domingo, 16 de agosto de 2015

La huida

Supe que ya era medianoche porque al mirar junto a la ventana pude ver el poster de Mike Oldfield. Estaba claro que había llegado el momento más importante de nuestras vidas y sin embargo seguía desnudo. Me levanté con sigilo y empecé a canturrear El Barbero de Sevilla.

Napoleón Lecter y Jack Wellington, mis queridos y apestosos socios, roncaban como jodidos osos panda... Dos tonos por encima de la contraseña que tanto habíamos preparado durante meses. Después de casi cinco minutos tatareando la obra magna de Rossini decidí ser más cauto y abofetearles los mofletes.

Funcionó  a la perfección aunque, movidos por la empírica cartesiana, trataron de descubrir cuantas vueltas podían dar mis testículos antes de caer al suelo. Afortunadamente, entre la oscuridad y la confusión, experimentaron por error con Yakuza Goku, el único japonés que había sobrevivido sin un rasguño a varios hara-kiri. Un tipo con el sueño demasiado profundo...

Una vez restablecidos los vínculos afectivos de nuestra sociedad, chuté las bolas de Goku que rodaron hasta debajo de la mesita de noche. Le pregunté a Napoleón si llevaba en la mochila los enseres solicitados para nuestro genial plan de huida. Me dijo que “Oui”. Napoleón Lecter era un francés de clase alta, un tipo refinado y de exquisita educación que había sido encerrado por el mero hecho de rellenar de carne de cerdo a un vendedor de seguros. Comérselo fue solo una niñería provocada por una infancia repleta de episodios terribles. Para muestra un botón; jamás le dejaron cortar por la mitad una goma de borrar...

Miré a Jack que andaba distraído recitando a Gustavo Adolfo Becquer y le pregunté si había sincronizado su reloj. Movió la cabeza afirmativamente y dijo “Yes, it's five o'clock”. Jack Wellington era inglés. Él afirmaba que era descendiente directo de Mel Gibson, cosa que nos dejaba a todos sumidos en la más absoluta incertidumbre. Jack no era mal tipo a pesar de defender que Gibraltar era una colonia británica. Nunca le hice demasiado caso porque el tipo olía que apestaba. Lo habían metido allí por tratar de exportar al mercado chino a su querida suegra, metida en 96 botes de mermelada pequeños. Por increíble que parezca, el Ministerio de Sanidad puso muchos inconvenientes...

Nos arrastramos por el pasillo principal para evitar la atenta mirada de los dos guardias que dormían como serruchos. Una vez llegados al otro lado, le pregunté nuevamente la hora a Jack. “Yes, it's five o'clock”, me dijo con gravedad. Perfecto. Íbamos genial de tiempo. Mucho mejor de lo previsto. La puerta que teníamos delante siempre estaba cerrada con llave. Aquella noche no fue una excepción. Y eso fue un duro golpe para el grupo. Significaba que teníamos que regresar a nuestras jodidas habitaciones. Derrotados. Vencidos. Napoleón lloraba. Jack susurraba repetidamente “Oh, good my, oh, good my”. Empecé a dudar que fuera inglés pero fue demasiado tarde. La puerta se abrió violentamente hacia mi cabeza, golpeándola. Afortunadamente, llevaba mi gorra de Beisbol y rebotó hacia el Director General que pretendía follar con Gwendy Pan. Otro día os contaré su historia. Se oyeron casi simultáneamente un “crock”, un “ay” y un “katapum”.

Estuvimos en silencio una eternidad y diez segundos. Armándome de valor, le pregunté una vez más la hora a Jack. “Yes, it's five o'clock”, me  dijo con profunda tristeza. De puta madre, pensé. Todavía hay esperanza. Nos arrastramos por encima del Director General que además de estar inconsciente tenía la nariz pegada al cogote. Sangraba bastante y nosotros no somos animales salvajes, así que antes de huir le hicimos un torniquete. Probablemente fue eso, y no el golpe, lo que le mató.

Salimos por la puerta principal como Pedro por su jodida casa. Éramos libres otra vez, mierda. Libres. El sol empezaba a salir por el horizonte y nuestras mentes recuperaban la información oculta entre las tinieblas del cautiverio. Entonces vimos la sombra recortada de Mortimer Jones y me pregunté de quién serían las tijeras...

El bueno de Mortimer... Nunca hubo manera de que le echaran el guante a pesar de los sabañones. Un hijo de puta excepcional, solo comparable con Atila o la Obregón en sus mejores días. Su sonrisa podía hacer que se cagara de miedo todo un ejército. No pude contener la emoción. Los primeros rayos del Sol se refractaron en mis lágrimas y el Arco Iris apareció ante todos nosotros. Si Wagner hubiera estado allí. Pero no estaba. Sin embargo estaban ellos. Nuestros caballos. Magníficos. Montamos una vez más. Aunque volvíamos a ser invencibles, caímos varias veces durante los primeros dos kilómetros y Napoleón estuvo a punto de desnucarse. Pero nadie dijo que fuera fácil...

¿Cómo? ¿Qué no me he presentado? Pido mis más sinceras disculpas, humilde lector. Soy Gabriel, músico romántico y destructor de la Humanidad a tiempo parcial. Y uno de los Cuatro Jinetes del Apocalípsis. Es lo que tiene el pluriempleo. Que te jode. Te pone de mal humor. Vas todo el día de mala leche porque no te queda tiempo para componer tu música. Así que deja de leer y huye lo más lejos que puedas, idiota... Porque cuando oigas sonar una versión trompetera de El Barbero de Sevilla, habrá empezado el fin de tu jodido y apestoso mundo...




Parálisis

Sergio subió por las escaleras con dificultad. Si Arquímedes levantara la cabeza me daría dos hostias bien dadas, pensó[1]. Le costaba respirar, pero odiaba los ascensores. Estoy haciéndome viejo. Pulsó el timbre de la puerta. Su enfermera favorita no tardó en abrir la puerta con un cantarín Buenas tardes y acompañó a Sergio hasta la sala de estar. Durante el corto trayecto aprovechó que la chica andaba un metro por delante para hacerle una radiografía completa del culito. Le encantaba aquella chica. Bueno, a Sergio le gustaban casi todas las mujeres del planeta menores de 25 años, siempre y cuando pesaran más de 45 kilos. Una vez se hubo sentado, la enfermera le dijo con una angelical sonrisa:

- El doctor llegará enseguida.
- Gracias – respondió Sergio sin poder quitarle los ojos de encima.

