que me pone la piel de gallina. Le sonrío, me mira, me suelta y se mea encima... 

Una puta contemporánea de Gengis Khan me ofrece una mamada por 10 euros; 5 sin la dentadura postiza. Le miento y le digo que ya he salido chupado de casa, algo muy divertido que he leído en un libro que trata sobre la vida de un cruasán. Aunque la verdad es que yo soy más de ensaimadas, como El Cordobés. La puta insiste un poco para lo vieja que es pero como solo tiene una pierna cae al suelo cuando el bastón se le queda pegado en un chicle. Cerdos. Me insulta en rumano que es algo que siempre me llena de nostalgia... 

Bajando por Las Ramblas a mano derecha, dónde la esperanza es tan solo algo que gobierna en la Comunidad de Madrid, un grupo de seis yonquis miran fijamente a la Muerte. Tal vez hoy no sea su día pero la Muerte puede esperar eternamente. Es jodido. Esta noche está especialmente guapa. La Muerte, digo. Porque imagino que ya nadie es tan idiota como para creer que la Muerte es una jodida calavera vestida de luto, ¿no? La Muerte esta noche está para matarla a polvos... Pero yo prefiero el sexo seguro. 

Una putita negra me ofrece una mamada a un precio razonable. Es tan joven y hermosa que podría ser una diosa. Sin embargo, y aunque su sonrisa rivaliza con un tajo de sandia, tiene los ojos más tristes de todo el planeta. Está claro que no es feliz. Le digo que sí y me lleva a la habitación más pequeña y deprimente de todo el Raval. Al verla desnuda me pido un completo. Me la follo durante dos horas y se queda dormida como un ángel de Machín. Yo contemplo insomne como la luna llena vigila a los seres de la noche... 

La puerta se abre de repente con una violencia desagradable. Un tipo con las medidas de un armario Ikea, grande y montado, despierta a mi diosa, que tiembla como un jodido flan. O como dos. Y es entonces cuando sale el voluntario social que llevo dentro. No os quiero engañar. También tengo hambre. Salto a la yugular del armario sueco mientras mi diosa se desmaya de la impresión. Demasiada sangre. Ceno. Cojo a mi nueva compañera de sexo, luego ya se lo comunicaré oficialmente, y volvemos volando a casa...

La carretera 109

Jueves. Es de noche. Pero no hay luna. Llueve a cántaros. Las dos figuras se miran fijamente, separadas por la Carretera 109.

A lo lejos viene un coche a gran velocidad. Lo pilota un hijo de puta con suerte. Luce unas gafas negras, por si algún día varía bruscamente la rotación de la Tierra y sale el Sol a las dos de la madrugada. Su sangre es puro Jack Daniels. Lleva 20 kilómetros disfrutando de una mamada tan comercial como excepcional. Busca urgentemente un motel para poder follarse a su puta hasta hacerle llorar esperma. Todo un caballero…

- ¿Esperas a alguien, capullo? – pregunta Acham entre relámpagos.
- Espero a una prostituta, maldito engendro del infierno.
- Qué casualidad, yo espero a un hijo de puta… Igual son familia.
- Lo dudo – responde Baraquiel, algo incómodo por la inesperada presencia del demonio.
- ¿De qué muere tu puta, capullo? - pregunta Acham como si le importara algo.
- Se ahoga en esperma – responde el ángel. ¿Y el tuyo, Acham?
- Se destroza el esternón contra aquél puto árbol de allí.

El coche enfila por la Carretera 109. Jones no aguanta más. Lleva una semana sin correrse por motivos geográficos y la maldita zorra le está haciendo una mamada divina. Sin duda merece subir al cielo de rodillas. Jones siente como empieza a resecarse su médula espinal. Siente rigidez en el esternocleidomastoideo. Señal inequívoca de que el orgasmo está a punto de salir expulsado violentamente en forma de leche por su magnífico capullo…

Dios lanza un dado y saca un jodido 1. Enfadado patea una nube donde tres ángeles tocan el arpa, imitando torpemente a Harpo Marx. Se produce un silencio agradable. Satanás lanza su dado y saca un 6. Sonríe y bonifica a la prostituta con unas tragaderas sobrenaturales. Einstein estaba equivocado. A Dios le encanta jugar a los dados. Perder ya es otro tema…

Jones se corre a litros. El coche zigzaguea en cada bombeo de semen. GLUP, derecha, GLUP, izquierda, GLUP, derecha. La prostituta consigue, no sin dificultades, ir tragando toda la proteína de su jodido cliente. Jones pierde el poco sentido que le quedaba, pero lo recupera de inmediato para poder esquivar un árbol que bien podría ser un ciprés. O un castaño. Sin embargo, no puede evitar llevarse por delante a un tipo con unas enormes alas. El impacto viene acompañado de un FLOP y una lluvia de plumas blancas. Al otro lado de la carretera se oye una risotada diabólica y un ataque de tos. Jones se hace con el control del coche y de su mente, y pisa de nuevo el acelerador. La prostituta se reincorpora sonriendo, ajena a la realidad.

