sábado, 24 de octubre de 2015

Simiólogos de un desequilibrado: El puto coche

Si habéis leído alguna de mis últimas entradas ya os habréis hecho una ligera idea del coche que tengo. Un Renault 19. Lo acabé de pagar el mes de septiembre. Hay que joderse. Desde entonces no gano para disgustos. Ha empezado a tener todas las averías que puede tener un jodido coche justo antes de Navidad y eso, como todos sabéis, es inversamente proporcional a las expectativas de Papa Noel. La semana pasada, y en un solo día, viví en mis propias carnes dos de los episodios más espeluznantes dentro de un puto coche. 

Primero, me desplazo hasta una población cercana a Lleida para un asunto de perros. Tardé dos horas en hacer un recorrido de 60 minutos porque había una manifestación de motoristas que protestaban por algo relacionado con las protecciones estas que hay en las autopistas. Total, que a la misma velocidad punta que un barco a remos me voy acercando a mi destino y me meto en un camino de estos que creen que el asfalto es un grupo heavy de los ochenta. Me paso de largo del lugar a dónde me dirigía, trato de dar media vuelta y el coche queda atrapado en un jodido lodazal que estaba oculto bajo una fina capa verde de vete a saber que clase de planta. Y yo venga acelerar hasta que el capo del coche parecía una barbacoa. Y el coche venga hundirse en el puto barro. No me lo podía creer. Idea luminosa. Marcha atrás. Marcha atrás hasta quedar a dos palmos de un barranco del tamaño de Despeñaperros y nueva intentona de escape. Humo. Más humo. El coche a 50.000 revoluciones y no había cojones de salir de la fiesta de la arcilla. Y Pamela Anderson sin aparecer. Apago el motor. Calma. Contacto. Paciencia. Cariño, salgamos de aquí. Hasta el infinito y más allá. Juego de pedales que haría llorar a Fernando Alonso. Y el coche empieza a moverse. Resbala. Se mueve. Se mueve. Se mueve, coño. Y salgo del lodazal. El coche lleva barro hasta en la guantera. Pero he salido de aquel puto agujero donde pensaba pasar las navidades. Hago las gestiones pertinentes y me piro a Barcelona.

Entrada de Barcelona. Tengo dos opciones. Diagonal o Ronda de Dalt. Ha estado lloviendo todo el día. Tomo la curva para ir por la ronda y el coche culea intentando salirse de la carretera. Como he visto tantas veces a Raikonnen salirse de la pista, tengo datos; giro el volante hacia la izquierda en plena curva a la derecha exteriorizando al Rayo Mcqueen que llevo dentro. Consigo exitosamente dar una vuelta de 180 grados, quedándome encarado a un autocar. Me cago. El tío del autocar me informa con gestos que voy en dirección contraria. Nos han jodido. Le suplico, temblando como David Summers, que me haga de escolta hasta un lugar donde pueda dar la vuelta. El conductor del autocar, al verme blanco como Michael Jackson se enrolla y me ayuda a salir de allí. Llego a casa y me meto en la cama. Duermo tres horas y al despertar todo parece un sueño. Que razón tiene Calderón de la Barca… Barca, Baaaaaaarca!!!

Simiólogos de un desequilibrado: El Coche

Tengo un coche de segunda mano. Un Renault 19, blanco, aunque como lo tengo siempre en la calle y lo lavo poco es difícil que los peatones puedan distinguir claramente su color. Yo prefiero comentar que mi coche es como los camaleones; se camufla dentro de la jungla urbana.

Lo compré hace poco más de seis años y he acabado de pagarlo hace dos meses. El coche en cuestión es contemporáneo del troncomóvil seis válvulas de los Picapiedra. Pero, qué cojones, me lleva a todas partes. O al menos me llevaba. Porque el otro día, entrando en Barcelona por la Gran Vía se paró como diciendo que hasta aquí hemos llegado. Activé las luces de intermitencia. Me puse el chaleco ese amarillo obligatorio y traté de colocar, con éxito, el triángulo para señalizar que de ahí no pensaba moverme salvo atropello mortal. Llamé a la grúa y me dijeron que como era festivo tardarían 45 minutos en sacarme de aquel infierno. Porque colapsar medio carril de entrada a Barcelona es como tener una pierna en el purgatorio y otra en la jodida caldera de Satanás.

Que la peña está loca no lo he descubierto yo, pero constatarlo debido a la experiencia personal te hace ser más consciente de donde cojones te hallas metido. Cuando los conductores veían el triángulo, en lugar de frenar aceleraban para pasar antes que el que venía por su izquierda, generando un efecto Indianápolis que hubiera acojonado al mismísimo Clint Eastwood. No debemos temer el día que Alonso decida retirarse a beber sidra en su pueblo natal porque tenemos pilotos en este país como para que Ferrari tenga que ampliar la escudería.

Finalmente llegó la grúa y el hombre que la conducía dentro; muy amable, aunque no se parecía en nada a Batman. Me salvó de aquel infierno, pero como no era mi tipo la cosa acabó sólo en amistad. Por la noche, ya en casa, tuve la extraña sensación de que nada había ocurrido. Era como si lo hubiera soñado. La vida es sueño y los sueños sueños son, como dijo el ya desaparecido Vicente Calderón. Hasta que el mecánico, ayer lunes, me dijo que iban a ser 420 euros y la voluntad.

Parece ser que dentro del coche hay un alternador (nada que ver con el ex de Concha Velasco) que no carga la batería. Y parece ser también que es importante que la batería esté cargada. Pero afortunadamente para mí, existen en el mercado cacharros de estos (alternadores) de segunda mano que son más baratos y no tendré que vender el coche para comprarme el puto alternador. Lo jodido del caso es que dudo mucho que mi buga valga actualmente 420 euros. Hay algún mecánico entre los asistentes?

Sola

Sola. Muy  sola. Demasiado sola. Una vez más y sin explicaciones. Nunca hay explicaciones. Después de los besos, el príncipe - una vez más - se convirtió en rana.

Cansada, aburrida, triste y melancólica. Zapeando ante un torrente de imágenes de programas basura escupidas sin piedad por esa ventana electrónica que algún día expulsaré del comedor de mi casa. Pensando en todo. Pensando en nada.

