miércoles, 30 de septiembre de 2015

Molesta posesión infernal

Los dos jóvenes sacerdotes llamaron al timbre. Estaban convencidos de que Dios les ayudaría en tan extraño cometido. No pasaron ni diez segundos cuando la  puerta se abrió. La chica, que no tendría más de quince años, llevaba las manos decoradas con henna. Los miró con el rostro sombrío, mientras les invitaba a pasar sin decir ni una sola palabra. Juntos recorrieron un pasillo pintado todo de blanco, con dos puertas a cada lado. La decoración era tan humilde como austera. El ambiente cálido. Y toda la casa olía a te verde y a deliciosa menta. Al llegar al comedor, se encontraron con tres hombres de mediana edad, que se levantaron al verlos, mientras dos niños pequeños jugueteaban en el suelo. Se podía oir la música de una balada de Julio Iglesias procedente de la casa de algún vecino sordo o insolidario.

El patriarca de la familia se adelantó e hizo las presentaciones pertinentes, mostrando un notable dominio del castellano. Luego, invitó a los dos hombres de fe a entrar en una de las habitaciones adyacentes. Los sacerdotes se sorprendieron cuando, al abrir la puerta, percibieron una brisa helada que salía de la habitación. Una vez dentro, sintieron varios escalofríos de forma escalonada. El dormitorio apenas estaba iluminado por una pequeña lámpara, que apuntaba hacia la mesilla de noche. Habían cubierto la ventana con una tupida tela negra que no dejaba entrar ni un solo ápice de luz solar. Las paredes desnudas debían ser blancas, pero aquella luz les daba un tono mortecino, como de ceniza. Pero lo que verdaderamente hizo erizar el vello de los dos clérigos fue ver a la niña en la cama. Estaba cubierta hasta el cuello por una manta gruesa de color ocre, que sólo dejaba al descubierto unos ojos enormes y perdidos. Su rostro estaba tan pálido que brillaba en la penumbra. Una mujer, ataviada con un hiyab, estaba sentada junto a la cama. Fue presentada como la madre de la niña. No paraba de acariciar la mano de la pequeña. Sus ojos estaban hinchados de tanto llorar y su cara demacrada de tanto sufrir.

La niña llevaba en cama siete días. Apenas comía. Apenas bebía. El padre de la pequeña estaba convencido de que el demonio seguía dentro de su hija puesto que mientras dormía, repetía con menor intensidad los episodios convulsivos. La niña había sufrido los primeros ataques hacía un mes, relacionados con una epilepsia. Pero en urgencias, la niña ya no mostró transtornos. Después de una revisión les dijeron que la pequeña estaba sana. La tercera vez que visitaron el hospital, los médicos, un tanto hartos, les comentaron que la niña estaba en perfecto estado de salud. Les recomendaron un especialista, tal vez un psicólogo. Y tal vez para toda la familia. Pero cuando la pequeña tuvo la última crisis, coincidiendo con la visita de unos amigos íntimos venidos de muy lejos, llegaron a la conclusión de que no estaría de más contactar con algún especialista en materia religiosa. Un especialista en exorcismos. Y aquí es donde entraban ellos en acción.

