viernes, 2 de septiembre de 2016

Sanesbar Day 2016

Una vez al año, desafío a la muerte jugando un partido de fútbol sala sin entrenar ni un solo día. Este año 2016 lo hice recién cumplidos los 49. Que conste que un mes antes del partido, todos los días, pensaba durante unos segundos en que debía salir a correr un poco. Calentar motores. Pensar es gratis...

Al grano. Una vez al año, nos reunimos en una jornada lúdico – deportiva - festiva una gran cantidad de jugadores del Sanesbar, el equipo de fútbol sala que marcó una época. La nuestra, concretamente. La media de edad del grupo supera los 50 años. Por fortuna, alguien pensó que era una buena idea invitar a hijos, hermanos o amigos. Gente joven, vamos. Este año nos juntamos 15 seres humanos dispuestos a darlo todo. Aunque todo, en muchos casos, no es demasiado.

El resultado final del partido fue de 6 a 3. El equipo en el que yo jugaba, integrado por un montón de jugadores apellidados Hierro, perdió. Tampoco fue un drama. Lo importante no es participar. Lo verdaderamente importante es seguir con vida después de casi dos horas de partido. Bajo un sol de justicia. Y lo conseguimos. Somos bastante mejores en esto de sobrevivir que los espartanos.

Cosas a destacar. Los tipos que llevan de apellido Salas ganan año tras año el trofeo al mejor jugador. Senior y junior. De casta le viene al galgo. Gran partido de Carles y Joan. Otra cosa. La gente joven corre mucho. Aunque también se cansan. Mi hijo tiene 22 años y hoy andaba como Robocop. Los años no pasan en balde y el Ventolín solo me sirve para evitar un paro cardio-respiratorio. Yo hubiera matado por tener ruedas. Agujetas es nombre de mujer...

Más cosas. Conseguí lanzar dos disparos a puerta. Uno de ellos hubiera hecho llorar de risa a Heidi. Colgamos la pelota dos veces. Parece una tontería pero el campo está rodeado de alambradas de por lo menos cuatro metros de altura. Quiero decir que, los que mandaron la pelota a Cuenca, tuvieron que esforzarse mucho. No voy a dar nombres en esta contra-crónica, porque Sergi y Jordi no lo hicieron a propósito. Para recuperar la pelota nos ceñimos a la Ley de la Botella. Con éxito.

Una de las cosas más divertidas del partido es que traté de pasarle la pelota a mi primo Xavier unas 14.513 veces, todas sin éxito. Veamos, mi mente tenía claro dónde debía ir el balón. Mandaba la orden más o menos deprisa a los músculos de mis piernas. Pero, por si acaso, mi cerebro retenía oxígeno suficiente como para que no me desmayara. Resultado: 14.513 pases al contrario. Un drama.


Una vez finalizado el partido, Nacho me dijo que le había chutado las pelotas. Las suyas personales. No es que dude de la palabra de una persona como él, pero yo pensaba que cuando le chutas las pelotas a alguien te acabas enterando por los gritos. Nacho no gritó y yo no recuerdo el lance. Empate técnico. Por si las moscas le pedí perdón. Tampoco recuerdo cuantos goles marqué, porque 0 es un número difícil de recordar.

La ducha es el purgatorio necesario para llegar al cielo del restaurante, donde las cervezas, el vino, los montaditos y la pizza cuatro quesos normalizan mi universo. Comentarios de la jornada futbolística, risas, anécdotas, helado y café. Votaciones, premios, honores y hasta sorpresas. Aplausos. Y un año más, compartiendo un sábado memorable en torno al Sanesbar y su gente, repleto de vivencias y fotos tan divertidas como emotivas. El año que viene más. Porque... ¿Quién dijo miedo?

lunes, 28 de marzo de 2016

1995: Changes

Y allí estaba yo. Vestido con una bata azul que me daba ese toque de hermano bastardo de Mario Bros. Tratando de convertir el taller de talla de la Fundació Centre del Vidre de Barcelona en algo parecido a lo que había visto, fotografiado y grabado en la República Checa. Alejado de mi amada escoba. Las cosas estaban cambiando. Todavía no había valorado si para mejor...

