Sergio
subió por las escaleras con dificultad. Si
Arquímedes levantara la cabeza me daría dos hostias bien dadas, pensó. Le
costaba respirar, pero odiaba los ascensores. Estoy haciéndome viejo. Pulsó el timbre de la puerta. Su enfermera favorita
no tardó en abrir la puerta con un cantarín Buenas tardes y acompañó a Sergio hasta la sala de estar. Durante
el corto trayecto aprovechó que la chica andaba un metro por delante para hacerle
una radiografía completa del culito. Le encantaba aquella chica. Bueno, a
Sergio le gustaban casi todas las mujeres del planeta menores de 25 años,
siempre y cuando pesaran más de 45 kilos. Una vez se hubo sentado, la enfermera
le dijo con una angelical sonrisa:
-
El doctor llegará enseguida.
-
Gracias – respondió Sergio sin poder
quitarle los ojos de encima.
La
enfermera desapareció. Sergio respiró hondo. Cada vez que se aceleraba por
algo, y ese culito perfecto era algo excepcional, se encontraba mal. No estaba
atravesando una buena época. Hacía un mes que se había quedado sin empleo. No
descansaba bien por las noches y tenía pesadillas. Por si fuera poco, su novia
le había puesto por escrito en una bonita cuartilla de color lila, llena de
corazones, un simpático ultimátum; Sergio,
amor mío... O nos vamos a vivir juntos o te vas solo al carajo.
Sonó
el timbre de la consulta. Por fin llega
el doctor. Se oyeron pasos. Tacones. Pues
no, no es el doctor. Y apareció de nuevo la enfermera bombón con una
paciente. Dios mío. A Sergio se le
pusieron los ojos como platos. Qué demonios hace esta rubia en la
consulta. Es imposible que esté enferma. De la cara de idiota de Sergio surgió
un balbuceante Buenas tardes.
La
rubia le devolvió el saludo sin apenas mirarlo, se sentó en una silla frente a
él e ignorándole respetuosamente se puso a leer una revista del corazón. Sergio
estaba en estado de shock. Desde algún lugar del cosmos le pareció oír la voz
de la enfermera repetir:
-
El doctor llegará enseguida.
Sergio
estaba encantado. No lleva sujetador, no
lleva sujetador. Escaneó con descaro cada centímetro de la rubia. Esas tetas no pueden ser reales. Estaba
impresionante. Dios, quiero reencarnarme
en su camafeo ahora mismo, quiero ser su blusa. Mientras trataba de
clonarla en su cerebro mirándola fijamente, sonó de nuevo el timbre. Sergio se
sobresaltó y perdió la concentración justo un segundo antes que la rubia le
devolviera la mirada.
-
Hola. Buenas tardes, doctor – se oyó
desde lejos a la enfermera. Una voz masculina respondió algo ininteligible y
unos pasos rápidos y firmes se desplazaron acústicamente hasta lo que debía ser
su despacho, pero por un pasillo que no daba a la sala de estar.
Al
cabo de tres minutos, el doctor Sánchez abrió la puerta de su consulta y,
mientras Sergio ya levantaba el culo de su asiento, llamó a la rubia por su
nombre:
-
Sara Fernández; puede pasar.
Sergio
trató de protestar pero se entretuvo mirando el culo de la rubia y se encontró
con la puerta cerrada en sus narices. El timbre sonó una vez más mientras a
Sergio le empezaba a doler la cabeza. Y estaba cabreado. La enfermera acompañó
esta vez a un hombre de unos 40 años a la sala de estar. El tipo no saludó a
Sergio, que aprovechó para recriminar a la enfermera que la rubia hubiera
entrado antes:
-
Perdona, bombón. Mira, los dos sabemos
que yo tenía hora con el doctor a las cinco. Y he llegado a las cinco. De
hecho, he llegado antes que el doctor. Incluso he llegado antes que la rubia. Y
ahora son las cinco y cuarto. La rubia está en la consulta y yo fuera. Explícamelo.
-
Perdone. Pero el doctor la ha tenido que
atender antes porque se trataba de una urgencia. Lo siento, mucho.