Fue entonces cuando lo vi. Asomando sus pequeños y oscuros ojos por debajo del mueble bar, tanteando la situación. Me asusté. No. Me sorprendí. Yo debería estar sola. Muy sola. El ratón atravesó el comedor  a velocidad endiablada y fue a parar a la cocina. Me levanté lo más rápido que pude y cerré la puerta de la cocina. Quedaron un par de centímetros desde la puerta al suelo. Mierda. Me acerqué al cuarto de baño, cogí una de las toallas más grandes y la utilicé para tapar la pequeña ranura. Lo atrapé. Lo había atrapado en MI cocina.  Genial. Siempre podía tapiar la puerta e irme a cocinar a casa de mi madre. Traté de recordar si había alguna cosa en la dichosa cocina a la que tuviera un afecto especial...

Volví al comedor. El televisor seguía vomitando imágenes de colores. Tomé un trago. Tomé dos. Tome muchos más y perdí el conocimiento que hacía meses que ya no tenía...

Me desperté. Me dolía mucho la cabeza, como si miles de ATS esquizofrénicos me pincharan en ella al unísono. Como tantos otros días no supe como había llegado a tan patética situación. Donde sí llegué, aunque balanceándome fue hasta la ducha y estuve en ella aproximadamente dos horas, vulnerando todos los tratados internacionales de solidaridad entre pueblos y conservación del medio ambiente.

Entré en la cocina, no sin antes recoger la toalla que había en el suelo (¿qué demonios hacía la toalla allí?). Me dispuse a preparar el café. Con la cafetera en el fuego abrí la nevera para sacar la mantequilla y la mermelada. Una bola de pelo marrón, con patas y cola, salió disparada de debajo de la misma, rozo mi tobillo, atravesó la cocina y fue a esconderse debajo del lavavajillas. Quise gritar, llorar, saltar, rascar y cientos de verbos más. Pero regresé a la ducha y estuve en ella otro “ratito”, tratando de eliminar la desagradable sensación que había quedado impregnada en mi cuerpo. Tenía un problema. Mejor dicho, tenía un ratón en mi cocina.

Me gustan los animales. Como pollo, ternera, cerdo, cordero y me encanta el besugo al horno. Ahora tenía un ratón cerca del horno. No, en serio. Tengo tres peces de colores, dos caracoles metidos dentro de una caja de zapatos bajo un mar de lechuga (si, lo sé, soy un poco rarita) y un par de hámsters que son la versión burguesa de lo que tenía atrapado en mi cocina. Pensé en buscar una solución que no pasara por la muerte del animalito, pues sus primos hermanos no me lo perdonarían nunca...

Soy imaginativa. Hoy en día, si eres mujer, no te queda más remedio. Entré en la cocina mirando a todos los lados y con una bolsa de la compra, esas de plástico que te dan en el supermercado y que hacen un ruido horrible. La dejé caer en el suelo y puse un trozo de queso azul dentro. El queso podía olerse desde la calle. Esperé cinco minutos subida en el mármol. Espere otros quince. A la media hora se me dormían las piernas. Después de una hora esperando que el ratón saliera a comerse el queso tuve que bajarme del mármol y, tambaleándome, me fui a la cama para dejarme caer en ella. Tenía los ojos enrojecidos de tanto mirar, mis piernas estaban azules y me daba la sensación de haber pasado los últimos seis años de mi vida esperando que el animalucho oliera el queso y quisiera comérselo. Luego pensé que, tal vez, no le gustara el queso fuerte...

Desperté. Era medianoche. Me había dormido otra vez. Fui hacia la cocina y eché un vistazo a la bolsa. Ya no había queso. Abrí la nevera para coger una cerveza... y el ratón salió corriendo hasta llegar debajo del lavavajillas. Esta vez no me tocó pero sentí un escalofrío.

Estuve dos días más sin entrar en la cocina... en MI cocina. Intentaba encontrar una solución que no pasara por la muerte del animal. Pero al entrar por la noche para ver si lo cogía desprevenido vi un montón de excrementos esparcidos por todo el mármol que revolvieron mis entrañas. Aquello debía terminar, e iba a terminar mal para alguien. Bajé al día siguiente a una droguería y pedí un veneno eficaz, de esos que matan a todo tipo de roedores y los convierte en polvo. Traté de que mis hámster no vieran la caja del veneno, para no herir su sensibilidad. Lo logré. Aquella noche dejé veneno por toda la cocina y me fui a dormir con una sensación agridulce, sintiendo - en el fondo - pena de terminar de aquella manera tan cobarde con la vida del animal.

Estuve dos días más sin entrar en mi cocina, hasta que llegó el fin de semana. Cuando por fin entré, comprobé que casi no quedaba veneno, lo que significaba que el ratón se lo había comido. Estaba dispuesta a desinfectar la cocina a fondo. Iba equipada con mis botas de agua, guantes de plástico, mascarilla de protección y ropa que seguro tiraría a la basura una vez hubiera terminado. Limpié la cocina durante tres horas con lejía y detergente, sin encontrar rastro del ratón. El veneno había hecho su trabajo. Seguro que el bicho estaba en algún rincón, muerto e hinchado como un globo... Y eso hacía que me sintiera extraña.

Desmonté algunos armarios para intentar recuperar el presunto cadáver, pero sin éxito. Quise creer que tal vez había encontrado la salida, lo que me hizo pensar - por primera vez - por donde demonios habría entrado. Terminé por fregar el suelo.

Fue un placer para mí volver a cocinar y disfruté comiendo lo que me había cocinado. Lavé los platos casi con alegría, y pasé toda la tarde viendo un par de películas que había alquilado en el vídeo club.

Después de disfrutar durante tres horas  ante el televisor, me dispuse a prepararme un bocado para cenar. Entré en la cocina, cogí el pan de molde que siempre deposito encima de la nevera y abrí ésta para coger algo de embutido ibérico. Una bola enorme de color marrón con el rabo más asqueroso del mundo pasó por delante de mis narices. El ratón parecía ahora una pelota de tenis, estaba hinchado y se movía lentamente, pero acabó como de costumbre debajo del lavavajillas. Me sentí mal. Y a su vez me sentí bien (que contradictoria que soy). Aunque aquel animal había acabado con todo el veneno que le puse, seguía vivo y más repulsivo que nunca. Y mi problema seguía vigente. Aquella noche cerré la puerta de la cocina otra vez y me fui a dormir un poco traspuesta.

Después de reclamar al tipo de la droguería, explicándole que su veneno no solo no había matado al ratón, sino que lo había hecho más grande, compré una trampa tradicional. Uno de esos artilugios mecánicos que ya usaban nuestras abuelas. Sin embargo, seguía sin encontrarme bien. Me parecía horrible acabar de esa manera con el pobre animal. Pero compartir cocina con él era algo a lo que no estaba dispuesta.