Fueron tiempos extraños. Aunque sabía lo que estaba haciendo, digamos que a nivel organizativo, era indudable que técnicamente me encontraba en el parvulario del vidrio. Tenía la teórica básica y la práctica de 15 días. Una vez hasta destrocé una pieza puliéndola. Compartía espacio/tiempo con unos alumnos que me habían visto barrer kilómetros cuadrados de talleres y otros que pensaban que yo era una especie de genio de la talla contemporánea. Podría decirse que hice, sin querer, un master de confusión y caos.

Para hacer más divertida mi realidad, Pilar Muñoz, la directora de la fundación, me llamó a su despacho. Cuando llegué, estaba junto a su secretaria, Hind. Ambas me hablaron de un sistema informático de introducción de “currículum vitae”, vinculado con una de las tareas que el “Centre del Vidre de Barcelona” debía atender puesto que era colaborador con el “Servei Català d'Ocupació”. Yo las escuchaba sin entender muy bien para qué necesitaba toda esa información en el taller de talla. Hasta que Pilar me dijo, sonriendo, que a partir de ahora, yo sería el encargado de introducir esa información en el sistema, concretamente desde el ordenador ubicado en la Biblioteca.

De repente, mi bipolaridad se acentuó de forma considerable, incluso para un géminis como yo. Me pasaba la mayor parte del tiempo en el taller de talla, encargándome del mantenimiento, la organización, la ley y el orden. Pero cuando me traían un montón de “curriculum vitae”, dejaba lo que estaba haciendo y me iba al ordenador de la Biblioteca. Arracaba Windows 3.11 (buscadlo en Wikipedia y flipad), me conectaba a Internet (con sus irritantes pitidos de módem incluídos) y me sentía el puto amo de la NASA introduciendo esos datos en el sistema.

Algunos alumnos flipaban, por supuesto. Los más antiguos ya me habían visto barrer los talleres, ir a Praga, volver de Praga, reorganizar el taller de talla, balbucear intensamente y ahora informatizar “curriculum vitae” en la Biblioteca. Marta, la bibliotecaria, siempre me ayudó cuando algo no funcionaba todo lo bien que yo necesitaba. Algunas veces la introducción de datos en el sistema podía convertirse en una locura. Houston! Tenemos un problema! Y allí estaba yo. Loco. Siempre con el mismo uniforme. Mi bata azul de trabajo. La vida es bonita, aunque a veces sea complicada.

Pasaron los meses y sucedió algo que alteró mi vida nuevamente. Mi mujer me comunicaba que el amor se había terminado. Se había terminado conmigo, puntualizó. Si en algún momento había pensado que mi vida era caótica, sin duda no tenía ni idea de lo que faltaba por llegar.

La primera persona a la que se lo comenté fue a Pilar. Simplificando un poco la situación. Yo necesitaba saber si iba a seguir contando conmigo profesionalmente o contemplar el suicidio como un ahorro de sufrimiento innecesario. Con el tiempo, siempre que recordábamos la anécdota divertidos, me decía que cuando me vio entrar en despacho con esa cara, supo que algo malo me estaba sucediendo. Pero lo que la dejo petrificada de horror fue cuando le dije entre lágrimas: Pilar, mi esposa me ha dejado.

Sí. Yo por aquél entonces tendría 27 años y utilizaba la palabra esposa. Probablemente merecía morir solo por eso. Pilar, tras comunicarme su perplejidad por la audición en directo de esa palabra saliendo de mi boca, me dijo que contaba conmigo. Que si el amor parecía que me había abandonado, el trabajo todavía no. A riesgo de ponerme dramático diré que probablemente salvó mi vida. Bueno, ella, Mònica, Ignasi, Marta y un montón de grandes personas que me adoptaron durante meses. Si en aquella época hubieran compuesto una canción en mi honor sería algo así como “Last night the Glass saved my life”.

Pasaron algunos meses más en la escuela. Yo seguía viviendo en mi bipolaridad caótica. Taller de talla, carborundum, alumnos, platinas, chorro de arena, “curriculum vitae”, biblioteca, Windows 3.11, pitidos de módem... Mi desequilibrio emocional era gravísimo, solo sostenible por el cariño que recibía de mi adorable entorno vidriero. Aunque seguía adelgazándome, inicié un interesante crecimiento personal.