-
¿Una urgencia? ¿Y qué tiene? Unas tetas
de infarto, desde luego, pero... ¿Urgente? No sé ¿tiene un orgasmo incrustado
en el clítoris que no la deja respirar?. No me jodas.
-
Sí no le parece bien, luego lo discute
con el doctor – contestó la secretaria ruborizada por la violenta
situación. Acto seguido se dio media vuelta y regresó a su lugar de trabajo.
Sergio
volvió a sentarse. Mierda, mierda,
mierda. El tipo recién llegado le estaba clavando la mirada con desdén.
-
Y tú que miras? – pregunto Sergio,
desafiante.
-
Es usted un maleducado – respondió
el tipo.
-
Mira idiota. No estoy atravesando el
mejor momento de mi vida, así que no me toques los cojones con sermones – Sergio se encontraba
realmente mal.
-
No merece la pena discutir con alguien
como usted. Y además, debo comentarle que es usted un poeta infame – y
sacando un libro de su cartera se puso a leer.
-
Genial. Pues te callas la puta boca y me
dejas en paz.
Sergio
volvió a respirar profundamente. Calma,
calma, calma. Se encontraba fatal. Tenía ganas de vomitar. Buscó un
caramelo de eucalipto en el bolsillo y se lo puso en la boca. El frescor le
hizo eructar sonoramente un par de veces. Miró desafiante al tipo de la sala de
estar que esta vez ni se inmutó ocupado en la lectura. Me he pasado otra vez... Mierda. Empezaba a encontrarse mejor. Debo calmarme. Respirar hondo. Miró su
reloj. Las cinco y veinte. Cogió una
revista del corazón. La miró por encima, hojeándola. La cambió por otra que en
la portada tenía como reclamo a una modelo impresionante con menos ropa que un
parche de pirata. Sergio se entretuvo en el reportaje del interior donde salía
la modelo mostrando su nueva colección de tangas de baño. Una oportuna asociación
de ideas, donde el tanga hacía de hilo conductor, le llevó hasta una cuestión
que le impacientaba ¿Qué coño le estaba
haciendo el doctor a la zorra aquella? Miró de nuevo el reloj. Mierda! Las cinco y veinte! Se ha parado!
Pensó en preguntarle la hora al tipo de la sala un segundo antes de recordar
que le había llamado idiota. Y decidió que había llegado el momento de pedir
disculpas.
-
Escuche... Perdone por lo de antes. Le
pido disculpas por haberle llamado idiota. Estoy pasando una mala racha y me
pongo nervioso por nada...
El
tipo de la sala de estar guardó silencio, sumergido en la lectura.
-
Oiga, sé que he estado un poco
desagradable y lo siento.
Silencio.
-
Bien. No me perdone. Podría decirme al
menos que hora es?
Más
silencio.
-
Venga, hombre. Me estoy disculpando
– dijo Sergio levantándose y acercándose hasta el tipo que parecía estar
leyendo tranquilamente.
-
Oiga, ¿está usted bien?
Sergio
tocó al tipo en el hombro, sin lograr que se inmutara. Luego pasó la mano por
delante de sus ojos abiertos sin que hubiera reacción alguna. Mierda, pensó. Este tipo está muerto!
-
Enfermera, enfermera, ayuda!!! –
dijo yendo en dirección a la recepción donde estaba ubicada la enfermera
bombón. Al llegar a la recepción, pudo ver a la enfermera de espaldas como
buscando alguna cosa en el archivador. Realmente la clásica bata blanca le
quedaba genial con la minúscula ropa interior oscura.
-
Deprisa, ven. El tipo de la sala no se
mueve.
La
enfermera seguía estática, en pie, de espaldas. Estupenda. Esta tía esta para hacerle un traje de babas.
-Es que no me oyes? Te digo que el tipo ese
de la sala necesita ayuda, joder – y mientras se acercaba a la enfermera y
le ponía la mano sobre el hombro pudo verle la mirada perdida en el infinito.