Aquella noche le puse un trocito de queso en la trampa y la dejé en el centro de la cocina. Me fui a dormir deseando que el ratón no comiera el queso, no muriera en la trampa y se fuera - por donde había entrado - a vivir al Senegal con algunos roedores de aquel lejano país. Me desperté a media noche, sobresaltada con un ruido que vino de la cocina. Me puse unas zapatillas y me acerqué con cautela. Pegué mi oreja a la puerta y traté de escuchar algún ruido más. Silencio en la madrugada. Abrí la puerta y busqué - entre sombras - con mis ojos la trampa. Mi corazón se lleno de alegría al verla sin queso... y sin el ratón.  Retiré la trampa. Cerré la puerta y me fui a dormir muy contenta, feliz de que el ratoncito me hubiera ganado la partida una vez más. No sabía que haría al día siguiente, pero aquel bicho, que se empeñaba en sobrevivir, empezaba a caerme bien.

Me desperté contenta, recordando lo sucedido de madrugada. Me duché pensando que nunca quise matar al ratón, lo que pasaba es que era incapaz de encontrar soluciones originales a situaciones extraordinarias. Me había estado comportando como una maldita histérica. Pero ahora tenía la cabeza clara. También me había dado cuenta que no bebía desde el primer día que vi al ratón. Pensé en entrar en la cocina, abrir la nevera y cuando el ratón repitiera su rutinaria trayectoria, atraparlo con una pequeña red que utilizaba mi padre para pescar pulpos. Después lo llevaría a algún parque cercano de mi ciudad, donde lo dejaría libre. Aquel ratoncito y yo ibamos a dar un bonito paseo...

Abrí por enésima vez la puerta de la cocina, pero esta vez era distinto. Estaba tranquila y sabía lo que tenía que hacer. Llevaba la red atada al palo de la fregona. Sin embargo me quedé estupefacta y paralizada por lo que vi. Había un hombre de unos treinta años, fuerte, atractivo, moreno y desnudo sentado sobre el mármol. Giró suavemente su cabeza hacia un lado y me regaló una sonrisa angelical, mirándome con sus pequeños y oscuros ojos... 


Publicat al Nitecuento nº 9, octubre de 2000 

jueves, 15 de octubre de 2015

Minero (Historias deFePé, 1980-1982)

La puerta se abrió brutalmente.  Y en mi clase, la del segundo curso, primer grado de Formación Profesional Electrónica, entró un tipo alto. Moreno de tez, con una sombra bajo la nariz llamada a ser un poblado bigote, llevaba chupa de cuero con tachuelas metálicas y tejanos tan ajustados que seguramente le estaban cortando la circulación a la altura de las ingles. Supongo que por esa razón andaba como si le hubieran robado el caballo. Me pareció un tipo bastante duro y terrorífico.

Con su entrada se produjo un insólito silencio sepulcral (habida cuenta que en mi clase somos más de veinticinco chicos). Nos encontrábamos en nuestro primer descanso del día, después de una soporífera clase de matemáticas, rebosada de interminables problemas basados en ecuaciones de segundo grado, y antes de una excitante clase de catalán, con la única profesora más joven de cincuenta años que he tenido en toda mi etapa escolar...

Recorrió, rodeado de silencio, unos cuatro metros hasta llegar junto a la enorme pizarra y la mellada mesa donde se ubicaban normalmente los profesores. Nos miró a todos como si fuéramos su rebaño particular de borregos, escupió algo verde en el suelo y nos soltó una frase de presentación muy corta pero contundente:

-        Me llamo Jorge Greñas... y soy de La Mina.

Para todos aquellos que no sean de Barcelona debo hacer un paréntesis y explicar que es La Mina. La Mina es el nombre que recibe un barrio marginal y marginado, muy próximo a la periferia de Barcelona. Uno de aquellos lugares que casi nunca aparecen en las guías turísticas. En círculos sociales bien informados en Realidad Cotidiana Barcelonesa, decir que eres de La Mina es como informar que eres inmortal o dicho de otra manera; recuerdas a todos los que te rodean que son muy mortales...

Dos segundos y medio después de tan breve discurso, y en medio del silencio que descubrió a tres o cuatro estómagos hambrientos, se levantó Quini, un tipo que podría darle una paliza a Conan el Bárbaro si ambos hubieran coincidido en el tiempo y le contestó:

-        Pues que bien. Te vamos a llamar el Minero.

Y la clase entera explotó en forma de risa, haciendo añicos el silencio que milagrosamente se había mantenido durante casi dos minutos.

Aquí voy ha realizar un segundo y último  paréntesis. Mi escuela, colegio o centro de Formación Profesional está repleto de tipos singulares y ciertamente atípicos para esa parte de la sociedad que podríamos considerar como normal. Yo he sobrevivido durante más de un curso entero gracias a mis habilidades negociadoras; a cambio de dejar copiar en los exámenes a todos los que tengo alrededor obtengo protección. Eso y un par de colegas (con los que compartí sexto, séptimo y octavo de EGB y que me tienen cogido afecto) me ha servido para convertirme en el primer y único empollón de la clase que no recibe ni una sola de la habitual ración de collejas que se reparten a diario.

Sigamos. El Minero se puso rojo de ira, tensó todos los músculos de su cuerpo (especialmente los que le sujetaban la enorme mandíbula) y la verdad es que las venas de sus ojos quedaron inyectadas de sangre. Sentí un poco de miedo. Algunas veces, cuando se reparten tortazos en cierto tipo de reyertas – ya sean individuales o colectivas -, suele caerte uno o varios golpes como sin querer, y la verdad es que Quini estaba sentado dos pupitres detrás de mí.

Miré con el ojo izquierdo a Quini mientras  iba hacia Jorge Greñas; y con el derecho vi como éste bajaba su coloración facial rápidamente hasta llegar a un blanco cera que le daba un aspecto como de Drácula pero en versión macarra. Supongo que lo último que esperaba aquél pobre tipo era encontrarse con alguien que, después de su terrible pronunciación, se atreviera a responderle. Además, la clase entera se había envalentonado y aquella situación se le escapaba por momentos de las manos.

Todo aquello me recordó un poco a un circo romano; el valiente gladiador aparece en escena con su bonito uniforme; el público aguarda en silencio; y de pronto, en lugar de salir cuatro o cinco cristianos escuálidos, aparece un león de dos mil quinientos kilos que hace que el gladiador deseé haber sido carpintero como su padre...