- ¿Qué te ha parecido, maldito cabrón?
- Pues me parece que acabo de atropellar al jodido gallo Claudio.
-¿Qué? – pregunta la puta como si supiera quién es el gallo Claudio.
- Nada. Olvídalo – contesta Jones, alejándose de la Carretera 109 como alma perseguida por el diablo…

viernes, 1 de mayo de 2015

Oscuridad

La oscuridad me da miedo. Mucho miedo. Desde que tengo uso de razón. Y de eso hace más o menos dos años, cuando todavía llevaba pañales y mearse no suponía ningún riesgo. Ahora ya tengo seis y voy a Primero. Ahora, mearse por la noche está mal visto... 

Todas las noches, cuando mi madre me besa y me tapa con la sábana hasta la cabeza, empieza mi particular infierno. Siempre le pido que deje una luz encendida. Ella siempre me responde que no. Aunque lloro, no cede. Y tengo que dormirme entre las oscuras tinieblas que me rodean. 

Mis padres no me creen, pero en varias ocasiones un terrible monstruo infernal me ha atacado. Aunque algunas mañanas les haya enseñado los cardenales que aparecen por todo mi cuerpo, ellos ni caso. Mi madre llora un poco. Supongo que cree que su hijo pequeño se vuelve loco, debido a la gran cantidad de programas de tele que veo. Me encanta ver la tele. Y jugar a fútbol... 

Si el monstruo me golpea la noche del viernes, mi padre, al día siguiente me lleva a jugar a fútbol o me compra montones de revistas y figuras de Pokémon. Mi padre es un tipo guay. Aunque tampoco me cree, al menos trata de detener mi precoz locura con grandes dosis de diversión. Ojalá estuviera en casa cuando el monstruo me ataca. Pero desgraciadamente trabaja hasta muy tarde y siempre llega mucho después de que me vaya a dormir. Si mi padre estuviera en casa, con lo alto y fuerte que es, ese maldito monstruo recibiría su merecido. Tampoco me iría mal tener tres o cuatro Pokémon, pero aunque mi madre crea que estoy un poco loco, se que los Pokémon en realidad no existen, salvo en la cabeza de los niños... 

Aquella noche mi madre parecía un poco nerviosa. Se mordía constantemente las uñas y la cena que me había preparado, dos huevos fritos con patatas, estaba casi cruda. Al verla en semejantes condiciones, no me atreví a decirle que me pasara un poco más por la sartén aquello. Creo que quería que fuera a dormir pronto. Me puse mi pijama de Tarzán, uno guapísimo que me trajo mi padre de Madrid, y me acosté con la seguridad que esa noche iba a tener visita. Con el tiempo, y también porque soy muy listo y observador (eso se lo oigo decir siempre a mi abuela), había descubierto que las visitas del monstruo venían precedidas del nerviosismo de mi madre. Tal vez ella tenía un trato secreto y maligno con el monstruo, que mi padre nunca debería saber. Pensé que si el monstruo me golpeaba otra vez esa noche, le contaría a mi padre todo lo que había descubierto. 

Antes de dormir, recé. Mi profesora de religión me había explicado que rezar es hablar con Dios. No acabo de entender muy bien quién es ese señor, pero unos niños de Tercero me dijeron que manda más que el Rey de España. Además, no necesitas teléfono, ni fax, ni correo electrónico para comunicarte con él. Puedes hablarle en cualquier momento y desde cualquier lugar y te oye. Yo supuse que Dios era algo así como un espía, como James Bond, pero a lo bestia. Total, que le pedí ayuda, le dije que si mi padre pudiera llegar esa noche antes, pillaría por sorpresa al terrible monstruo y le podría dar una grandiosa paliza. 

Me quedé dormido mucho más pronto de lo habitual y un poquito más tranquilo, puesto que seguramente Dios ya había grabado nuestra conversación y estaría buscando a mi padre para darle el recado... 

Me asusté un poco cuando oí los golpes que siempre preceden al monstruo. Debo reconocer que en principio sentí el mismo terror que en otras ocasiones, pero pronto recordé que le había pedido algo a Dios, y que si ese señor era tan competente como me habían contado, mi padre llegaría y mataría a golpes al monstruo. 

