Los dos jóvenes sacerdotes
llamaron al timbre. Estaban convencidos de que Dios les ayudaría en tan extraño
cometido. No pasaron ni diez segundos cuando la
puerta se abrió. La chica, que no tendría más de quince años, llevaba
las manos decoradas con henna. Los
miró con el rostro sombrío, mientras les invitaba a pasar sin decir ni una sola
palabra. Juntos recorrieron un pasillo pintado todo de blanco, con dos puertas
a cada lado. La decoración era tan humilde como austera. El ambiente cálido. Y
toda la casa olía a te verde y a deliciosa menta. Al llegar al comedor, se
encontraron con tres hombres de mediana edad, que se levantaron al verlos,
mientras dos niños pequeños jugueteaban en el suelo. Se podía oir la música de
una balada de Julio Iglesias procedente de la casa de algún vecino sordo o
insolidario.
El
patriarca de la familia se adelantó e hizo las presentaciones pertinentes,
mostrando un notable dominio del castellano. Luego, invitó a los dos hombres de
fe a entrar en una de las habitaciones adyacentes. Los sacerdotes se
sorprendieron cuando, al abrir la puerta, percibieron una brisa helada que
salía de la habitación. Una vez dentro, sintieron varios escalofríos de forma
escalonada. El dormitorio apenas estaba iluminado por una pequeña lámpara, que
apuntaba hacia la mesilla de noche. Habían cubierto la ventana con una tupida
tela negra que no dejaba entrar ni un solo ápice de luz solar. Las paredes
desnudas debían ser blancas, pero aquella luz les daba un tono mortecino, como de
ceniza. Pero lo que verdaderamente hizo erizar el vello de los dos clérigos fue
ver a la niña en la cama. Estaba cubierta hasta el cuello por una manta gruesa
de color ocre, que sólo dejaba al descubierto unos ojos enormes y perdidos. Su
rostro estaba tan pálido que brillaba en la penumbra. Una mujer, ataviada con
un hiyab, estaba sentada junto a la
cama. Fue presentada como la madre de la niña. No paraba de acariciar la mano
de la pequeña. Sus ojos estaban hinchados de tanto llorar y su cara demacrada de
tanto sufrir.
La
niña llevaba en cama siete días. Apenas comía. Apenas bebía. El padre de la
pequeña estaba convencido de que el demonio seguía dentro de su hija puesto que
mientras dormía, repetía con menor intensidad los episodios convulsivos. La niña
había sufrido los primeros ataques hacía un mes, relacionados con una epilepsia.
Pero en urgencias, la niña ya no mostró transtornos. Después de una revisión
les dijeron que la pequeña estaba sana. La tercera vez que visitaron el
hospital, los médicos, un tanto hartos, les comentaron que la niña estaba en
perfecto estado de salud. Les recomendaron un especialista, tal vez un
psicólogo. Y tal vez para toda la familia. Pero cuando la pequeña tuvo la
última crisis, coincidiendo con la visita de unos amigos íntimos venidos de muy
lejos, llegaron a la conclusión de que no estaría de más contactar con algún
especialista en materia religiosa. Un especialista en exorcismos. Y aquí es
donde entraban ellos en acción.
Los
sacerdotes pidieron a la familia que se les dejara solos con la niña. Lo
primero que hicieron fue quitar la cortina y dejar que el sol llenara de luz la
habitación. Se podían oir claramente las notas de una canción de Amaral. Vaya
vecindario, pensaron al unísono porque eran gemelos. La niña dio un respingo y cerró los ojos. Una
sonrisa se dibujó en sus labios. Después de una breve revisión cutánea,
buscando estigmas o señales habituales de posesión, los clérigos se sentaron a
reflexionar. Tras diez minutos de intercambio de impresiones, empezaron a leer
algunos pasajes de la Biblia en voz alta. La niña abrió los ojos y pidió un
poco de agua. Le trajeron un vaso, que bebió a sorbos. Al leerle la increíble
historia de Lázaro, la pequeña dijo tener mucha hambre, así que se le dio de
comer algo de pan caliente con aceite, frutos secos y una manzana. En quince
minutos la niña hablaba abiertamente y había recuperado parte del tono rosa do de su delicada piel. Pero algo andaba mal.
Aunque a primera vista la recuperación parecía milagrosa ,
no se estaba produciendo como era habitual en un caso de posesión infernal. A
la falta de marcas en la piel de la niña, se añadía la no manifestación del
demonio en ninguna de sus formas conocidas. Al cabo de una hora, la pequeña
estaba sentada en la cama y contaba alegremente a los sacerdotes lo mucho que
le gustaba ir a la escuela y jugar con sus amigas. Cantar y bailar eran otras
dos de sus grandes pasiones. Y afirmó con rotundidad que de mayor quería ser
como Paula Vázquez. Eso fue lo más cercano a una señal del infierno que
detectaron los dos clérigos.
Tras
cinco horas de rigurosa observación,
sagrada lectura y afable conversación, los sacerdotes dejaron a la niña metida
en la cama, pero esta vez con una radiante sonrisa en su rostro. La madre,
llorando de alegría, entró como una exhalación para abrazar y besar con locura
a su hija. El padre, algo más distante pero satisfecho, quiso saber si el
exorcismo era definitivo. Los sacerdotes se miraron antes de explicarle que no
habían encontrado ni el más mínimo indicio del Señor de las Tinieblas en su
hija. Aconsejaron al patriarca que buscara en la medicina tradicional china el
tratamiento adecuado, si es que la niña volvía a tener episodios convulsivos en
el futuro. Aunque tal vez un neurólogo sería la solución definitiva a todos sus
problemas.
Y
entonces sucedió. Un grito escalofriante salió de la habitación donde habían
dejado descansando a la niña. Los sacerdotes giraron sobre sus talones y
entraron rápidamente. La escena que vieron les dejó perplejos. La madre estaba
de rodillas en el suelo, con las manos sujetando brutalmente su propia cabeza y
gritando como si fuera ella la poseída por Lucifer. La frágil y dulce niña
estaba de pie en la cama, saltando y moviendo todo su cuerpo de forma
compulsiva, un tanto ordinaria y algo provocativa. Su cabeza parecía estar a
punto de desenroscarse en cualquier momento, mientras su melena flotaba en el
aire debido a la enorme fuerza centrífuga. El padre de la criatura quedó
petrificado junto a los pies de la cama. Los clérigos sacaron la Biblia, el
crucifijo y el agua bendita y empezaron a vociferar en latín frases para
expulsar al demonio de los cuerpos. La madre seguía emitiendo sonidos
guturales, ante la mirada de reojo de ambos sacerdotes, que ya no tenían claro
a quién debían realizar antes el exorcismo. El trabajo se les acumulaba,
seguían leyendo a gritos y salpicando de agua bendita a la pequeña, cosa que no
le hacía el más mínimo efecto redentor. Y mientras, escondida debajo de aquella
especie de catarsis colectiva, seguía filtrándose la maldita y pegadiza
tonadilla del Antes Muerta Que Sencilla.