Y Pilar volvió a llamarme al despacho. Lo cierto es que cada vez que entraba en ese despacho mi vida compraba un tiquet para una montaña rusa cada vez más alta. Esta vez no fue una excepción. Pilar me dijo que me mandaba a Praga por segunda vez, de nuevo al taller de Jaromyr Rybak, pero en esta ocasión todo un mes. Me comentó que de esta manera me aireaba un poco, desconectaba y completaba mis conocimientos en esta técnica. Todo de una tacada. Todo perfecto.

Pero creo que no pasó ni una semana cuando Pilar me llamó de nuevo. Otra vez a su despacho. Otra vez llamando a la puerta. Ora vez entrando. Me senté. La verdad es que esperaba algo relacionado con mi viaje a Praga. Pero no. Era demasiado sencillo. Pilar me comunicó que su secretaria marchaba a vivir a París. Y que desde allí era complicado que pudiera llevarle la agenda. Que si yo quería ser su secretario. 

Creo recordar que mi cerebro dio varias vueltas dentro del cráneo, rebotando. Yo ya me veía de viaje a Praga de nuevo. Pero ahora había un plan B. Que, por supuesto, invalidaba el plan A. Pilar me ofrecía escoger entre dos caminos. Un camino arriesgado, diferente, dentro del mundo de las artes y los oficios vidrieros, donde apenas era un pobre iniciado, o un camino conservador, en el que me sentía más cómodo dada mi experiencia anterior como contable de alma viejuna.

Le pedí un fin de semana para pensarlo. Y sinceramente, lo pensé. Esta vez fue la almohada la que me pidió el divorcio. Pero un tío que utiliza la palabra esposa con poco más de 27 años no es precisamente un Indiana Jones de la vida. Así que el lunes, cuando me dirigí nuevamente a su despacho, ya tenía muy claro que Pilar Muñoz iba a tener nuevo secretario...

viernes, 11 de marzo de 2016

Sanesbar

No voy a poner muchas fechas en este relato. Y si al final pongo alguna tal vez sea incierta. Ni muchos nombres. Básicamente porque empiezo a tener dificultad para hacerlo. Así que basaré este escrito más en sensaciones. Las mías, por supuesto.

Empecé a jugar en el Sanesbar siendo un adolescente. Me “ficharon” junto con mi gran colega Jordi, que por aquel entonces era un portero excepcional. Sanesbar era un equipo de fútbol sala que habían creado mis dos primos, Xavi y Josep, junto con un grupo de colegas. Jordi y yo éramos los más jóvenes. Recuerdo que nos trataban con cariño, en el buen sentido de la palabra. Que nadie se haga películas de cosas que pasan en duchas con hombres desnudos.

No voy a engañar a nadie a estas alturas. Disfrutaba mucho más los entrenamientos en el Ignasi Iglesias que los partidos. Los partidos, normalmente, eran contra tipos más altos, más gordos, más fuertes y más feos que yo. Salvo contadas excepciones, me sentía agarrotado por el miedo. Eso me hacía poco productivo. Aún así me aguantaron varios años. Siempre hubo buena gente en el Sanesbar.

Sin forzar demasiado las neuronas me ha venido a la cabeza un gol. Un gol que marqué yo, cuidado. A ver, algunas veces hasta marcaba goles. En fútbol sala el campo es pequeño y nuestra pista, en la iglesia situada en la calle Ramón Turró de Barcelona, era una auténtica caja de cerillas. Al grano. El gol lo marqué en un campo, juraría que por el barrio barcelonés de Sarriá. Digamos que aquella noche fui poseído por Diego Armando Maradona y todo salió bien. Como en las películas. Un recuerdo imborrable. ¡Hasta fui viñeta de la revista! ¡Porque teníamos nuestra propia revista! Era como el Mundo Deportivo o como el Marca pero los redactores no escribían tonterías. Sin duda éramos un equipo de fútbol sala distinto. Ni mejor, ni peor. Diferente.