Los sacerdotes pidieron a la familia que se les dejara solos con la niña. Lo primero que hicieron fue quitar la cortina y dejar que el sol llenara de luz la habitación. Se podían oir claramente las notas de una canción de Amaral. Vaya vecindario, pensaron al unísono porque eran gemelos.  La niña dio un respingo y cerró los ojos. Una sonrisa se dibujó en sus labios. Después de una breve revisión cutánea, buscando estigmas o señales habituales de posesión, los clérigos se sentaron a reflexionar. Tras diez minutos de intercambio de impresiones, empezaron a leer algunos pasajes de la Biblia en voz alta. La niña abrió los ojos y pidió un poco de agua. Le trajeron un vaso, que bebió a sorbos. Al leerle la increíble historia de Lázaro, la pequeña dijo tener mucha hambre, así que se le dio de comer algo de pan caliente con aceite, frutos secos y una manzana. En quince minutos la niña hablaba abiertamente y había recuperado parte del tono rosado de su delicada piel. Pero algo andaba mal. Aunque a primera vista la recuperación parecía milagrosa, no se estaba produciendo como era habitual en un caso de posesión infernal. A la falta de marcas en la piel de la niña, se añadía la no manifestación del demonio en ninguna de sus formas conocidas. Al cabo de una hora, la pequeña estaba sentada en la cama y contaba alegremente a los sacerdotes lo mucho que le gustaba ir a la escuela y jugar con sus amigas. Cantar y bailar eran otras dos de sus grandes pasiones. Y afirmó con rotundidad que de mayor quería ser como Paula Vázquez. Eso fue lo más cercano a una señal del infierno que detectaron los dos clérigos.

Tras cinco horas de rigurosa observación, sagrada lectura y afable conversación, los sacerdotes dejaron a la niña metida en la cama, pero esta vez con una radiante sonrisa en su rostro. La madre, llorando de alegría, entró como una exhalación para abrazar y besar con locura a su hija. El padre, algo más distante pero satisfecho, quiso saber si el exorcismo era definitivo. Los sacerdotes se miraron antes de explicarle que no habían encontrado ni el más mínimo indicio del Señor de las Tinieblas en su hija. Aconsejaron al patriarca que buscara en la medicina tradicional china el tratamiento adecuado, si es que la niña volvía a tener episodios convulsivos en el futuro. Aunque tal vez un neurólogo sería la solución definitiva a todos sus problemas.

Y entonces sucedió. Un grito escalofriante salió de la habitación donde habían dejado descansando a la niña. Los sacerdotes giraron sobre sus talones y entraron rápidamente. La escena que vieron les dejó perplejos. La madre estaba de rodillas en el suelo, con las manos sujetando brutalmente su propia cabeza y gritando como si fuera ella la poseída por Lucifer. La frágil y dulce niña estaba de pie en la cama, saltando y moviendo todo su cuerpo de forma compulsiva, un tanto ordinaria y algo provocativa. Su cabeza parecía estar a punto de desenroscarse en cualquier momento, mientras su melena flotaba en el aire debido a la enorme fuerza centrífuga. El padre de la criatura quedó petrificado junto a los pies de la cama. Los clérigos sacaron la Biblia, el crucifijo y el agua bendita y empezaron a vociferar en latín frases para expulsar al demonio de los cuerpos. La madre seguía emitiendo sonidos guturales, ante la mirada de reojo de ambos sacerdotes, que ya no tenían claro a quién debían realizar antes el exorcismo. El trabajo se les acumulaba, seguían leyendo a gritos y salpicando de agua bendita a la pequeña, cosa que no le hacía el más mínimo efecto redentor. Y mientras, escondida debajo de aquella especie de catarsis colectiva, seguía filtrándose la maldita y pegadiza tonadilla del Antes Muerta Que Sencilla.

jueves, 24 de septiembre de 2015

Cucaracha

La cucaracha asomó, con suma delicadeza, su linda y amorfa cabecita por entre dos baldosas que, además de tener un color feísimo y estar mal alicatadas, le servían de improvisada y rústica ventana al mundo de los humanos. Una tenue y mortecina luz, emitida por el piloto rojo del horno, iluminaba parte de su micro-universo, imitando a la perfección el poder calórico de una enana blanca ubicada a dos millones de años luz...

El negro y elegante insecto miró detenidamente a derecha e izquierda y, después de algunos segundos de duda existencial, correteó velozmente por todo el frió y blanquecino mármol de la cocina hasta alcanzar un plato con algunos restos de jugosa comida, que era lo más parecido que la cucaracha había visto en toda su vida al Paraíso, según las escrituras del Apóstol Mariachi.