La enfermera desapareció. Sergio respiró hondo. Cada vez que se aceleraba por algo, y ese culito perfecto era algo excepcional, se encontraba mal. No estaba atravesando una buena época. Hacía un mes que se había quedado sin empleo. No descansaba bien por las noches y tenía pesadillas. Por si fuera poco, su novia le había puesto por escrito en una bonita cuartilla de color lila, llena de corazones, un simpático ultimátum; Sergio, amor mío... O nos vamos a vivir juntos o te vas solo al carajo.

Sonó el timbre de la consulta. Por fin llega el doctor. Se oyeron pasos. Tacones. Pues no, no es el doctor. Y apareció de nuevo la enfermera bombón con una paciente. Dios mío. A Sergio se le pusieron los ojos como platos.  Qué demonios hace esta rubia en la consulta. Es imposible que esté enferma. De la cara de idiota de Sergio surgió un balbuceante Buenas tardes.

La rubia le devolvió el saludo sin apenas mirarlo, se sentó en una silla frente a él e ignorándole respetuosamente se puso a leer una revista del corazón. Sergio estaba en estado de shock. Desde algún lugar del cosmos le pareció oír la voz de la enfermera repetir:

- El doctor llegará enseguida.

Sergio estaba encantado. No lleva sujetador, no lleva sujetador. Escaneó con descaro cada centímetro de la rubia. Esas tetas no pueden ser reales. Estaba impresionante. Dios, quiero reencarnarme en su camafeo ahora mismo, quiero ser su blusa. Mientras trataba de clonarla en su cerebro mirándola fijamente, sonó de nuevo el timbre. Sergio se sobresaltó y perdió la concentración justo un segundo antes que la rubia le devolviera la mirada.

- Hola. Buenas tardes, doctor – se oyó desde lejos a la enfermera. Una voz masculina respondió algo ininteligible y unos pasos rápidos y firmes se desplazaron acústicamente hasta lo que debía ser su despacho, pero por un pasillo que no daba a la sala de estar.

Al cabo de tres minutos, el doctor Sánchez abrió la puerta de su consulta y, mientras Sergio ya levantaba el culo de su asiento, llamó a la rubia por su nombre:

- Sara Fernández; puede pasar.

Sergio trató de protestar pero se entretuvo mirando el culo de la rubia y se encontró con la puerta cerrada en sus narices. El timbre sonó una vez más mientras a Sergio le empezaba a doler la cabeza. Y estaba cabreado. La enfermera acompañó esta vez a un hombre de unos 40 años a la sala de estar. El tipo no saludó a Sergio, que aprovechó para recriminar a la enfermera que la rubia hubiera entrado antes:

- Perdona, bombón. Mira, los dos sabemos que yo tenía hora con el doctor a las cinco. Y he llegado a las cinco. De hecho, he llegado antes que el doctor. Incluso he llegado antes que la rubia. Y ahora son las cinco y cuarto. La rubia está en la consulta y yo fuera. Explícamelo.
- Perdone. Pero el doctor la ha tenido que atender antes porque se trataba de una urgencia. Lo siento, mucho.
- ¿Una urgencia? ¿Y qué tiene? Unas tetas de infarto, desde luego, pero... ¿Urgente? No sé ¿tiene un orgasmo incrustado en el clítoris que no la deja respirar?. No me jodas.
- Sí no le parece bien, luego lo discute con el doctor – contestó la secretaria ruborizada por la violenta situación. Acto seguido se dio media vuelta y regresó a su lugar de trabajo.

Sergio volvió a sentarse. Mierda, mierda, mierda. El tipo recién llegado le estaba clavando la mirada con desdén.

- Y tú que miras? – pregunto Sergio, desafiante.
- Es usted un maleducado – respondió el tipo.
- Mira idiota. No estoy atravesando el mejor momento de mi vida, así que no me toques los cojones con sermones – Sergio se encontraba realmente mal.
- No merece la pena discutir con alguien como usted. Y además, debo comentarle que es usted un poeta infame – y sacando un libro de su cartera se puso a leer.
- Genial. Pues te callas la puta boca y me dejas en paz.

Sergio volvió a respirar profundamente. Calma, calma, calma. Se encontraba fatal. Tenía ganas de vomitar. Buscó un caramelo de eucalipto en el bolsillo y se lo puso en la boca. El frescor le hizo eructar sonoramente un par de veces. Miró desafiante al tipo de la sala de estar que esta vez ni se inmutó ocupado en la lectura. Me he pasado otra vez... Mierda. Empezaba a encontrarse mejor. Debo calmarme. Respirar hondo. Miró su reloj. Las cinco y veinte. Cogió una revista del corazón. La miró por encima, hojeándola. La cambió por otra que en la portada tenía como reclamo a una modelo impresionante con menos ropa que un parche de pirata. Sergio se entretuvo en el reportaje del interior donde salía la modelo mostrando su nueva colección de tangas de baño. Una oportuna asociación de ideas, donde el tanga hacía de hilo conductor, le llevó hasta una cuestión que le impacientaba ¿Qué coño le estaba haciendo el doctor a la zorra aquella? Miró de nuevo el reloj. Mierda! Las cinco y veinte! Se ha parado! Pensó en preguntarle la hora al tipo de la sala un segundo antes de recordar que le había llamado idiota. Y decidió que había llegado el momento de pedir disculpas.

- Escuche... Perdone por lo de antes. Le pido disculpas por haberle llamado idiota. Estoy pasando una mala racha y me pongo nervioso por nada...

El tipo de la sala de estar guardó silencio, sumergido en la lectura.

- Oiga, sé que he estado un poco desagradable y lo siento.

Silencio.

- Bien. No me perdone. Podría decirme al menos que hora es?

Más silencio.

- Venga, hombre. Me estoy disculpando – dijo Sergio levantándose y acercándose hasta el tipo que parecía estar leyendo tranquilamente.

- Oiga, ¿está usted bien?

Sergio tocó al tipo en el hombro, sin lograr que se inmutara. Luego pasó la mano por delante de sus ojos abiertos sin que hubiera reacción alguna. Mierda, pensó. Este tipo está muerto!

- Enfermera, enfermera, ayuda!!! – dijo yendo en dirección a la recepción donde estaba ubicada la enfermera bombón. Al llegar a la recepción, pudo ver a la enfermera de espaldas como buscando alguna cosa en el archivador. Realmente la clásica bata blanca le quedaba genial con la minúscula ropa interior oscura.

- Deprisa, ven. El tipo de la sala no se mueve.

La enfermera seguía estática, en pie, de espaldas. Estupenda. Esta tía esta para hacerle un traje de babas.