El Minero intentó abrir la boca para decirle algo a Quini, pero antes de que fuera capaz de articular ni una sola palabra, éste sacó un bozal de perro (¿?) del interior de su bolsillo y a la velocidad de la luz se lo puso al pobre Jorge Greñas. La verdad es que sentí algo de pena por el pobre tipo. Aunque hubiera sido un poco chulo durante algunos segundos, estaba a punto de pagar un precio muy alto. Estaba pasando del cielo al infierno en tan solo tres minutos; y tal y como le iban las cosas no conseguiría el respeto ni del más tonto de la clase aunque viviera doscientos años.

Quini le ordenó que se pusiera a cuatro patas y le dijo que iban a dar un paseo por la clase. El Minero trató nuevamente de balbucear algo incluso con el bozal puesto, pero Quini le cogió por el cuello y le obligó a ponerse de rodillas. Mis retinas siempre recordaran a Jorge Greñas, el Minero, a cuatro patas con un bozal de perro puesto y dando dos vueltas enteras al perímetro exterior de la clase, ante las risas de absolutamente todos los presentes. Debo reconocer que, aunque Quini seguramente nos libró de un nuevo chulo, aquella situación me hizo recapacitar repetidas veces del papel que todos tenemos en el universo en que vivimos. Y el papel que le tocó interpretar al Minero aquél día fue patético.

Cuando Quini se cansó de pasearlo delante de nuestras narices lo soltó y el Minero, libre de bozal y de nuevo dueño, con su chupa de cuero con tachuelas y sus vaqueros ajustados fue a sentarse solo en un pupitre cerca del fondo, donde poder lamerse todas sus heridas, que no eran tanto físicas como psicológicas, aunque tampoco le hubieran ido nada mal un par de rodilleras...

Cuando la joven profesora de catalán entró en nuestra clase, la tormenta para el Minero había pasado. La profe nos miró a todos extrañada, detectando la alta cantidad de felicidad ambiental existente, reflejada en muchas caras que todavía seguían coloradas y congestionadas por la risa. Sin embargo, ella y sus pantalones ajustados concentraron rápidamente las miradas de todos los presentes e incluso Jorge Greñas, el Minero, esbozó una leve sonrisa.  Y cuando empezó a escribir en la pizarra supimos que, al menos durante una hora, tendríamos otras cosas en que pensar...

Publicat al Nitecuento nº 19, juny de 2002 

lunes, 12 de octubre de 2015

La primera vez

Miedo. Siento mucho miedo. Primero por ella, a la que quiero con locura. A él todavía no le conozco y me resulta difícil comprender cual es el sentimiento que estoy desarrollando al respecto. Pero de una cosa estoy seguro; deseo que nazca sano. Pero todo va mal. Ha adelantado dos meses su llegada a nuestro extraño mundo. Los médicos dicen que todavía no puede nacer pero él es tan pequeño que no lo sabe. Mientras odio a dos doctoras que me ignoran, mi mujer se retuerce de dolor y sangra cada vez más. No he leído ni una décima parte de lo que ella ha leído durante los últimos siete meses de nuestra vida, pero sé que mi niño sufre en cada contracción. Y como las irresponsables no me han hecho caso, ahora tenemos que correr al quirófano porque ya nadie puede parar las ganas de salir que tiene mi hijo. Agarro con fuerza por la espalda a mi vida, que sigue sufriendo. Miro a mi alrededor. Me parece todo tan deprimente y oscuro que me siento desfallecer. Pero no puedo dejarla sola. Ahora, no. Otra bruja tortura un poco más a mi mujer que aguanta con valentía. Y de su fuerza nace un niño púrpura que no soy capaz de mirar fijamente. Me avergüenzo de mi cobardía, mientras se lo llevan urgentemente a la UCI. Y sigo agarrado a las manos salvadoras de mi princesa, para no perder el mundo de vista...

Un beso largo, sabroso y húmedo, es el preludio del paraíso. El sofá no nos parece suficiente. Vamos hacia la cama y, mientras el pasado nos mira desde una bucólica fotografía, me empuja con cariño sobre el colchón. Me desnuda lentamente, besándome con dulzura la piel. Ella lleva toda la iniciativa, mientras yo sigo paralizado e idiotizado a partes iguales. Se desnuda y me resulta imposible comprender si estoy despierto o soñando. Es tan bonita que duele mirarla. Cuando su boca empieza a devorarme, siento que el alma se me separa del cuerpo durante unos segundos. Tengo los brazos y las piernas completamente dormidos, con un ejército de hormigas en su interior. Toda mi sangre se concentra en un tercio de mi cuerpo que, asustado y tembloroso, se abrasa a fuego lento. El tiempo no existe. Dentro de mi mente se gesta un deseo, que no tarda en convertirse en palabras susurradas al oído; fóllame. Y cuando ella se sienta sobre mi, noto por primera vez su maravilloso calor interior, un calor por el que merece la pena morir mil veces... 

Estoy subido en un autocar, alejándome. Jamás antes he realizado un viaje como éste y mi corazón está tan triste que no puedo evitar llorar en el andén donde veo desaparecer mi mundo. Como no consigo morirme de pena, finalmente llego a Praga. La casa de mis anfitriones es enorme y bonita. El taller donde debo pasarme los próximos días es un lugar espacioso y con rincones mágicos, plagados de extrañas herramientas, grandes hornos y vidrio de color. El horario me permite salir todos los días a visitar la ciudad pero prefiero quedarme en la habitación, leyendo y escuchando música. Alterno la lectura de dos libros; uno de cuentos de Poe y otro que ha escrito mi primo sobre su viaje a Yugoslavia. Una tarde me pregunto qué demonios hago con el bolígrafo en la mano. Tal vez son las ganas de expresar como me siento. Quizás quiero gritarle a la distancia y no puedo. Puede ser puro aburrimiento. Sea lo que sea, necesito contar todo lo que me está pasando, hacer mi propio diario de viaje, emular a mi primo. El espíritu de Poe está impregnado en la habitación; se ha escapado del libro abierto que tengo sobre la cama. Y puedo sentir la fuerza invisible que va deformando grotescamente mi percepción de la realidad. Y las primeras gotas de tinta del bolígrafo se derraman sobre el papel. Y escribo mi primer relato, Araneam, basado en la estúpida experiencia que tuve esta mañana en la ducha, con una pobre araña que no sabía nadar...