A pesar de toda una serie de sucias mentiras al respecto (emitidas sin ningún tipo de rigor científico ni geográfico), cabe decir que las cucarachas son insectos muy limpios y tal vez incluso higiénicos por definición. Es por ello que no quedó ni rastro de babas (ni de ningún otro tipo de sustancia pegajosa parecida) sobre la noble piedra marmórea tras el paso del simpático animalito, a pesar de que éste iba completamente descalzo.

Gracias al hambre acumulado en las últimas seis horas (debido a un desagradable incidente con una banda de ácaros que acabaron mordiendo el polvo), la cucaracha sació su apetito devorando con lujuria gástrica unos trocitos de pollo al curry que algún niño malcriado había dejado de comer, sin ponerse a pensar en las terribles consecuencias que de ello pudieran derivarse, principalmente en la bolsa de Tokyo.

Uno de los problemas más frecuentes (y no por ello menos importante) detectado en la curiosa psicología de la cucaracha común hispánica, es su total falta de criterio a la hora de decidir cuando dejar de injerir alimentos, para así evitar reventar de gula. La cucaracha tuvo la inquebrantable y pétrea creencia de que había llegado la hora de finalizar la comilona y salir del plato, cuando una luz cegadora la sumergió en un estado de quietud hipnótica, próximo a la quietud post-mortem, también conocida vulgarmente por la Comunidad Regional de Insectos como Chaf.

La percepción de energía cinética en forma de vibraciones sonoras (que casi la hace volcar mortalmente) significaba que debía largarse urgentemente a casita, antes que la enorme, y no por ello menos fea, humana encontrara alguna cosa con la que modificar su forma y volumen en partes iguales, e inversamente proporcional a su estado de salud ideal.

Los nervios de ambas criaturas de Dios se pusieron de acuerdo en ayudar a la cucaracha en el primer y fallido golpetazo que la hembra humana dejó caer sobre el duro mármol de la cocina. Dos platos se hicieron añicos, lanzando proyectiles cárnicos y cerámicos, de un nivel mortal elevado, que pasaron por encima de la horrorizada cucaracha que llevaba escrita la palabra miedo en su rostro.

Un segundo impacto, esta vez tan cercano que pudo percibir un familiar aroma a perejil, hizo que el simpático insecto empezara a recitar en voz alta y sin complejos, alguno de los versículos más místicos sobre pecados veniales y pecadores mortales, con el fin de obtener un pase pernocta al Reino de los Cienos. Cuando sus patitas estaban a punto de estallarle debido al esfuerzo máximo por conseguir una velocidad coherente con sus ganas de vivir, observó de reojo que la humana se había retirado un poco y andaba buscando enloquecida alguna otra cosa con que finiquitar su existencia.

La distancia que le separaba del pequeño orificio en forma de huida era ya aceptable para la supervivencia, habida cuenta de la absurda estrategia empleada por su acosadora, que le había dado unos segundos vitales para alargar su vida un poco más, persiguiendo con ahínco obtener unas pautas de longevidad limítrofes a las de los quelonios...

Una vez la cucaracha llegó a la pequeña ranura de la salvación, observó horrorizada como sólo la mitad de su cuerpecito pasaba sin dificultades por aquella trampa mortal en forma de agujero. Aunque movía desesperadamente sus patitas traseras, tratando de impulsarse hacia dentro, la enorme barriga repleta de pollo al curry no pasaba aunque se untara todo el cuerpo de mantequilla. Los segundos se convirtieron en horas y la vida de aquel pobre insecto empezó a pasarle (por enésima vez en lo que llevaba de fin de semana)  por delante de sus ojos...

Fue entonces cuando sintió una fuerte y húmeda presión exterior aplicada uniformemente por todo el culo (o la parte de la cucaracha que puede adoptar sin ningún tipo de complejos ese nombre). La embestida, entre diabólica y anal, le empujó brutalmente hacia la oscuridad de su pequeño sub-mundo, mientras perdía todo contacto con la realidad que tanto apreciaba...