-Es que no me oyes? Te digo que el tipo ese de la sala necesita ayuda, joder – y mientras se acercaba a la enfermera y le ponía la mano sobre el hombro pudo verle la mirada perdida en el infinito. Sergio, perplejo Qué demonios está pasando?, fue corriendo hasta la consulta del doctor. Al abrir la puerta se quedó a un palmo del rostro extasiado de la rubia, que estaba apoyada en la camilla con la blusa desabrochada mostrando unos pechos agarrados con fuerza por el doctor que estaba quieto tras ella con los pantalones bajados hasta los tobillos.  Quietos. Sin mover ni un solo músculo de su cuerpo...

Tambaleándose, Sergio se dirigió hasta el cuarto de baño justo a tiempo para vomitar. Mierda, mierda, mierda. Echó también una meada, Esto no está pasando, se lavó el rostro con agua fresca, se sentó en la taza del water y trató de relajarse dentro de lo posible. Afortunadamente ya no tenía dolor de cabeza.

Volvió a la consulta para asegurarse que lo que había visto era cierto. Lo era. Y la rubia tenía un culo perfecto. Puto cabrón. Una urgencia. Lo sabía. Yo lo sabía. Luego pasó por la sala de estar. El tipo sigue leyendo. Y por la recepción, El bombón tampoco se ha movido. Aquello era demasiado para él solo. Tengo que ir a buscar ayuda, pensó. Pero cuando trató de salir por la puerta, ésta estaba cerrada. La llave, tengo que encontrar la llave. Fue a la consulta y buscó en la chaqueta del doctor. Buscó en los bolsillos de los pantalones. Buscó por los cajones sin poder dejar de mirar de reojo y con recelo a los congelados amantes. Nada. Nada. Nada.

Fue al despacho de la recepción. Busco por encima de la mesa y en los cajones. Nada, nada, mierda. Se acercó a la enfermera y buscó en los bolsillos de la bata. Aunque encontró enseguida unas llaves en el bolsillo derecho de la bata, no pudo evitar que su mano izquierda se perdiera acariciándole un pecho; cuando los dedos se cansaron de jugar con el pezón se deslizaron lentamente por la cintura hasta las nalgas, apretándolas con fuerza. Luego vuelvo por ti.

Se fue hacia la puerta y probó sin fortuna las llaves. Mierda, mierda, mierda. Las ventanas, pediré ayuda por una de las ventanas. Trató de abrirlas una por una sin suerte. Parecían atrancadas. A tomar por culo la ventana, pensó mientras cogía con fuerza una silla golpeándola contra el cristal. La silla rebotó con fuerza y dio de pleno a Sergio, que cayó de bruces al suelo. Perplejo. Repitió de nuevo el intento y esta vez esquivó la silla a tiempo. ¿Este puto vidrio es antibalas o qué?

Sergio se acercó lentamente a la ventana. Y por primera vez, fue consciente del silencio que le envolvía. Una vez junto a la ventana, pudo ver con horror como todo lo que había al otro lado del cristal también estaba quieto. Peatones, coches, palomas... Todo. Sergio empezó a reír como un loco, pasándose las dos manos por el pelo. Abofeteó al tipo de la sala de estar. Luego se metió en la consulta del doctor gritándole:

- Yo estaba primero, maldito cabrón, yo, yo, yo... Estaba primero – mientras le golpeaba inútilmente.

Se acercó a la recepción envuelto en su locura. He vuelto, bombón. Arrancó a jirones la bata blanca a la enfermera. Tienes un cuerpo perfecto; pero al manosearle de nuevo los pechos sintió un repugnante helor que se le caló en lo más interno de su ser. Sergio retrocedió, y a trompicones llegó de nuevo a la sala de estar donde se desplomó sin fuerzas, con el tren de la cordura entrando en una vía muerta.

La mujer rubia gritaba en plena crisis de nervios. El tipo del libro estaba llamando por el móvil a una ambulancia. El doctor Sánchez y la enfermera trataban de reanimarlo, inútilmente.  Y Sergio estaba sobre un charco de vómitos y orines, recorriendo ese extraño y desconocido camino que separaba su vida y su muerte.






[1] El primer ascensor (elevador) fue desarrollado por Arquímedes en el año 236 AC., que funcionaba con cuerdas y poleas.

sábado, 15 de agosto de 2015

Corazón

Aquél despiadado monstruo atravesó, con sus enormes zarpas, mi esternón y me arrancó el corazón. Mis ojos, inundados de lágrimas, pudieron ver como lo dejaba caer al suelo y lo pisoteaba con fuerza y desprecio, fragmentándolo en un millar de pequeños rubíes. El sol desapareció del cielo, que se convirtió, en breves segundos, en una sábana negra y bajo mis pies se abrió el suelo; y caí por el oscuro abismo de la muerte, un pedazo de negra eternidad que parecía no tener fin...

Después de unos cuantos segundos, minutos, horas, días, años o tal vez siglos,  mi cuerpo se detuvo lentamente, depositándose sobre algo que pensé debía ser el mismísimo Infierno. Hacía bastante calor. Estuve tendido boca abajo, como una marioneta rota, durante, más o menos, otro milenio. No sentía absolutamente nada, salvo ese extraño calor. Sin embargo, pronto, las primeras y negativas sensaciones cambiaron. Oía dulces voces, oía misteriosos ruidos, veía tenues luces. Incluso distinguía algunos colores; recuerdo especialmente las tonalidades de verde musgo, marrón tierra del sur y rojo manzana. Hasta que llegó el día en que escuché las voces más cerca que nunca; sentí que era alzado y llevado en brazos hasta un cómodo lecho que podría ser perfectamente el lugar donde reposaría eternamente. Lo único que no comprendía era porqué los pensamientos y recuerdos de mi vida pasada seguían torturando mi nueva existencia presente.

Pasó otra eternidad antes que mis ojos aprendieran a ver de nuevo y distinguir a las criaturas que reían, cantaban y alborotaban a mi alrededor.  Aquel maravilloso lugar no era o no podía ser el Infierno. Era como una enorme catedral hecha de gigantescos y hermosos árboles; y por entre sus ramas se colaban cientos de rayos de una estrella parecida a nuestro Sol, que calentaba mi cuerpo. El lugar estaba habitado por decenas de pequeños y graciosos duendes que, día a día, limpiaban la fea y enorme herida de mi pecho y mojaban mis inertes labios con un néctar delicioso que me hacía sentir mejor. Decenas de hadas me cantaban y contaban historias llenas de alegría, amor, vida y esperanza...

Y mientras todas esas criaturas me cuidaban, me cantaban y me curaban, yo me olvidaba de aquél monstruo que me había arrancado el corazón...