La respiración del monstruo se fue acercando y una pestuza infernal empezó a invadir toda mi habitación. Sus rugidos iban acercándose. Me tape los oídos para no escucharlo. Noté que me agarraba muy fuerte por el brazo, que me levantaba como otras tantas veces. Sabía que los golpes llegarían en breve. Pero aunque tenía miedo, estaba furioso. Estaba muy enfadado con Dios, porque no le había dicho a mi padre que viniera pronto. Y le grité, como nunca antes había gritado: 

- ¿Dónde está mi padre, maldito seas? 

El monstruo, se quedó paralizado. Y de pronto, milagrosamente, me soltó y cayó de rodillas junto a mi cama, para acabar desplomándose en el suelo. No miento cuando digo que el monstruo empezó a llorar. Debo reconocer que aunque Dios no había enviado a mi padre, tenía soluciones alternativas que hacían llorar a los monstruos terribles. 

Entonces vi como entraba otro terrible monstruo en mi cuarto. Este segundo no había venido nunca. Era más pequeño y, aunque parezca increíble, también lloraba. Yo solo con dos monstruos llorando en la oscuridad de mi habitación. Ya no tenía miedo. El segundo monstruo no vino a por mí. También se arrodilló, agarró al otro monstruo infernal como si lo quisiera abrazar. Noté el crujido de algo que podían ser huesos. Apreté tanto los dientes por la tensión del momento, que todavía hoy me duelen las mandíbulas... 

Debo reconocer que cuando los dos monstruos se levantaron sentí otra vez un poco de miedo. Pero mi sorpresa fue enorme cuando ambos se acercaron a mí, me abrazaron y me besaron. Cuando se fueron de mi habitación todavía seguía paralizado por la sorpresa y el fuerte olor que desprendían. Aquellos apestosos monstruos me habían besado. Tal vez Dios se estaba excediendo un poco con sus poderes... 

A la mañana siguiente les conté a mis padres lo sucedido la noche anterior. Estaban un poco serios y mi madre estuvo, una vez más, a punto de llorar. Cuando creí que mi padre iba a comunicarme mi ingreso inminente en un manicomio, este me sorprendió con la promesa categórica que el monstruo que tantas veces me había golpeado, no volvería jamás. 

Pasó el tiempo. Ahora ya soy mayor. Tengo diez años y voy a Quinto. Desde la promesa de mi padre no he vuelto a ser molestado ninguna noche más por el monstruo. Mi madre ha cambiado mucho. Ahora parece muy feliz. Supongo que le gustó que mi padre cambiara de trabajo. Ahora vende periódicos y revistas en el quiosco de la esquina de casa y cada noche cena con nosotros. Creo que toda la familia está engordando un poco... 

Cuando voy a dormir, mi madre me da un beso y me tapa con la sábana mientras mi padre vigila desde la puerta. Yo me quedo muy tranquilo; difícilmente nadie se atreverá con mi padre. No se si ya conté que es muy alto y fuerte... 

Publicado en Nitecuento nº 13, junio de 2001 
Publicado en el Especial “Los mejores relatos 2001 de Nitecuento”

Sapo

Ya desde muy pequeño sentí el deseo de recibir el beso de una princesa. No sabía exactamente lo que significaba beso, ni mucho menos princesa, pero en lo más profundo de mi ser empezaba a fraguarse una convicción suicida de que eso era lo que el destino tenía reservado para mí.

Al cabo de muy poco tiempo aprendí el significado de beso; era algo así como un soplido húmedo pero a la vez cálido que recibía de mi madre en las mejillas, justo cuando me iba a dormir. Aquello no me pareció demasiado trascendente, por lo que decidí esperar a descubrir el significado de princesa, con la creencia de que era la combinación de ambas palabras lo realmente fascinante.

En la comunidad donde vivíamos estaba el eterno señor Jeremías Kelogs, un anciano parlanchín que se sentía orgulloso de haber vivido y experimentado la Gran Abducción del Verano Caluroso. Explicaba una y otra vez con exasperante lentitud que un verano de hacía dos décadas, cuando estaban todos tomando el sol cerca del estanque, fue absorbido por una fuerza sobrenatural y mágica que lo elevó a más de cien árboles de altura. Estuvo flotando y dando vueltas durante días, hasta que de pronto la fuerza de la gravedad fue mayor que la que lo sostenía, y entre unos enormes gotones de torrencial lluvia fue a parar milagrosamente al centro del estanque, para gozo de alguno de sus convecinos a los que no remojó después del espectacular barrigazo.