La hembra humana miró con expresión entre sorprendida y equina, el bote de aerosol que su marido utilizaba frecuentemente para vitaminar sin éxito los geranios que malvivían en el balcón de su casa. Profirió una larga y bonita frase repleta de palabras esdrújulas que jamás deben oír los niños menores de siete años, ni las personas propensas a la migraña. Después de coger aire,  juró por lo más sagrado de la Biblia que, el día menos pensado, cambiaría el bote de desodorante que su marido usaba inútilmente, por uno de laca barata...

La cucaracha, una vez recuperado el poco conocimiento que le quedaba, vaciló sobre su estado de salud mental durante tres minutos, hasta convencerse a sí misma, y sin mentiras, de que estaba muerta. Como todo ser muriente, busco durante cinco días al Mesías (un escarabajo pelotero con estudios esotéricos) para formularle algunas preguntas sobre la vida eterna, el más allá y la fermentación del queso de cabra, temas que le tenían muy preocupada.

Vagando como una alma en pena, hizo caso omiso a las palabras emitidas por su familia, por sus amigos de la infancia y por parte de la Comunidad de Vecinos, pensando que se trataba de histéricas sombras de su ya fenecida vida terrenal, en un patético intento de comunicarse con el más allá, o sea…con ella. Estos, a su vez, cansados de tantas gilipolleces, le colgaron la etiqueta de débil mental subsidiaria y la enviaron de safari al restaurante chino ubicado en la esquina, dónde vivió muchos años gracias a la firme creencia de que ningún ser vivo puede morir en dos ocasiones...

Hoy en día, la cucaracha es asesor bursátil en Wall Street... y está pensando en volver a casarse.

miércoles, 9 de septiembre de 2015

El desayuno

Siguiendo la línea marcada por alguien con un sentido del humor algo extraño, hoy colgaré el principio de lo que puede ser algo insoportable y tedioso a la vez: mi diario personal.  Y que mejor manera que empezar el día, que contando mi desayuno.

Desde hace una eternidad tomo soja con cereales de estos que tienen tanta fibra que Coronado lloraría emocionado sólo verme masticarlos. No existe una explicación científica a semejante idiotez. Para empezar, la soja la tomo porque un colega me dijo que somos el único mamífero que bebe leche casi toda la vida. Y eso parece ser que es malo. Claro que mi amigo no pensó en los gatos, pero como tampoco tengo claro que sean mamíferos no entré en ningún debate estéril.

Pero la soja es bebible. Tal vez no sea ni soja. Tal vez sean cacahuetes machacados y mezclados con agua sucia de algún río inmundo pero yo me la bebo con esa sonrisa imbécil del que cree que está haciendo lo debido para cumplir 96 años y parecer que sólo tiene 93. Tampoco fumo, claro. Pero eso es otro tema.

Vayamos a los cereales con alto contenido en fibra. Esos con los que Coronado haría una serie de televisión del cagarse. Es evidente, que para tragarlos tienes que haber sido un asno en otra vida y que en esta te salvaste por los pelos o por la gracia de Dios. Trato de hacer un esfuerzo para encontrar y posteriormente mencionar algún alimento más insípido y me resulta imposible. Por no hablar de esa textura acartonada que cerrando los ojos te lleva a pensar que te estás comiendo las tapas del Quijote.

Yo desayuno eso. Prácticamente todos los días de mi vida. Bueno, de mi vida actual. Porque no siempre ha sido así. Yo hube pecado. Recuerdo cuando hace años desayunaba bocadillos de bacón con queso; cuando la grasa del bacón resbalaba desde mis pringosas manos hasta los codos formando dos charcos de felicidad en forma de colesterol a ambos lados de la mesa. Y bebía cerveza fresca. Y luego me tomaba un café. Qué tiempos aquellos. Lloro al rememorar los bocatas de lomo con pimientos verdes que se te repetían durante horas; los de atún, pimiento rojo y olivas (también llamados tricolor) que hacían que tus heces parecieran banderas de exóticos países; o los de morcilla con cebolla, capaces de hacerte beber cerveza durante varios días para apagar el ardor de estómago.