Poco a poco, paso a paso, la eternidad fue transcurriendo. Cada vez me sentía mejor. Empecé a parpadear. Fue emocionante el día que moví un dedo, el que llamamos corazón. Lloré, notando el frescor de mis lagrimas recorriendo mis mejillas. Rápidamente, una de las hada las secó con el más suave de los pañuelos que jamás ha acariciado mi piel. Con el tiempo fui moviendo los demás dedos, pulgar, índice, anular y meñique. Y cada movimiento era preludio de mis lágrimas, única muestra de una emoción contenida por la incapacidad de hablar, gritar... 

Aprendí a hablar en silencio con mis músculos, mis tendones, mis nervios, mis vísceras. Les supliqué que volvieran a la vida, como yo lo había hecho, que me acompañaran de nuevo en una nueva existencia que debía ser mejor que la que habíamos terminado juntos hacía  siglos. Los duendes y las hadas se esforzaron más que nunca en sus tareas hacia mi persona.

Uno de los días más maravillosos fue aquél que mis pulmones decidieron volver a respirar. Un torrente de aire inundó mi ser, de tal manera, que pensé que saldría flotando de un momento a otro.  Gobernar mi propia respiración fue la primera de un sinfín de emociones olvidadas.

Hasta que un día, después de varios intentos, me levanté. Mi cabeza me daba vueltas e incluso sentí náuseas. Me dolía especialmente la espalda, los muslos, las rodillas e incluso las nalgas. Pero algunas de las hadas me sujetaron fuertemente por las axilas y me ayudaron a mantenerme en pié.

Fue así como, rodeada de una música celestial, apareció ante mí aquella imagen angelical. Aquella hermosa princesa pelirroja me regaló una mirada que encendió mi alma. Iba vestida con tan sólo una túnica blanca, que me permitía soñar con su maravillosa figura. Todo a nuestro alrededor se iluminó, como si alguien hubiera robado el sol y lo hubiera colocado especialmente allí para iluminar mi pequeño universo...

Sin embargo y de repente, un terrible, atroz y antiguo dolor penetró en mi alma atravesando mi pecho. Puse las manos sobre la enorme cicatriz de mi pecho. Aunque tenía ante mí a la mujer más hermosa que había visto en toda mi vida, no podía amarla, puesto que yo ya no tenía corazón.

Ella, con una sonrisa por la cual moriría mil veces, sacó de entre su blanca túnica una pequeña caja de oro y cristal. Y besando mis labios me regaló un nuevo corazón...

Publicat al Nitecuento nº 12, maig de 2001 

Brujas

Me despiertan unos rayos de luz solar que atraviesan perezosamente una enorme vidriera multicolor, que no se parece en nada a la triste ventana de mi habitación. Esta tampoco es mi cama. Demasiado blanda. Demasiado caliente. Mi polla está erecta, apuntando hacia algún lugar del infinito. 

Me giro para recordar quién ha sido la afortunada de la noche pasada. ¡Dios mío!. ¡Que gorda!. Primero ligar, luego beber, primero ligar, luego beber. Esa es una regla fundamental. De lo contrario puedes acabar en la cama con una de las modelos de Rubens... 

Trato de levantarme, un poco aturdido por la resaca; me muevo despacio y sin hacer apenas ruido. La cama no quiere ser mi cómplice y se queja amargamente de mis sutiles movimientos. Ella balbucea algo en sueños. 

Una vez estoy de pie, desnudo junto a la cama, le echo otro vistazo. Ni cambiando la perspectiva mejora la cosa. ¿Cómo diablos he podido pasar la noche con una tía así? Un tipo como yo, debería seleccionar un poco más el ganado... 

Aunque he estado con cientos de mujeres de distintas formas y colores, mis preferidas son las delgadas; con buenas tetas, culito respingón, guapas de cara, melena lisa, labios carnosos y coeficiente intelectual próximo al de una vaca. Primero miro fijamente sus ojos. Acto seguido les digo todo lo que desean oír. Y acabo alabando sus maravillosos labios mientras los beso. Después de invitarles a tres copas ya las tengo en un rincón, de rodillas y trabajándome la polla. Y otra más para la fantástica colección. 

Las mujeres son así de simples. Cuatro palabras y un poco de alcohol bastan para aliviar todos los complejos de inferioridad que arrastran desde la adolescencia. Eso sí, nada de conversaciones que vayan más allá de lo que pudieras hablar con un párvulo. Eso ya no las impresiona; las marea. Y mareadas no sirven para lo que las necesito. Siempre he defendido que una buena felación requiere concentración... 

Tengo muchas ganas de mear. Debo buscar el cuarto de baño, esa habitación mágica que siempre está ubicada al fondo de la casa, a mano derecha. Atravieso un salón comedor grande, todo de madera, con unos ventanales enormes que muestran unos árboles y una vegetación propios de la selva Amazonas. Hay un enorme gato negro echado junto a una chimenea con unas brasas que todavía emiten cierto calor. El gato levanta la cabeza, me mira, sonríe y vuelve a echarse. Como no me gustan esa clase de bichos, paso de acariciarle la cabeza. 

Un olor dulzón, que impregnaba todo el ambiente, castiga mis fosas nasales. Es como si todo a mi alrededor estuviera hecho de caramelo de café con leche, de esos que se quedan pegados al paladar durante horas. Decididamente, juro por mi polla que nunca más voy a beber, ni antes ni después de ligar. Algún día puedo despertar en la casa de alguna demente... 

Durante el trayecto, puedo apreciar que los muebles son de bonita madera tallada, con figuras que podríamos catalogar de étnicas, si es que eso significa algo. Hay un enorme espejo con un marco dorado en el comedor. Los cuadros que cuelgan de las paredes, todos ellos de mujeres, parecen vigilar cada uno de mis pasos. Hay un par de ellas que, aunque vestidas de época, tienen los ropajes ceñidos al cuerpo, mostrando toda su atractiva figura. Me da la sensación que aprecian la hermosura y el tamaño de mi polla. Mala suerte para ellas; yo no follo con cuadros.
  
Después de andar por un largo pasillo, en el que tengo que esquivar hasta tres escobas, llego al fondo de la casa y abro la puerta que encuentro a mano derecha; es el cuarto de baño. Limpio, muy limpio. Ventanita con magníficas vistas a la selva, un espejo del tamaño de la isla de Manhattan, y la bañera más grande que he visto en mi vida. Me llama la atención una colección de colonias y perfumes que hay en una gigantesca estantería... 