Y para acabar, las cenas. Las cenas de final de temporada. Donde repasábamos con risas los momentos más divertidos y nos olvidábamos de los “éxitos deportivos”. Recuerdo muchas carcajadas. Recuerdo que aprendí a reírme de mi mismo. Me hice mayor con ellos. Como “De niña a mujer” pero sin Julio Iglesias en la portería.


De todo esto hace ya aproximadamente 30 años. Seguimos viéndonos una vez al año. Jugamos un partido, contra nuestros hijos y hermanos pequeños, desafiando todas las leyes universales del sentido común. Y luego lo celebramos por todo lo alto. Y seguiremos haciéndolo durante mucho tiempo más. Porque hay algo que nos define: LA PASIÓN.

jueves, 18 de febrero de 2016

Amor eterno


Javier y Juanjo están sentados en el sofá. Actualmente no son los tipos más limpios ni aseados del planeta. La escasez de todo tampoco ayuda. Miran fijamente a Miriam, que está atada y amordazada a una silla. Miriam es hermana de Javier. Lo que les convierte en cuñados. Además, se conocen desde que tienen uso de razón. De eso hará más de 30 años. Ahora mismo les parece que hace un siglo. Sus rostros reflejan el agotamiento de un tiempo que les ha tocado vivir. La era de la sinrazón. Una época jodida...

- Tienes que soltarla, Juanjo - le pide Javier a su gran amigo.

- Ni hablar, tío. Tu hermana y yo nos queremos. Y lo sabes - contesta Juanjo muy serio.

- Mis padres se van a volver locos si no nos la devuelves, Juanjo - añade Javier tratando de convencer a su colega.

- Tu madre siempre ha estado muy loca, Javier. No me culpes a mi ahora de eso - replica Juanjo.

- Más locos si cabe, Juanjo. Joder. Es una manera de hablar. No me cambies de tema, tío - se defiende Javier.

- La amo. La amo como no he amado nunca a nadie. Sin ella mi vida no tiene sentido - responde Juanjo con la voz quebrada.

- Te lo pido por favor. ¡Por nuestra amistad, joder! Deja que me la lleve - suplica Javier.

- Si os devuelvo a Miriam no la volveré a ver nunca más. ¡La perderé para siempre, joder! - grita Juanjo.

- Mierda, tío. No me jodas. Ya la hemos perdido para siempre. ¡Todos! ¡Mírala! ¿Es que no lo ves? - pregunta Javier con dos tonos de voz más altos de lo habitual.

Juanjo mira a su Miriam. Miriam mueve su cuerpo hacia delante, tratando de llegar desesperadamente a Juanjo. Para morderlo a pesar de la mordaza. Aunque Juanjo la sigue viendo preciosa, sus ojos, vacíos de vida, sobresalen de un rostro blanquecino que ya empieza a perder carne debido a la putrefacción. Miriam es una de los millones de infectados por el maldito virus que ha devastado a la humanidad. Una muerta viviente. Una jodida zombie hambrienta de carne humana.

- Lo siento, Javier. Pero yo a tu hermana le juré amor eterno...

jueves, 11 de febrero de 2016

El lado oscuro

El comercial está dándome la brasa. Yo trato de imprimir las etiquetas adhesivas y hacerle un mínimo de caso. Soy estúpidamente educado. El tipo anda contándome mierdas sobre el colega para el que estoy trabajando. ¿Cómo puede ser tan capullo? Quiero hacerle callar. Debo hacerle callar. Pero la impresora vomita las etiquetas en el papel equivocado. Mierda. Cojo aire. Miro al capullo. Cierro los ojos. Respiro hondo...

De repente estoy sentado en un bar. Tomando cerveza con Nuria y Alvaro. Nuria es mi pareja, mi vida desde hace 20 años. Álvaro es un gran tipo. De esos colegas que te llevarías a cualquier Apocalipsis Zombie sin dudarlo ni un solo momento. No recuerdo de qué hablamos. Pero parecemos alegres. Igual la cerveza ayuda. Seguro. La cerveza siempre ayuda. Una sensación de bienestar me invade.

En otra mesa hay una chica, de unos 14 años apróximadamente. Soy una pena para poner edad a la gente. Morena y con el pelo recogido, de tez muy blanca, pálida, casi enfermiza. De aspecto gótico. Freak. Podría ser perfectamente hija nuestra. O de la jodida familia Addams. Está mirando con cierta melancolía su bocadillo de queso. Una mochila con calaveras y un refresco de algo de color naranja completa el triste bodegón.