Sí, amigos. Yo también viví en el pecado de la gula en su máxima expresión culinaria. En la Sodoma y Gomorra de Ferran Adrià. Qué maravillosos desayunos. Por eso ahora me encuentro en el purgatorio de los putos cereales con fibra. Para poder entrar en el cielo con un transito intestinal como Dios manda. Hay que joderse ¿no?

domingo, 6 de septiembre de 2015

La maldición

La señora Wolfgang le dijo por enésima vez a Sharon que debía dar de cenar a los niños a las 6 y acostarlos a las 8. El dormitorio estaba ubicado en el centro de la mansión y debía tener unos 50 metros cuadrados. Era una habitación mágica, diseñada por un escritor de cuentos de hadas, llena de fantásticas pinturas y un sinfín de luces  de colores que iluminaban aquel espacio sin ventanas.

Sharon asintió y finalmente se quedó a solas con Adrien y Marie. Adrien tenía 4 años y parecía sacado de un anuncio. Marie tenía 11 y era preciosa. Sharon no la tragaba. Su novio Jack, en una ocasión, había dicho algo bastante soez sobre lo que le gustaría hacer con el culo de Marie. Sharon, en lugar de dejar al gilipollas de su novio, había optado por odiar a la niña. Sin saber que un día tendría que cuidarla. Hoy era ese día.

A las 6 en punto les sirvió la cena. A las 7 los metió en la cama. Y a las 7 y media le abría la puerta a su novio Jack. La levantó por las nalgas y le comió la boca. Notó como las manos de Jack se multiplicaban para manosearle todo el cuerpo.  Y follaron en la cocina, en el baño, en el sofá y en la habitación de los señores Wolfgang, donde un ventanal enorme dejaba ver un plenilunio fantasmal.

Cuando su novio le preguntó por la habitación de los niños, Sharon sintió un escalofrío. De nada sirvió tratar de convencerlo. Su novio quería ver a Marie. Sharon estaba furiosa y asustada a partes iguales. Imploró, suplicó y hasta gritó a su novio. Lógicamente, acabó contra una pared  con una brecha en la cabeza. Y Jack encontró la habitación de los niños. Abrió la puerta y se fue hacia Marie, que estaba durmiendo plácidamente. Su sucia mirada examinó los casi imperceptibles pechos de la niña. Jack, desnudo y muy excitado, empezó a destaparla…

El señor y la señora Wolfgang regresaban de la entrega de premios. Aunque había sido una velada maravillosa, no podían dejar de pensar en sus niños. No tenían por costumbre contratar canguro. De hecho, era la primera vez en años, después de una desagradable experiencia que trataban de olvidar, sin éxito.

Jack arrastraba a Marie hacia el dormitorio de sus padres. La niña gritaba asustada. Su hermano Adrien contemplaba la escena a pocos metros, llorando desconsoladamente.

El señor y la señora Wolfgang oyeron los gritos desde el jardín. Eran espeluznantes. Abrieron la puerta y subieron escaleras arriba con el corazón en un puño. Cuando entraron en su dormitorio, el espectáculo era dantesco. Sharon, desnuda y sangrando, gritaba aterrorizada desde un rincón. La habitación estaba teñida de rojo; había sangre esparcida por todos los rincones. Y en el centro, los restos del cadaver de Jack eran devorados por unos transformados Adrien y Marie que no dejaban de aullarle a la luna llena…

jueves, 3 de septiembre de 2015

Gulam

Siempre me ha gustado comer. Engullir en gran abundancia. Devorar alimentos como un poseído por el más hambriento de los demonios del infierno.


Mi gran aliado ha sido, sin duda, mi metabolismo, poco dado a acumular grasas. Esta es la principal razón, a mi entender, por la cual mi aspecto físico ha sido siempre el de un tipo delgado. Aún así, desde hace un par de años, he variado un poco mi dieta alimenticia debido a un exceso de grasa -según mi ideal estético- en determinadas zonas de mi cuerpo.