Hago la meada más larga de la historia. Sacudo mi hermosa polla una vez he terminado de mear. Realmente tengo un miembro que debería estar en un museo. Después de dos sacudidas más para hacer caer las gotas más rebeldes, ¡¡MIERDA!! me quedo, literalmente hablando, con mi polla en la mano. Sin saber muy bien porqué, levanto el brazo hasta llevar mi aparato a la altura de mi incrédula mirada y así poder observar de cerca lo sucedido. 

Efectivamente, mi mano tiene y sostiene mi polla y los huevos pegados a ella, pero todo ello despegado de mi cuerpo. Miro hacia abajo y solo puedo observar mis rodillas. Me tiemblan las piernas, siento mucho calor, luego mucho frío, fuertes nauseas y pierdo el conocimiento. 

Me despierta un suave aroma a comida unido a un terrible dolor de espalda. Mi culo no está mucho mejor. Al abrir los ojos, lo primero que veo es la sonrisa de mi última conquista; debo reconocer que vestida gana bastante; al menos oculta toda su celulitis. En ese mismo momento me doy cuenta que estoy fuertemente atado a una silla; sigo desnudo, desconcertado y además, asustado. Un instante después observo que no estamos solos. Una pelirroja increíble, que me había cepillado la semana pasada ¿cómo demonios se llamaba aquella zorra? y la morena que había estado chupándome la polla en la playa hace un mes nos acompañan, sentadas a ambos lados de la mesa. Las dos sonríen angelicalmente, cosa que no hace que me sienta mejor. 

Intento reponerme, trago saliva y cuando voy a preguntarles cuatro cosas sobre aquella extraña situación, clavo mis ojos en la fuente plateada cubierta de comida que hay sobre la mesa. Reposando sobre una montaña de deliciosas verduras está mi polla... ¡¡ASADA!! 

La pelirroja escultural se levanta, agarra un cuchillo gigantesco y un tenedor que parece un tridente robado a Neptuno y con una sonrisa me dice: 

- Deberías estar contento. Hoy nos vamos a comer tu polla... Las tres. 

Y mientras clava el tridente y la corta en pedazos, un dolor insoportable desgarra mi alma, partiéndola en dos y llevándola al mismísimo centro del infierno... 

- Publicado en el Nitecuento nº 11, març de 2001

Inmortal

El mundo, tal y como lo había visto, sentido y disfrutado en los últimos sesenta y tres años de mi vida, desapareció. Unos segundos antes estaba con dos jóvenes furcias que reventaron de placer mi castigado corazón. Ahora, sólo quedaba yo, desnudo y rodeado de la más absoluta nada. Una nada fría, oscura, negra y profunda, muy profunda... 

Apareció un puntito rojo que pronto paso a ser un punto. El punto rojo surgido en la nada fue creciendo de tamaño hasta adquirir la forma de un hombre de unos cincuenta años pero con la mirada de un anciano de dos mil. Era bastante alto y muy delgado, con el pelo largo y rizado; vestía un horrible traje rojo, que le daría apariencia de payaso de circo, si no fuera por su terrible sonrisa. 

- Bienvenido – me dijo con la voz más profunda que he oído en toda mi vida. 
- No quiero bienvenidas de ningún tipo. No he elegido morir, me gustaba vivir y gozar de la vida, así que ahórrate los discursos... 
- No pareces muy asustado... 
- Estaría asustado si estuviera ante Dios, y tú no eres Dios. Si eres quién creo que eres, deberías estar agradecido por todo lo que he hecho por ti o por tu causa mientras estuve vivo. He sido un excelente político. He engañado, mentido, manipulado, robado y extorsionado. He sembrado el miedo, el terror y el odio entre la gente durante gran parte de mi vida... 
- Cierto, y por todo ello te voy a conceder un deseo... 
- Quiero ser inmortal – le dije sin pensarlo dos veces. 

Estuvo pensativo casi un minuto. Se rasco la barbilla repetidas veces en un acto que me pareció teatral. Incluso pensé que no tenía poder para hacer realidad mi petición. Ser inmortal. Volver para seguir gozando del dinero, del poder y sobre todo del sexo. Volver a tener a cientos de mujeres a mis pies... 

- Acepto. Sin embargo, deberás luchar para que tu deseo de ser inmortal se haga realidad. Te enfrentarás a alguien que yo elegiré. Si pierdes serás condenado al Infierno. Si ganas, serás inmortal... 

Mi alma sintió un suelo húmedo, hecho de recuerdos de lo que un día fue hierba fresca. A mi alrededor sopló una brisa helada. Unos negros nubarrones aparecieron en un oscuro cielo. Y una niebla lejana fue transformándose muy lentamente en una alta y sombría figura, huesuda, esquelética, cubierta por una negra y vieja capa. Llevaba una guadaña entre sus manos. Mi alma se puso a sudar como mi cuerpo no lo había hecho en toda mi vida... Aquello era un duelo imposible. Evidentemente no tenía sentido. Me giré hacia el tipo del traje rojo, que permanecía a pocos metros de allí y le dije: 

- Él va armado con una guadaña. 
- ¿Qué arma prefieres tu? 
- ¿Puedo escoger? – le respondí con sorpresa. 
- Sí, puedes. 
- Un bazooka. 

Supe que le había sorprendido con mi petición cuando me atravesó con su mirada; pero en una milésima de segundo un bazooka apareció justo delante de mis pies. Lo cogí con cuidado. Era un modelo que conocía perfectamente. Vi que estaba cargado con un solo proyectil. No había margen para el error; no podía fallar... 

Apunté a la horrible calavera que hacía de cabeza de mi oponente. Mi alma temblaba debido a la tensión... O tal vez tenía miedo por primera vez desde hacía décadas. Su patética sonrisa forzada permaneció inalterable. Sus cuencas negras me miraron con desprecio. Empezó a caminar, acercándose lentamente. Movía la guadaña en forma de ocho con una velocidad endiablada... 

La parte de mi alma con forma de dedo índice apretó el gatillo y un proyectil salió en busca de su objetivo. Mi oponente, dejó de hacer girar la guadaña... Y recibió de lleno el impacto. Quedó hecho pedazos. 

Los huesos estaban desparramados sobre la oscura hierba en un radio de veinte metros. La vieja capa estaba hecha jirones y la guadaña había desaparecido. Una vez más había vencido y aniquilado a mi enemigo. Sin embargo, algo andaba mal. Demasiado fácil. Me giré, buscando al maldito bufón del traje rojo. Seguía allí, siempre sonriendo... 

- Él quería morir. Tú quieres la inmortalidad. Él ha muerto. Tú ya eres inmortal... 