Desde entonces, y puesto que fue el único que regresó (a excepción de Matías Badguaiser, pero este aterrizó sobre una roca de granito del tamaño de un elefante y por consiguiente no pudo explicar sus experiencias salvo en algunas reuniones ocultistas donde era invocado), se convirtió durante algún tiempo en el centro de atención y punto de referencia de toda actividad paranormal.

Dada mi necesidad e imparable interés por saber el significado de princesa y dada la negativa de mis padres a darme una explicación, fui a ver al señor Kelogs una tarde de otoño en la que las hojas caían más secas y deprisa que nunca.

El señor Kelogs estaba medio dormido cuando llegué. Abrió un ojo, detectó mi presencia y acto seguido empezó a contarme por enésima vez cómo escapó de las fauces de una Terrible Ave mientras giraba en el cielo. Traté de no ser descortés y estuve escuchando la historia hasta el final, cuando me relató exaltado su regreso a nuestra comunidad como parte del destino de nuestra raza, dictado por los Dioses. Una vez vi que se había relajado le vomité mi gran cuestión: señor Kelogs, ¿qué significa princesa?

El señor Kelogs cogió una ramita y se la puso en la boca; empezó a mascarla sin prisa, como tratando de buscar la respuesta en su increíble memoria. Se acercó a mí de una forma tan paternal que temí que me respondiera con una negativa. Pero no. El señor Kelogs habló. Habló muy despacio, como era habitual en él, como si hasta la Muerte tuviera el deber de esperarle eternamente para que acabara cada uno de sus interminables discursos. Me contó que las princesas eran seres maravillosos venidos del cielo; que su canto era mil veces más armonioso que el del ruiseñor; y que con poderes mágicos, transformaban la realidad en otra realidad diferente. Una vez más no entendí el significado de algunas palabras, como armonioso, pero creo que capté el concepto principal de toda la explicación lo justo como para que me quedara soñando despierto.

El señor Kelogs cogió aire, elevó su mirada al cielo y me dijo solemnemente: Te prepararé espiritualmente y cuando estés listo, te llevaré al lugar donde conocerás a una princesa.

Así pasé algunos años junto a él, impregnándome de sus enseñanzas, su sabiduría y de su cara dura a la hora de mandarme limpiar su casa o el terreno que la rodeaba. La verdad es que el viejo Kelogs, cuando había bebido alguna grosella confitada de más, era un tipo bastante divertido, que me sorprendió con un montón de buenos y prácticos consejos espirituales.

Un día de verano que estábamos los dos tomando el sol junto al estanque, el señor Kelogs me dijo que después de tanto tiempo a su lado yo me había convertido en algo así como su hijo y que ya era hora de que mi destino, aquél que nos había unido, se hiciera realidad. Sentí un escalofrío recorrer mi espina dorsal, aunque no supe hasta años más tarde que significaba escalofrío.

Nos preparamos para el Gran Viaje. Tardamos dos semanas en salir del valle donde había pasado toda mi vida, cuatro más hasta alcanzar una verde colina coronada por cipreses que parecían querer tocar las nubes y dos días hasta que apareció Ella.

El señor Kelogs parecía rejuvenecer por momentos ante la presencia de aquél maravilloso ser. Su piel recobraba por momentos aquél verde de su juventud y una elasticidad perdida hacía ya varios otoños. Sus ojos volvían a brillar como los de un adolescente... el señor Kelogs estaba radiante. Y entonces sucedió. La Princesa nos cogió en sus manos y besó al señor Kelogs que, sonriendo, dio un salto al suelo y se marchó cantando una canción.  Al cabo de unos metros se giró y me deseó toda la suerte del mundo. También me dijo que si yo quería, podíamos seguir viéndonos de vez en cuando. Y se fue.

La princesa me miró con unos ojos azules como el mar, en los cuales no me hubiera importado morir ahogado. Y me besó. Sentí la eternidad y el momento, sentí como mi destino crecía, como yo crecía, como toda la perspectiva cambiaba, como mi sueño se hacía realidad.

Ahora, años después de aquella maravillosa experiencia, sigo reuniéndome cada verano en la colina de los cipreses con el señor Kelogs. Él me cuenta que vive con una hermosa rana a la que le encantan sus historias. Me explica emocionado el nacimiento de sus cuatro renacuajos. Y me cuenta una vez más, como fue abducido por tercera vez y como por tercera vez cayó milagrosamente en el estanque.

Yo le explico que soy muy feliz al lado de mi Princesa, que pronto vamos a tener un hijo; que estoy metido hasta el cuello en política y que en el futuro seré el rey de todo el país. Y charlamos durante horas, y reímos y nos despedimos hasta que el futuro se hace presente y nos volvemos a reunir pero con pasados distintos, ideales para volver a conversar un año más...

Publicado en el Nitecuento nº 6, abril de 2000