Así pues, respeté esta dieta los primeros días de estancia en el viaje que realicé a un país extranjero, con la creencia de que sería lo más adecuado para mi estómago. Durante estos primeros días en esta gran ciudad, no tuve ningún tipo de problemas de asimilación de alimentos (léase gastroenteritis, diarreas...) siendo mi dieta alimenticia discreta y más bien correcta. Mis viajes al excusado eran regulares y puntuales como un viejo reloj suizo.

Mis problemas empezaron, realmente, hace seis días. Paseaba -en mi día libre- intentando descubrir la arquitectura de tan bella ciudad cuando tropecé con un oasis en medio del desierto... un restaurante italiano. Un aroma embriagador me agarró por el cuello y me llevó hacia una de sus mesas. De primero, ravioles al "pesto"; carne a la pimienta verde de segundo, acompañada de patatas y guarnición de ensalada. Doble de helado italiano de postre y un té para hacer la digestión más agradable.

Aquella noche, mi puntual visita al excusado fue una bonita hora para la lectura... pero nada más. Al día siguiente observe con desagrado como mi barriga había aumentado considerablemente de tamaño. Gases, pensé.

Llegada la hora de comer aterricé nuevamente en mi bienamado restaurante italiano. Comí, nuevamente en abundancia: deliciosos macarrones con salsa boloñesa cocinados por algún dios romano; doble de escalopa milanesa con guarnición de exquisitas setas, ensalada y un gigantesco helado de cinco bolas, venerado por mí como si de un tótem sagrado se tratara. Y como no, el habitual té para hacer más fácil la digestión. 

Pasados cuatro días, mi enorme barriga impedía verme los pies. Mis visitas al excusado eran tan inútiles como las rebanadas de los extremos de un pan de molde. Seguía comiendo bastante y estaba muy preocupado. 

Mis anfitriones, al contrario, se mostraban sumamente felices con mi oronda figura. Me comentaban que, normalmente, cuando una persona viaja fuera de su país pierde peso. Yo había ganado más de cuarenta kilos, todos ellos aposentados en mi enorme barriga.

Me dolía bastante la espalda, debido al peso abdominal y sentía un estiramiento -a veces doloroso- de los músculos de mi pecho. Mi esternón parecía hundido en mis pulmones y me dificultaba una ya de por sí triste respiración. No me sentía nada bien, aunque no quise molestar a mis anfitriones por un día de estancia que me quedaba. Pensé que, al llegar a casa iniciaría una rigurosa dieta...

Hoy es mi último día de estancia en esta gran y maravillosa ciudad. Mi barriga ha crecido un poco más esta noche. Apenas puedo sostenerme en pie. Necesito ayuda para calzarme y vestirme con unas ropas -viejas y muy grandes- que amablemente me han conseguido. Ya peso cincuenta kilos más que cuando llegué, todos ellos cuidadosamente ordenados en mi hermoso barrigón. Me duele, siento una enorme hinchazón; casi puedo sentir mis intestinos repletos a rebosar...

Es hora de comer. Mis anfitriones han preparado algo especial para mí. Parecen muy felices. No acierto a pensar si será por mi inmediata partida o tal vez por mi "magnifico" aspecto. Les comento que prefiero no comer demasiado, por el viaje. Sonríen. Insisten una vez más. Un dolor muy agudo nace de lo más profundo de mi ser. Después de dos platos, aparece un precioso pastel de postre. Todo tipo de frutas confitadas -traídas del paraíso- cubren su superficie, coronada por un chocolate con mi nombre escrito en deliciosa nata. 

El dolor se agudiza. Cortan el pastel. Mi trozo es enorme. Miro aterrorizado como mi mano coge la cuchara. Mis intestinos vibran. Engullo el pastel en pocos segundos. Una fuerte sacudida se produce dentro de mi ser. Oigo un estallido sordo y las caras blancas -como la cera- de mis anfitriones se tiñen de un rojo oscuro muy peculiar. 