Roto y algo asustado salgo del consultorio del cirujano que acaba de decirme que tengo una hernia inguinal y que debo operarme. Se acabó el gimnasio durante los próximos meses. Menos mal que el post-operatorio coincidirá con las vacaciones de verano y no me quitará tiempo ni a los estudios ni al trabajo, lo que antes me decida reemprender. El tiempo pasa deprisa y me ingresan en el Hospital del Mar. Pido una pizza a la enfermera mientras estoy en ayunas, esperando bajar a quirófano. Luego, explico con una sonrisa el rasurado que me han practicado, para hacer creer a todos que estoy de buen humor. Miento. Odio estar en los hospitales hasta como visitante. Por fin ha llegado mi hora. Me llevan desnudo, sólo tapado por una leve telita blanca, hasta el quirófano. Tengo miedo. Un tipo que se cree muy gracioso me pregunta de qué quiero operarme. Es el cirujano. Si trataba de tranquilizarme con su extraño sentido del humor, no lo ha logrado. Estoy muy nervioso y se lo digo. Acaba de llegar una enfermera y me pincha en el brazo derecho con sumo cariño. Cuenta hasta diez, me susurra con una sonrisa angelical. Uno, dos, tres y el mundo se funde en negro...

Tengo tantas ganas de hacerlo bien que no puedo evitar que mi corazón parezca un tambor de guerra indio. Aunque estoy recomendado, eso no me tranquiliza lo más mínimo. Voy disfrazado de auxiliar administrativo y me siento ridículo.
Llego delante de la puerta del despacho, que me parece tan grande como la de un castillo medieval y llamo al timbre. Me abre la puerta una chica que doy por supuesto que es la secretaria. Tiene una cara muy dulce, es bastante más alta que yo y probablemente haga dieta. Me lleva hasta el despacho del gerente, un señor que debe estar rozando la jubilación y que me habla con la seriedad y firmeza de alguien que está muy acostumbrado a tratar con empleados. Yo tengo un dolor de barriga que me está matando, pero consigo tranquilizar mi intestino grueso y empiezo a archivar la montaña de papeles para lo cual me han contratado. Factura doscientos quince, grapada con su correspondiente albarán, va archivada en la carpeta del cliente sesenta. Factura mil cuatrocientos treinta, con su correspondiente albarán, va archivada en la carpeta del cliente ciento dos. El tiempo deja de existir y todo es eternidad. Porque archivar es eterno. Y mi eternidad dura exactamente unas ocho horas diarias...

Estoy paseando por un prado demasiado verde, sin matices, con un cielo demasiado azul, huérfano de nubes. No hace ni frío ni calor, aunque el sol brilla en todo lo alto. Los pájaros cantan, entonando sinfonías que me resultan demasiado familiares. ¿Acaso no es esa la melodía del Blues del autobús? Al pasar junto al arroyo que acaba de aparecer como por arte de magia, bebo un poco de agua y me asusta su sabor tan delicioso. Sucede algo raro.

Recapitulemos. Busco entre mis recuerdos. Mi primer hijo. La primera vez que hice el amor. Mi primer relato. La primera vez que me operaron. Mi primer trabajo. No. Nada de eso. Yo acababa de leerle un cuento a mi nieto. A él le encanta que le lea cuentos. Y a mi me encanta verle dormir como un ángel. Hoy se quedará con nosotros. Porque mi hijo y mi nuera se han ido al cine y somos los canguros titulares. La cena no me ha sentado bien. Tengo un molesto nudo en el estómago. Así que le he dado un beso a mi abuela favorita y me he ido a dormir. Y he despertado aquí.

Miro de nuevo a mi alrededor. El paisaje ahora parece pintado con ceras. Estoy en un dibujo de mi nieto. El cielo es tan bonito que apetece volar. Volar en sueños, como cuando era niño. Uno, dos, tres y arriba. Me siento feliz y joven de nuevo. Miro mis alas pobladas de plumas y en lugar de sorprenderme, sonrío y doy gracias. Siento el viento, puro, fresco y limpio sobre mi rostro. Y mientras vuelo, alejándome cada vez más del suelo, no puedo evitar sentir una pena muy grande, que me transforma en nube. Y como soy una nube, llueve porque me entristece la separación. Y soy miles de gotas de agua que se evaporan con una luz blanca que intenta consolarme, con la promesa de que algún día les volveré a ver...

sábado, 10 de octubre de 2015

Los Dados de Dios

INFIERNO, más allá del tiempo y del espacio...
Las almas que en su día fueron buenas personas se hartaron de tantas humillaciones. Se organizaron y prepararon una revuelta. La revolución de las ánimas. La guerra estalló y todo el odio acumulado durante milenios sirvió para convertir el Infierno en un auténtico INFIERNO. Satanás, divertido en un principio ante aquellos acontecimientos y perplejo al cabo de un tiempo razonable, ordenó que cesara la lucha. Pero nadie le obedeció. Sus hordas diabólicas se confundían con los millones de almas que luchaban entre sí. Satanás interrogó a uno de sus más fieles demonios, el cual – muy apesadumbrado - reconoció que el modus operandi utilizado durante los últimos siglos tal vez no había sido el más correcto. Avergonzado, contó a su señor la verdadera esencia de todo lo acontecido. Y el Señor del Averno, enloquecido por la traición de los suyos, hizo desaparecer todo el Infierno en un abrir y cerrar de ojos. Sólo Cerbero, el eterno guardián, se salvó de la ira del Señor de las Tinieblas. Y Satanás, montando sobre su fiel can, se dirigió hacia la Tierra...


PARAÍSO, más allá del tiempo y del espacio...
Las almas que en su día fueron malas personas se hartaron de tantas pamplinas. Se organizaron y prepararon una revuelta. La revolución de las ánimas. La guerra estalló y todo el odio acumulado durante milenios sirvió para convertir el Paraíso en un auténtico INFIERNO. Dios, perplejo, ordenó que cesara la lucha. Pero nadie le obedeció. Sus ángeles se confundían con los millones de almas que luchaban entre sí. El Señor de los Cielos interrogó a uno de sus más fieles arcángeles, el cual –muy apesadumbrado- reconoció que el modus operandi utilizado durante los últimos siglos tal vez no había sido el más correcto. Avergonzado, contó a su señor la verdadera esencia de todo lo acontecido. Y Dios, enloquecido por la traición de los suyos, hizo desaparecer todo el Paraíso en un abrir y cerrar de ojos. Y después, muy enojado, se dirigió hacia la Tierra...