Sergio, perplejo Qué demonios está
pasando?, fue corriendo hasta la consulta del doctor. Al abrir la puerta se
quedó a un palmo del rostro extasiado de la rubia, que estaba apoyada en la
camilla con la blusa desabrochada mostrando unos pechos agarrados con fuerza por
el doctor que estaba quieto tras ella con los pantalones bajados hasta los
tobillos. Quietos. Sin mover ni un solo
músculo de su cuerpo...
Tambaleándose,
Sergio se dirigió hasta el cuarto de baño justo a tiempo para vomitar. Mierda, mierda, mierda. Echó también
una meada, Esto no está pasando, se
lavó el rostro con agua fresca, se sentó en la taza del water y trató de
relajarse dentro de lo posible. Afortunadamente ya no tenía dolor de cabeza.
Volvió
a la consulta para asegurarse que lo que había visto era cierto. Lo era. Y la rubia tenía un culo perfecto. Puto cabrón. Una urgencia. Lo sabía. Yo lo
sabía. Luego pasó por la sala de estar. El tipo sigue leyendo. Y por la recepción, El bombón tampoco se ha movido. Aquello era demasiado para él solo.
Tengo que ir a buscar ayuda, pensó.
Pero cuando trató de salir por la puerta, ésta estaba cerrada. La llave, tengo que encontrar la llave.
Fue a la consulta y buscó en la chaqueta del doctor. Buscó en los bolsillos de
los pantalones. Buscó por los cajones sin poder dejar de mirar de reojo y con
recelo a los congelados amantes. Nada.
Nada. Nada.
Fue
al despacho de la recepción. Busco por encima de la mesa y en los cajones. Nada, nada, mierda. Se acercó a la
enfermera y buscó en los bolsillos de la bata. Aunque encontró enseguida unas
llaves en el bolsillo derecho de la bata, no pudo evitar que su mano izquierda
se perdiera acariciándole un pecho; cuando los dedos se cansaron de jugar con
el pezón se deslizaron lentamente por la cintura hasta las nalgas, apretándolas
con fuerza. Luego vuelvo por ti.
Se
fue hacia la puerta y probó sin fortuna las llaves. Mierda, mierda, mierda. Las
ventanas, pediré ayuda por una de las ventanas. Trató de abrirlas una por
una sin suerte. Parecían atrancadas. A
tomar por culo la ventana, pensó mientras cogía con fuerza una silla
golpeándola contra el cristal. La silla rebotó con fuerza y dio de pleno a
Sergio, que cayó de bruces al suelo. Perplejo. Repitió de nuevo el intento y
esta vez esquivó la silla a tiempo. ¿Este
puto vidrio es antibalas o qué?
Sergio
se acercó lentamente a la ventana. Y por primera vez, fue consciente del
silencio que le envolvía. Una vez junto a la ventana, pudo ver con horror como
todo lo que había al otro lado del cristal también estaba quieto. Peatones, coches,
palomas... Todo. Sergio empezó a reír como un loco, pasándose las dos manos por
el pelo. Abofeteó al tipo de la sala de estar. Luego se metió en la consulta
del doctor gritándole:
-
Yo estaba primero, maldito cabrón, yo,
yo, yo... Estaba primero – mientras le golpeaba inútilmente.
Se
acercó a la recepción envuelto en su locura. He vuelto, bombón. Arrancó a jirones la bata blanca a la enfermera.
Tienes un cuerpo perfecto; pero al
manosearle de nuevo los pechos sintió un repugnante helor que se le caló en lo
más interno de su ser. Sergio retrocedió, y a trompicones llegó de nuevo a la
sala de estar donde se desplomó sin fuerzas, con el tren de la cordura entrando
en una vía muerta.
La
mujer rubia gritaba en plena crisis de nervios. El tipo del libro estaba
llamando por el móvil a una ambulancia. El doctor Sánchez y la enfermera
trataban de reanimarlo, inútilmente. Y
Sergio estaba sobre un charco de vómitos y orines, recorriendo ese extraño y
desconocido camino que separaba su vida y su muerte.
El primer ascensor (elevador)
fue desarrollado por Arquímedes en el año 236 AC., que funcionaba con cuerdas y
poleas.