Y mientras sus palabras seguían retumbando en lo que tiempo atrás fueron mis oídos, observé, con horror, como lentamente desaparecía de mi alma la piel y la carne que recubrían mi esqueleto. Y una gigantesca y pesada guadaña nació de entre mis manos formando parte de mi ser. Sentí un terrible calor que abrasaba mi alma y me enloquecía por momentos; antes de perder la cordura, supe que estaba condenado a ser un esclavo inmortal toda la eternidad... 

- Publicado en el Nitecuento nº 16, Nadal de 2001 
- Especial “Los mejores relatos 2001 de Nitecuento”

viernes, 14 de agosto de 2015

Una buena persona

Soy un niño bueno. Bueno. Un niño muy bueno...

El chaval apenas tiene 8 años. Sentado en los escalones que dan al jardín, permanece hipnotizado mirando el suelo. Un ejército de hormigas se está organizando para llevarse a buen recaudo el cadáver de una mosca. El chaval sonríe.

Soy un niño bueno. Bueno. Un niño muy bueno. Y las hormigas son mis amigas...

En el interior de la casa, los padres del niño han terminado de preparar la cena.

- ¿Qué debe estar haciendo nuestro mocoso que no se le oye?
- Está jugando en el jardín…
- ¿Sin hacer ruido? Me temo que algo debe estar tramando.
- Pero cielo… Nuestro niño es tan bueno que sería incapaz de matar una mosca…

Soy un niño bueno. Bueno. Un niño muy bueno. Y las hormigas son mis amigas...

¡Plas! Otra palmadita. Otra mosca cae al suelo. Otro ejército de hormigas se pone en funcionamiento. El chaval vuelve a sonreír.

-      ¡Adolf, cariño!¡A cenar!


Soy un niño bueno. Bueno. Un niño muy bueno...

lunes, 10 de agosto de 2015

Simiólogos de un desequilibrado: La alergia

Me enfrento hoy a la tercera noche con la nariz completamente tapada. Y cuando digo “completamente” no estoy haciendo ninguna exaltación de la exageración. 

De hecho, después de cenar, me he preparado dos rebanadas de pan untadas con mostaza de Dijon. La mostaza de Dijon, para los neófitos de la nouvelle cousine comentaré, tiene una particularidad parecida a la del wasabi japonés: un irresistible picor nasal que sólo se calma llorando mucho o bebiendo algo fresco y con más de 20 grados de alcohol. Menos rollo. Como diría mi dermatólogo, vayamos al grano. Hoy no he sido capaz de sentir los vapores de la mostaza. 

Mi nariz se ha vuelto insensible. No puedo oler absolutamente nada, lo cual, viviendo en una ciudad como Barcelona hasta se me antoja positivo. Lo malo es que sin olfato no sé cuando debo ponerme desodorante… 

Resulta que acabo de enterarme que la primavera empieza la semana que viene, así que puedo confirmar serenamente que estoy ante mi primera crisis alérgica de la temporada. La alergia es algo que jode mucho pero mata poco. Cuidado, que he tenido un par de crisis peligrosas a lo largo de mi vida que han terminado en urgencias de Sant Pau, pero han sido debidas a mi “gran alergia”: el marisco. 

No como absolutamente nada de marisco desde hace unos 25 años. Y eso que se os está pasando por la cabeza es obsceno y no tiene gracia.

Mi historial como alérgico es algo lamentable. Lamentable para mí, por supuesto. La verdad es que el tema del marisco lo tengo más o menos controlado y superado. Se que podría morir si se diera un desafortunado cúmulo de circunstancias y procuro estar siempre alerta. 

Pero resulta que tampoco puedo comer frutos secos. Esto es muy jodido cuando sabes que en tu vida anterior has sido un chimpancé. Me encantan los frutos secos. La reacción alérgica al fruto seco es distinta a la del marisco: me rasco como un puto mono hasta hacerme lesiones en forma de ronchas, con pérdida de sangre a escala saltamontes, con lo cual es improbable el desangrarme. 

Y finalmente, y motivo principal por el cual estoy aquí escribiendo esto en lugar de estar durmiendo, mi alergia primaveral a todo lo que respiro desde abril hasta que llega el jodido verano. Esta alergia es la que tapona mi nariz que, al ser del mismo tamaño que los Bergerac, segrega mocos como para estucar las paredes de todo el Palacio de la Zarzuela. Ayer, sin ir más lejos, estuve hasta las tres de la madrugada sentado en la cama, con la nariz más seca que el desierto del Sahara. Hoy la cosa no pinta mucho mejor…

domingo, 9 de agosto de 2015

Historias de Ceyma: Religión

La clase de religión nos la daba uno de los dos directores de la academia: Don Manuel. 

Don Manuel era una de esas personas a las que se le tiene respeto sólo mirarle los ojos, si es que tenías huevos para hacerlo durante más de dos segundos. Le recuerdo vagamente, ni muy alto ni muy bajo, ni muy gordo ni muy flaco, con gafas, poco pelo y siempre vestido de gris. 

Por aquel entonces yo ya era uno de los empollones oficiales de la clase. Un alumno modelo, tímido, callado y con un corte de pelo imposible que alejaba a todas y cada una de las chicas de la clase de mi alrededor, incluidas las menos agraciadas. 

Recuerdo que el día de autos, me hallaba sentado al lado de Óscar Peña, el que fue uno de mis mejores colegas durante años. Estábamos especialmente alegres, contentos o alborotados, no se por qué… Pero vuelvo a repetir que era algo poco habitual en un gusano de biblioteca como yo. 

El caso es que Don Manuel empezó la clase de religión, explicando con pelos y señales el emocionante pasaje que cuenta la historia del arca de Noé, el Diluvio Universal y un monte que no me acuerdo ahora mismo como se llama. 

Soy incapaz de recordar la burrada que me susurró Óscar al oído. Sólo se que, en mitad de la clase, nos entró un ataque de risa difícil de controlar. Taparse la boca sólo servía para forzar a los mocos a salir en todas direcciones. El espectáculo era lamentable. 

El director, perplejo al verme en aquellas circunstancias, nos llamó la atención. Traté por todos los medios de tranquilizarme, pero me resultaba harto difícil. El caso es que Óscar y yo seguíamos demasiados pendientes de aguantarnos la risa como para seguir el ritmo de la clase. Me esforcé tanto en concentrarme para no reír que, cuando me di cuenta que Don Manuel me hablaba ya fue demasiado tarde: 

- ¿Quiénes están hablando, señor Hierro? – entendí que me preguntaba de una manera retórica. 