MESOPOTAMIA, 2.700 años antes de Cristo...
Agah era, básicamente, un buen hombre. Un buen esposo, puesto que amaba ciegamente a su escultural mujer. Un buen padre, ya que adoraba a sus hijos más que a nada en este mundo… aunque éstos intentaran, a menudo y sin éxito, sacarle los ojos. Alto, fuerte y robusto, de rostro sonrosado, cejijunto y muy trabajador, se pasaba labrando el campo de sol a sol, como su difunto padre. Era muy querido por casi toda la comunidad, debido principalmente a su carácter afable y a lo barato que vendía los higos, los plátanos y los dátiles…

Gilghames era, básicamente, una mala persona. Alto, fuerte y robusto, de rostro cerúleo, cejijunto y vago, odiaba casi todo aquello que se movía sobre dos patas. Era un tipo mezquino, ruin y envidioso, bueno para casi nada. Una maldita noche, al parecer debido a un turbio asunto relacionado con higos, mató cobardemente, con alevosía y nocturnidad, al bueno de Agah.

El alma de Agah, al salir despedida de su frágil recipiente, fue recogida con sumo cariño por un ángel de luz llamado Maddah que, batiendo sus enormes alas blancas, le llevó en brazos hasta las mismísimas puertas del Paraíso…

Gilghames fue descubierto, juzgado y ejecutado por sus actos, aunque no hay documentos escritos que confirmen que sucediera exactamente por este orden. El alma de Gilghames, al salir despedida de su frágil recipiente, fue recogida con desprecio por un demonio llamado Habbeh que, batiendo sus enormes alas negras, lo arrastró hasta las mismísimas puertas del Infierno.

ZARAGOZA, 1485 después de Cristo…
María había sido condenada a morir en la hoguera por bruja. Algo habitual en la época. Era una muchacha muy joven, muy bella y muy humilde, cuyo único delito había sido deslumbrar al hombre equivocado. La envidia mata, sobretodo cuando además de ser envidiada, eres una insuperable molestia para la doncella más rica y más fea de la comarca. Decenas de repugnantes personas esperaban ansiosas presenciar el macabro espectáculo. Detrás de la asquerosa multitud, tan cerca y sin embargo muy lejos, se encontraron Maddah y Habbeh.

-        Que sorpresa verte por aquí, Habbeh – dijo Maddah con una inocente sonrisa. ¿Puedo saber a qué se debe el honor? - preguntó el ángel de luz.
-        Es evidente ¿no? Van a quemar a una bruja. Yo haré mi trabajo y recogeré con sumo cuidado su alma. Luego nos daremos una vuelta por el Averno – respondió jocosamente el demonio.
-        Perdona, pero has hecho el viaje en vano. El alma de María es mía. Su ánima será llevada al Paraíso porque es una buena persona –dijo Maddah algo más tenso de lo habitual en un ángel de luz.
-        Mira, idiota. María es una bruja. Ha sido condenada por vuestra Iglesia y se quemará primero en la plaza y después en el Infierno –replicó Habbeh con una crueldad infrahumana.
-        ESA no es nuestra Iglesia, maldito engendro del demonio. Y el alma de María se vendrá conmigo - dijo el ángel con acritud. Te recuerdo que hay unas reglas que cumplir; las almas bondadosas para nosotros; las almas malvadas para vosotros... está escrito – sentenció.
-        No me apetece discutir contigo, majadero. Hoy no. Pero nos volveremos a ver... – contestó Habbeh con una mirada rellena de odio.
-        No tengo la menor duda – finalizó Maddah, mientras prendían fuego a la hoguera, entre la nauseabunda algarabía de la multitud…

HIROSHIMA, 6 de agosto de 1945...
Maddah echó un vistazo a su alrededor. Cientos de ángeles y demonios estaban ya posicionados, esperando pacientemente el preciso momento para actuar. Nos hemos convertido en algo peor que buitres - pensó. Un extraño silencio se pegaba a todo su ser, incomodándole más si cabe. Iba a suceder algo terrible. Lo sabía. Todos lo sabían…
Maddah notó una presencia familiar a su espalda y se giró lentamente.

-        Hola Habbeh – dijo el ángel, saludando con grandes dosis de indiferencia.
-        Muy buenas,  Maddah. Observo con asombro que vosotros también lo habéis notado – respondió el demonio con cinismo. Aquí va a pasar algo muy gordo, muy… pero que muy gordo…
-        Llevamos días percibiendo algo terrible en esta zona. No sabemos exactamente ni qué, ni cómo sucederá, pero creemos que miles de almas quedarán libres en un intervalo de tiempo muy pequeño – reconoció el ángel, con tristeza.
-        Qué pena… ¿verdad? – añadió irónicamente el demonio. Corren buenos tiempos para nuestro oficio, ¿sabes? He estado en Alemania, en Inglaterra, en Francia; también pase algún tiempo en Rusia, donde por cierto trabajé como nunca antes lo había hecho. Obtuve un ascenso y todo, chico bueno… deberías felicitarme. Han sido unos años gloriosos – respondió con una sonrisa satánica en los labios…
-        Han sido unos años desastrosos. Nunca antes la humanidad había alcanzado cotas de locura y destrucción semejantes –replicó el ángel de luz. Y para acabar de empeorar las cosas sólo ha faltado que vosotros rompierais el pacto…
-        Que te follen, Maddah. Yo no he roto nunca nada. No pueden decir lo mismo muchos de los vuestros, que sí se han convertido en cuatreros de almas. Sois tan repugnantes como nosotros… o quizás incluso más. Lo nuestro es genético, somos malos por naturaleza ¿entiendes, idiota? Pero se supone que vosotros sois ángeles buenecitos que no deberían cometer semejantes fechorías…



Un descomunal resplandor interrumpió salvajemente la discusión, tragándose toda la realidad que rodeaba a Maddah y Habbeh. El estruendo que le siguió fue ensordecedor incluso para los seres de luz y de sombra. Durante unos segundos, el tiempo dejó de existir. Y mientras miles de almas flotaban confundidas sobre una Hiroshima carbonizada y en llamas… ángeles y demonios alzaron el vuelo velozmente, ondeando sus crueles e injustas redes, preparados ya para la cacería más grande de la historia…


BARCELONA, 2067 después de Cristo…
Cuando Dios se materializó junto a las ruinas del templo de la Sagrada Familia, no podía creer lo que sus ojos le mostraban. Cientos de cadáveres alfombraban los alrededores de lo que antaño fue la fachada principal. Los cuerpos mutilados, abrasados y destrozados eran como un gigantesco e irrealizable puzzle cárnico, con miles de piezas que lamentablemente ya no encajaban.