Mientras mis ojos se van cerrando lentamente, veo mis intestinos deslizarse sobre la mesa cual tentáculos sangrientos de una bestia asesina. Solo espero que llamen pronto a un buen cirujano...

martes, 1 de septiembre de 2015

Destino redondo

Soy blanco, pequeño y de Taiwan. Y me siento orgulloso de ello. Incluso debo reconocer, en estos jodidos tiempos de globalización que corren, que soy un buen nacionalista y amo profundamente a mi país. Tengo un montón de hermanos, pero jamás he conocido a mis padres. Desde muy jóvenes nos llevaron a una especie de residencia donde hemos pasado los dos últimos años de nuestra vida, sin apenas ver la luz del Sol.

Pero han venido unos señores. Llevan bonitos uniformes azules a juego con su elegante gorra de visera. He oído que nos van a llevar a un país lejano, para participar en un evento multitudinario. Algo relacionado con la gente y el deporte de élite mundial. Parece ser que necesitan que seamos bastantes, así que todos mis hermanos vendrán conmigo. Aunque la noticia ha causado una catarsis colectiva, hay algo que no acaba de gustarme en todo ese asunto. Después de tanto tiempo viviendo en la oscuridad, no puedo creerme que nos vengan a buscar a todos y no nos separen...

El Sol nos calienta después de demasiado tiempo en las sombras. El viaje es fantástico. Atravesamos gran parte de nuestro país en un enorme camión. Aunque vamos un poco apretados no pasamos calor.

Mi primo Pong, en un terrible bache pierde el equilibrio, rebota varias veces y sale despedido por la ventana del conductor. Nunca más le volveremos a ver. Nos ponemos a cantar para aliviar las penas y, gracias al buen estado de las carreteras, llegamos pronto al aeropuerto.

La sensación que vivimos al despegar no puede ser transcrita ni explicada. Siento que me llevan al cielo. Pero la felicidad completa no existe. No sé como ha sucedido pero al mirar por una de las ventanitas del avión, veo al cuñado de mi hermana en plena caída libre, con cara de absoluta felicidad. Siempre fue un tipo extraño.

Una vez en tierra, nos llevan en furgonetas a otra oscura residencia, cosa que nos pone un poco nerviosos. Sin embargo, nos animamos los unos a los otros, cantando canciones tradicionales, con el fin de conseguir una especie de energía positiva que provoque un desenlace lleno de felicidad...

Dos días encerrados. La tensión se palpa en el ambiente. Han venido unos hombres vestidos de blanco con un bonito logotipo bordado. Por fin nos vamos. Nos colocan ordenadamente en un furgón que atraviesa Atlanta, la ciudad que nos acoge, y nos lleva a un recinto lleno de gente que ondeaba un sinfín de banderas multicolores. La competición ha empezado. La gloria nos espera.

Durante una semana mis hermanos desfilan uno a uno, participando activamente en esta inigualable competición. Algunos no han podido resistir el terrible ritmo de la misma y han acabado hechos pedazos. Otros han tenido la suerte de encontrar destinos más agradables y han terminado en buenas manos. Yo aguardo con nerviosismo mi momento. La competición está a punto de terminar y sigo aquí, sin que nadie me haga partícipe. El ambiente es colosal, formidable.

Por fin, en el último suspiro, cuando ya no queda ninguno de mis hermanos para entrar en el juego, una mano firme me toma con decisión. El silencio invade la cancha. La ostia que me da con la pala casi me hace perder el conocimiento. Soy lanzado de un lado al otro de la mesa con una fuerza brutal, durante dos interminables minutos. Creo que voy a romperme en mil pedazos, pero uno de los participantes falla el golpe, me da con su pulgar y voy a parar a la red. Una parte del público explota de alegría mientras la otra mitad permanece aplaudiendo en silencio. La mano firme me acaricia, me besa y me alza por encima de su cabeza. He alcanzado mi momento de gloria, he cumplido mi destino...