Yo, que no quería delatar a mi compañero aunque fuera evidente que los dos andábamos haciendo el tarambana confesé solemnemente: 

- Yo. 

La clase entera, salvo Óscar y un servidor, explotó en una risotada que me dejó perplejo. Aquello era inaudito. Por aquel entonces yo podía ser tan divertido como un ataque de apendicitis. 

- Así que usted se salvó del Diluvio Universal, ¿no? – me preguntó muy enfadado Don Manuel. 

¿Qué yo qué? Pensé. Pero cuando aun resonaban las palabras en mi mente, se hizo la luz en mi hipotálamo. Don Manuel me había preguntado “quienes se salvaron” en una clara referencia a Noe, su mujer y todos los putos bichos que subieron al arca. Y va y le contesto que yo. De locos. 

Y fue entonces cuando Óscar, que me debía estar leyendo la mente, reventó a reír como un loco contagiándome nuevamente a mi también. Por supuesto, acabamos los dos castigados de rodillas y cara a la pizarra con los brazos en cruz. Pero aun así, era difícil dejar de reír…

sábado, 8 de agosto de 2015

Diario de un rodaje: El ensayo general (capítulo II)

Como diría mi profesora de Ciencias Naturales de séptimo de EGB (creo que se llamaba Rosa, como apunte absurdo), vayamos al tema que nos ocupa. Al ensayo en sí. Lo cierto es que aunque habíamos visto al Protagonista en foto y el tío encajaba de puta madre en el perfil del personaje de nuestro cortometraje, siempre aparece ese pesimista que todos llevamos dentro pensando en todo lo malo que puede suceder a continuación. Pero esta vez no se cumplió la jodida Ley de Murphy. No hubo tostada. Ni mermelada. Nuestro Protagonista, sólo entrar, se manifestó como es: extrovertido, alocado, provocador pero ante todo nos demostró ser un tipo maravilloso, aunque estuviera vestido.

Una de las condiciones fundamentales para acceder al papel protagonista, y aquí hago un punto y aparte un tanto extraño, era salir desnudo. No se trata de un film erótico ni mucho menos; todo llegará y lo protagonizaré yo. Pero el actor principal debía salir en bolas. Ya eran cuatro los colegas que habían rechazado tocar la gloria con los dedos en el Festival de Sitges para hacerse fotos junto a Tim Burton, sólo por el hecho de mostrar su triste y peludo culo ante las cámaras. Estábamos algo jodidos y Eduardo Noriega seguía sin responder a mis correos electrónicos. Cuando nuestro Protagonista dijo que no había ningún problema, que a él ya le parecía bien salir muy desnudo, el cielo se abrió ante mis ojos. Y aunque el día del ensayo general era la primera vez que nos encontrábamos con el Protagonista, faltaron 10 segundos u otro vaso de whisky para que se quedará desnudo delante de la Telepizza (no quiero ni pensar los daños ocasionados por la onda expansiva de queso si le llega a caer sobre la pizza ese pedazo de polla). Pero para ese tema y el de mi depresión pienso dedicar un capítulo entero aparte.

Sigamos. El ensayo general fue cojonudo. De vez en cuando nos mirábamos la Directora y yo, que os recuerdo que soy el Presidente Universal de la Productora, con la misma cara que pone Sam cuando ve por primera vez a los elfos de Rivendel. El Protagonista y la Meiga consiguieron que saltaran chispas entre ellos mientras el Ingeniero andaba presto con el extintor; mi Bruja y el Tenor, como poseídos por la electricidad del momento, funcionaron como sendos relojes suizos sin necesidad de correa.   Serían ya las diez cuando ensayamos el grito final (afortunadamente, la Directora había avisado a su vecino). El Protagonista acabó en el suelo extasiado mientras el resto flipábamos en los colores básicos de un parchís de toda la vida. Aquél cabronazo era muy bueno.

El resto de la velada fue una entrañable cena rápida. Nadie se desnudó entre porción de pizza y tragos de cerveza, lo cual hizo la digestión más placentera; y creo que a todos nos quedó la sensación de que aquello iba a funcionar, a pesar de que el pesimista que llevo dentro me repetía una y otra vez: Titanic, Titanic, Titanic...

La despedida volvió a ser una bonita historia de besos y más abrazos que hubiera hecho llorar de envidia a los Teletubbies. El ensayo general acabó cuando nos acompañaron a casa en coche el Protagonista y el Tenor; él todavía no lo sabía pero acababa de ganarse el puto papel de Protagonista. Y como dijo la Directora, mearnos en la piscina de Tim Burton (lo del Planeta de los Simios merece ser vengado de alguna manera) estaba cada vez más cerca...

viernes, 7 de agosto de 2015

El instrumento

Casi nadie podía explicarse los motivos. Los motivos de ella, claro. De él había cientos. Miles. Pero Marta se había casado con Sergio.

Marta. La más guapa de las hijas del banquero. La más simpática. La más persona. De hecho, la única con alma humana en una estirpe de cabrones de mucho cuidado. Brillante abogada que representaba siempre al más débil. Tal vez porque había estado criada por el más fuerte. Y Sergio. El puto Sergio. El eterno freak. El aprendiz de todo. El maestro de nada. El tipo gris que se ganaba la vida repartiendo paquetes por toda la comarca. Un hombre flacucho, desgarbado, de pelo rizado y ojos tan azules como la etiqueta de Font Vella.

Saliendo de la iglesia fueron sumergidos en arroz, como dos solitarias cigalas naufragando en una paella en Nairobi. La paella de la vida. Marta estaba radiante. Feliz. Su sonrisa iluminaba el mundo y, de paso, arrastraba a sus padres que en un principio siempre se opusieron a semejante relación. Hoy mostraban un ápice de humanidad. Amén.

Sergio no tenía padres. Es lo que tiene ser pobre. Todas las desgracias vienen juntas. Pero su hermano mayor, rodeado de un carrusel de niños, se sentía orgulloso de él. Cruzaron sus miradas. Y señalaron al cielo que pertenecía a sus padres desde hacia demasiado tiempo. Su cuñada le mandó un beso mientras intentaba sin éxito que uno de sus hijos dejara de comer arena.

Sergio miró a Marta. Su princesa, su reina, su diosa. Su único motivo para vivir. Se cruzó en su triste vida como un ángel y la idea de morir fue aplazada. Primero por unos momentos. Luego para toda la vida. Sus padres lo entenderían, pensó.