Los tanques seguían vomitando fuego contra los edificios, mientras que los aviones bombardeaban sin piedad cada rincón de la castigada ciudad. Tropas de personas de todas las edades, sexos y creencias religiosas disparaban descontroladamente, agrupadas en paranoicas guerrillas urbanas que se atacaban sin ningún criterio. Y las miles de almas que se liberaban a cada segundo, flotaban aturdidas en el limbo, huérfanas de guías en forma de ángeles o demonios que las recogieran. Y lo que era mucho peor… sin ningún lugar a donde ir.

La mayoría de los ángeles sollozaban inconsolables, escondidos en los lugares más altos del planeta, intentando acercarse inútilmente a su ahora inexistente hogar. Maldecían arrepentidos todos sus errores, conscientes de haber provocado la ira de Dios y la desaparición del Paraíso.

La mayoría de los demonios, una vez enterados de lo ocurrido en el Infierno, permanecían escondidos en el subsuelo terrestre, esperando el castigo de su Señor. Sabían que tarde o temprano vendría en su busca. Sabían que los encontraría. Y eso les horrorizaba hasta enloquecerlos…

Dios meditó durante unos segundos. Con una tristeza infinita, que se derramaba por sus ojos, alzó los brazos como queriendo tocar las nubes con las manos. Y cuando dejó de apretar los puños con fuerza… la raza humana ya había dejado de existir. El silencio que se hizo a continuación fue sepulcral, sólo roto por el macabro goteo de los aviones estrellándose contra el suelo.

Ángeles y demonios sintieron la sacudida cósmica provocada por la repentina ausencia de la humanidad. Pero tuvieron tan sólo unos segundos para sentir mucho miedo… antes de desaparecer ellos también en el olvido divino. Sin seres humanos, ni ángeles, ni demonios fue fácil para Dios encontrar a Satanás, merendando en una hamburguesería…

-        Te lo dije… NO es tan fácil como parece. Hacer que se quieran, se amen, se respeten y todas esas cosas que discutimos hace una eternidad es una quimera imposible -  dijo el Señor de las Tinieblas. Deberías intentarlo de nuevo, pero esta vez prueba… con amebas, por ejemplo.
-        Es culpa mía… - dijo Dios sin escuchar a Satanás. Al cabo de los milenios me relajé, no presté suficiente atención a las señales… a lo que estaba sucediendo en la Tierra. Incluso me dejé engañar por los míos – reflexionó Dios.
-        Venga, ¿les damos otra oportunidad, estimado colega? – preguntó Satanás, guiñándole un ojo pícaramente.

Al Señor de los Cielos se le iluminó la cara de nuevo. Esbozó una leve sonrisa y rebuscó entre su legendaria túnica blanca. Sacó tres maravillosos dados de oro macizo, con rubíes engarzados. Jugueteó con ellos, los acarició con ternura y les regaló un soplido de la suerte.

-        Está bien. Empezaremos de nuevo. El número más alto elegirá – dijo mientras lanzaba los dados. Durante unos interminables segundos, éstos bailaron, rodando libremente por el suelo hasta detenerse.
-        Cuatro, seis y seis. Dieciséis. Vaya… una tirada difícil de superar – gruñó el Señor del Averno, mientras recogía los dados, observándolos con una mezcla de curiosidad y desconfianza. ¿No estarán trucados, verdad? – añadió.
-        Venga ya, maldito viejo gruñón de los Infiernos. Lanza de una vez y deja de gimotear – contestó Dios, risueño.

Satanás lanzó los tres dados muy arriba. Tardaron una eternidad en bajar. Y otra en dejar de girar sobre el suelo. Lo hicieron uno detrás de otro, en perfecta sincronización.
- Seis, seis, seis… ¡gané!, ¡gaNÉ!, ¡GANÉ!… lo siento mucho viejo amigo… pero elijo una vez más el Infierno – exclamó Satanás con alegría, mientras Dios sonreía para sus adentros.

-        Cuando tenga terminado mi nuevo Infierno, me gustaría recuperar primero a mis demonios. Con la venia de Su Señoría, por supuesto.  Y luego te mandaré a uno de ellos a la Tierra… - dijo el Señor de las Tinieblas, mientras montaba a lomos de un Cerbero algo confundido.
-        Bien. Yo haré lo mismo. Una vez estrene mi Paraíso, enviaré a uno de los ángeles… ya veremos si encuentro alguno medianamente bondadoso  – respondió Dios, antes de desaparecer entre una nube de polvo blanco.

JARDÍN DEL EDÉN, más allá del tiempo y del espacio...
-        Me siento muy extraño – dijo Maddah, tocándose con sumo cuidado cada palmo de su anatomía. Sin mis alas es como si estuviera desnudo…
-        Eso es porque estás desnudo, idiota… y deja me mirarme las tetas, que me pones de los nervios – contestó Habbeh, antes de mordisquear una manzana.

viernes, 2 de octubre de 2015

Diario de un rodaje: La Localización (capítulo I)

Algunas veces el universo se confabula para que todo salga bien. Eso nos ha sucedido con la jodida localización del escenario de nuestro cortometraje. Andábamos barajando posibilidades cuando el Protagonista me comentó que tenía una amiga que vivía en Abrera, en una casa que podía encajar con las perspectivas espacio-temporales que teníamos en mente y que no le importaba participar en el proyecto dejándonos su casa. Así que quedamos para vernos y conocernos (mi Bruja, la Anfitriona, el Protagonista y yo, como Presidente Vitalicio), y de paso fotografiar y filmar el espacio, para luego reunirnos con el resto del equipo directivo (la Directora y Mr. Sound) y decidir si era aquello lo que buscábamos o okupábamos alguna finca modernista del ensanche barcelonés.

Como la perfección no existe, salvo en el cuerpo de Elena Anaya, nuestro Protagonista tuvo un problema de última hora que no le permitió venir, hacer las presentaciones y quedarse para suavizar una situación que en principio, podía parecer un pelín forzada debido a que yo todavía no he ganado ningún Goya.

Después de un bonito paseo en coche por las carreteras comarcales cercanas a las montañas de Montserrat, al fin, preguntando, pude llegar al puto Ayuntamiento de Abrera, donde nos esperaba nuestra Anfitriona; nos presentamos como los amigos invisibles del Protagonista, guión en mano. Ella se mostró extrovertida, amable y encantada de poder participar en el proyecto. Me sentí Amenábar. Sin más dilación, nos fuimos hacia la casa en cuestión.