Marta miró a Sergio. Al hombre que la había sorprendido cada día, cada noche. Al tipo que la hacía reir. Porque Sergio era una maravillosa sorpresa ambulante. Y un excelente cocinero. Durante el año que vivieron en pecado, cuando Marta llegaba rota de defender imposibles, Sergio la esperaba con la cena preparada. Con las velas encendidas. O con montañas de cera fundida. Siempre había comprensión ante los retrasos imprevistos. Siempre había un masaje. Unas caricias sanadoras. Pero lo que a Marta le encantaba era cuando Sergio sacaba su instrumento. Su gran secreto. Y durante horas la deleitaba con un concierto maravilloso que la llevaba al nirvana espiritual. Sergio era violinista. Un gran violinista. El concierto de violín era el preludio de una sensacional noche de sexo. Porque Sergio tenía un pollón del tamaño de un melón. El puto Sergio.

sábado, 1 de agosto de 2015

Spectrum

Hoy es el día. Mi primer día. Mi gran día. Me siento emocionado, exaltado y a la vez incómodo, extraño y confundido. No hace ni cinco minutos que he aparecido en la sala de recepción. Esperaba empezar de inmediato, pero parece ser que la recepcionista no está. Sobre su mesa puedo ver un montón de papeles terriblemente desordenados, unos cuantos lápices de colores y el terminal apagado de un ordenador. También hay una centralita de teléfono, que parece estar descansando. A mi izquierda veo unas escaleras que suben... O bajan, según se mire. 

Me aburre esperar y como ya no puedo hacer gran cosa en la silenciosa recepción opto por subir hacia el supuesto primer piso. Subo despacio hasta llegar al rellano de la primera planta. A mi derecha hay una puerta metálica cerrada con llave. A mi izquierda hay una puerta ya abierta que lleva a un espacio dividido, en el que puedo reconocer hasta tres talleres, llenos de herramientas y sacos de diversos materiales. 

De repente, oigo un suave y extraño sonido, como si alguien tratara de decirme algo lo más bajito posible. Imposible. Es como un lamento de insecto, pero de insecto pequeñito; inicio una aproximación hacia la zona susurrante. No puedo entender ni media palabra de tan extraño mensaje. Me siento muy incómodo... Extremadamente incómodo. 

Aquel tipo debió avisarme de donde me colocaba. Desde un principio no me gustó su cara ni el brillo de sus ojos. Mucho hablar de mí, mucho sermonear sobre mi pasado y sobre lo complicada que era mi situación actual y muy poco sobre lo que realmente me interesaba: mi nuevo destino. Y aquí estoy con mi destino, escuchando estos malditos ruidos. 

El susurro proviene de detrás de una puerta de madera que evidentemente da a una habitación. Cada vez lo oigo más fuerte, más irritante, pero igual de incomprensible. Preparo mi entrada en la habitación. Un tremendo golpe suena a mis espaldas. Nunca pensé que pudiera asustarme y sin embargo mi corazón da un vuelco bestial. Un segundo golpe, seguido de un estallido infernal me retiene varios segundos inmóvil. Reacciono, yendo en sentido contrario a los estallidos, o sea, entrando en la habitación susurrante. 

Penumbra. No hay nadie. El viento la invade, entrando a ráfagas heladas por un agujero en uno de los enormes ventanales. Paradójico. Es el viento quién me canta su canción, cuyo significado nunca entendí y nunca entenderé. 

El cielo se oscurece –la habitación también- y empieza a llover. En pocos segundos, una tormenta -repleta de relámpagos y truenos- cae sobre mi nuevo lugar de trabajo. Tétrico... perfecto. Otro golpe. Otro estallido. Alguien va a tener mucho trabajo. Esta vez corro rápidamente hacia el sector donde se producen tales fenómenos. Llego a un lugar donde las ventanas bailan una infernal danza con el viento. Piso un montón de cristales rotos. Doy media vuelta, de regreso a las escaleras. Miro por el hueco de las mismas. Ni un alma... Aún debo visitar la segunda planta. 

Subo muy lentamente, sin hacer ningún ruido, casi flotando. No entiendo por qué no he visto a nadie en una fábrica de estas dimensiones. El tipo aquel me dijo que aquí trabajaba mucha gente, y hasta el momento no me he cruzado con nadie. De pronto –¿será verdad?- oigo una risa. Estoy seguro que procede de arriba. Subo el último tramo de escaleras con paso ágil y rápido. Al llegar arriba observo con atención la sala que aparece frente a mí. 

Justo delante, a unos doce metros, hay una enorme máquina –de unos tres metros cuadrados- que emite un calor espantoso; a mi izquierda puedo ver una docena de mesas, con cientos de herramientas sobre ellas y un mar de cristales de colores esparcidos por el suelo. A mi derecha hay una bonita colección de ventanales que me protegen del terrible temporal que ruge con furia desde el exterior. 

Risas. Proceden de detrás de la enorme máquina. Esta vez son muy claras. Y por primera vez han sonado de modo familiar, muy familiar. Oigo sonar un teléfono. Tal vez aparezca alguien dispuesto a contestar esa llamada. Pero antes, voy a descubrir al gracioso. Rodeo la enorme máquina. El teléfono sigue sonando. Empiezo a odiar esta maldita situación. No debo perder la calma... debo tranquilizarme. La risa aumenta. Y el teléfono sigue con su infernal sonido. La risa va a enloquecerme. Se está burlando de mí... Pero ¿quién se atreve? 

Rodeo rápidamente aquella gran máquina, que abrasa mi alma a cada segundo y que parece crecer un poco más a cada vuelta. La risa la rodea con la misma rapidez, haciéndose inalcanzable. Tranquilo, tranquilo. ¿Quién ha podido verme? Y si alguien lo hizo... ¿Por qué se ríe? No he vuelto para que la gente se ría de mí. Ya lo hicieron durante años, durante toda mi vida. La risa desaparece. El silencio invade el lugar. Ni tan solo oigo llover. Ya no hay truenos... Ni relámpagos. Es como si alguien hubiera decidido cubrir de algodón todo el universo que me rodea. 

Es entonces cuando aparece delante de mí aquel hombre, aquel anciano que me envió a la fábrica. Por su mirada advierto que se ha divertido mucho. 

- Siempre hago lo mismo con los novatos. Una pequeña prueba que no todo el mundo supera. No me gusta trabajar con incompetentes, cobardes, histéricos o personajes patéticos. Reaccionaste bastante bien a toda esta nueva y absurda situación. No es extraño que no encontraras a quién asustar, a quién aterrorizar. Decidí que empezaras a trabajar en Domingo. 

Creo que me gustará, que acabaré acostumbrándome, aunque esto va a ser más duro de lo que había imaginado... pero tengo tiempo, mucho tiempo, prácticamente toda la eternidad.