La casa. La CASA tenía cinco plantas. La ostia. Era casi perfecta. El dormitorio parecía que hubiera estado pintado cinco minutos antes para que nosotros rodáramos en él. Una inscripción sobre la cabecera de la cama (un fragmento de la ópera Carmen de Bizet) estaba gritándome RODAD, MALDITOS, RODAD!!! Había fantásticas escaleras para volvernos locos rodando todas las escenas en las que el Protagonista sube y baja en el cortometraje; rincones mágicos, grandes espejos, estanterías con libros y un cuarto de baño con baldosas negras que era grande y espacioso para rodar en él. Perfecto. Estaba tan impresionado que tuve que mear varias veces para que no me explotara la vejiga. Y aunque el comedor, con pinturas alegóricas al Principito, era convincente, nos enamoramos de una estancia en el cuarto piso que nuestra Anfitriona utiliza para bailar con sus colegas. Allí rodaríamos la cena, si la Directora y Mr. Sound estaban de acuerdo. De puta madre…

Antes dije que la casa era casi perfecta. Nos fallaba la cocina. Necesitábamos una cocina grande y algo rústica por motivos que no llego a entender aunque haya escrito el jodido guión. Nuestra Anfitriona se dio cuenta de que la cocina de su casa quedaba descartada. Llevaba más de media hora mostrándonos todos y cada uno de los rincones de su hogar para rodar un cortometraje sin conocernos apenas. De hecho, lo primero que nos comentó fue: No será una pelí porno, ¿no? Una vez la tranquilizamos en ese aspecto todo fue como la seda. Y entonces, retornando al tema cocina, nos dijo: Mi cuñada tiene la cocina perfecta para vuestro corto. Vamos a verla. Yo no podía creerlo. Que aquella mujer nos hubiera abierto las puertas de su casa de par en par tan amablemente y estuviera dispuesta a que una pandilla de freaks con estilo rodaran en ella era una cosa. Otra cosa muy distinta era que fuéramos a casa de otra persona que no conocíamos de nada a decirle: Buenos días, nos gustaría hacer un cortometraje en su cocina, ¿podemos? A mi me pareció una locura pero era difícil detener ya a nuestra Anfitriona, que se había puesto la chaqueta y cogido las llaves…

jueves, 1 de octubre de 2015

Philippe

Aquel no era un perro normal. Me bastaron cinco minutos, para desear de corazón verle el cráneo partido en dos, a poder ser por un hacha de doble filo. Solo llegar a la casa, y después de un larguísimo viaje, me recibió con unos ladridos sordos, parecidos a ronquidos. Pero no fue eso lo que me puso más nervioso, sino su mirada. Tenía por ojos dos bolas de billar blancas, a las que parecía que habían pintado pupilas para no asustar a la pobre gente que se le acercara. Sí... su mirada me sacaba de quicio.

El olor que emitía era solo molesto los primeros minutos de obligado contacto con el animal. Luego, el olfato se acostumbraba, o simplemente no enviaba aquella información al cerebro, tal vez para no dañarlo irreparablemente.

Los dos primeros días fueron insoportables. El animal me seguía a todos los rincones, sin despegar su mirada de mi espalda. A partir del tercer día las cosas cambiaron. Creo que el perro cogió confianza en mí y, además de vigilarme, pretendía que jugáramos a "tira el palo que voy a por él".

Incluso en el taller donde trabajaba, tenía al asqueroso "chucho" lamiendo mis piernas. Cuando comíamos, él estaba bajo la mesa; cuando veíamos la televisión, él se situaba bajo mi silla. Estaba pegado a mí, como si de una sombra deforme se tratara.

En cierta ocasión, más por aburrimiento que por otra cosa, accedí a jugar con él; yo le lancé un palo desde el gran comedor, a través de uno de los enormes ventanales, fuera de la casa. El perro salió a una velocidad endiablada. Mientras buscaba el palo por el jardín (jamás se graduaría en una escuela de sabuesos detectives) cerré la ventana. Una vez lo tuve "encerrado" en el exterior -donde no me molestaría-, decidí burlarme del bicho desde detrás de los cristales. Un cruce de miradas bastó para comprender que no había sido una buena idea, así que le deje entrar de nuevo...

Solo mi habitación estaba totalmente vedada para el perro. Éste, de vez en cuando, intentaba entrar. Si yo estaba de buen humor, le correspondía con un portazo en las narices, cosa que no parecía afectarle demasiado psicológicamente hablando.

Cada mañana me veía obligado a pasear junto a él por el parque. El animal tenía fuerza, vigor, potencia a partes iguales... supongo que debido a su juventud, pues su dueño me dijo que el perro tan solo tenía dos años. Deseé, en más de uno de esos paseos matutinos, que lo pisara un paquidermo o que un meteorito de tamaño medio cayera sobre su deforme cabeza. Afortunadamente, nada de eso sucedió. Y digo afortunadamente, por la anécdota que en el día de ayer acaeció (nota del autor: bueno, realmente pasó hace doce años) y que seguidamente paso a relatar:

Estaba yo preparando un guiso en casa de mis anfitriones (basado en patatas hervidas, cebolla, mantequilla y huevos) para deleitar a éstos con mis infames dotes culinarias. Fue entonces cuando la cuchara de madera se enganchó en el fondo de la cazuela. Traté de despegarla y... lo logré. Lástima que al mismo tiempo tres patatas hervidas - pringadas de cebolla y huevo- salieran de la cazuela en una trayectoria que podría calificarse de mágica, yendo a parar -tras varios rebotes- a la alfombra que cubría el recibidor.

Deseé fundirme en el acto, convertirme en un charco de grasa o mejor aún... ser tragado por la tierra y aparecer en el otro lado. El pánico paralizó mi cerebro atenazando mis músculos; no sabía como reaccionar para deshacer el desaguisado.

Y cuando todo parecía perdido, cuando la confesión se hacia inevitable, apareció Philippe. Cruzó el espacio que nos separaba sin capa pero aún así se convirtió en mi héroe, mi salvador. Devoró en microsegundos los restos esparcidos por la alfombra, mejorando -con creces- a cualquier tipo de producto de limpieza existente en el mercado.

Ese día cambié profundamente algunos de mis sentimientos hacia el animal (soy asquerosamente humano), que de pronto me pareció terriblemente práctico, necesario e higiénico.


Publicat al Nitecuento nº 4, desembre de 1999