Siento una perturbación en la fuerza. Un grupo de cuatro chicos entra en el bar. Hacen ruido. Tendrán entre 13 y 16 años. Dejo de sonreírle a mi cerveza, a mi vida y a mi colega, no necesariamente por este orden. No puedo evitar observar como se acercan a la chica triste. La que podría ser mi hija. La zarandean. Derraman el refresco naranja sobre su bocadillo de queso. Y en mi interior nace una bola de fuego muy, muy negra. El Batman que jamás pensé que llevaba dentro se levanta.

Hagamos un inciso. No soy el tipo más valiente de la galaxia. Mucho menos de la Tierra. Además, comparto la misma complexión atlética que Woody Allen. Pero tengo un problema con los hijos de puta. Que se me ha agravado con la edad. Y, tampoco os quiero engañar, mi colega Álvaro tiene más músculos que todos los Vengadores juntos. Él no lo sabe todavía pero es mi as en la manga. Su presencia me da valor. Me arenga sin abrir la boca. De lo contrario sería un puto suicidio ir a hablar con toda esa chusma.

Me dirijo hasta la mesa donde están la chica pálida y los chulitos de mierda. Les invito a largarse. Educadamente. O no. Tampoco lo recuerdo y soy de insulto fácil. Uno de los chicos golpea la cabeza de la pobre muchacha con violencia. Desafiándome. Entonces otro de los chicos alarga su brazo y me pone un lápiz en el cuello. Un lápiz afilado. Noto como me pincha. Me quedo paralizado. Ellos sonríen. Su sonrisa me da mucho asco. Mi bola de fuego negra, muy negra, explota en mi garganta.

Sujeto la muñeca del que sostiene el lápiz y de un puñetazo le hundo la nuez. Agarro el lápiz antes de que caiga al suelo. Con una rapidez poco razonable para un tipo de 48 años le meto el lápiz en el ojo al segundo de los bastardos. Empujo con fuerza para asegurarme que le atravieso el cerebro. Intento no mirar mucho porque a mi la sangre me da cosa.

Los otros dos ya no sonríen. Me gusta. Porque su sonrisa me daba mucho asco. Agarro la botella derramada de refresco y la hago añicos en la cabeza del tercer cabronazo. Cae rebotando en dos mesas con bastante mala suerte. Cuando llega al suelo su cabeza ya está del revés. Su cuerpo tiembla durante unos breves segundos...

El único que queda con vida agarra por el pelo a la chica, que grita asustada. Me llama hijo de puta y me dice que si me acerco la matará. Pero me acerco. Porque mi bola de fuego negra es la que ahora piensa por mi. Le golpeo con mi bota la rodilla derecha, partiéndosela, literalmente. Suelta a la chica, que se aparta solo un metro. Ya no grita. Ahora el que grita es el otro. Todo muy coral. La chica ahora sonríe. Me gusta su sonrisa. Así que me quedo mirándola, mientras destrozo la cabeza del hijo de la gran puta contra el canto de una mesa. Repetidas veces...

Silencio. Me giro lentamente y veo a Nuria y a Álvaro de pie. Están casi tan blancos como la chica freak. Ellos, sin embargo, no sonríen. Intento explicarles lo inexplicable. Levanto mis manos de forma teatral porque soy un poco dramático y las veo totalmente cubiertas de sangre. La imagen es hipnótica. Hay horror y fascinación. Fascinación y horror. Grito.

Me despierto sobresaltado, con el corazón latiendo con muchísima fuerza contra mi pecho. Miro el reloj con mis ojos de miope y me parece ver que apenas son las 2 de la madrugada. Núria duerme como un ángel a mi lado. Trato de tranquilizarme. De respirar hondo. Pienso muy seriamente en el sueño. Y si algo me queda claro es que hay cosas del pasado que no he conseguido superar. Y me duermo viajando con miedo hacia mi interior, a sabiendas que en mi subconsciente hay ira y odio suficientes como para alimentar una bola de fuego negro muy grande. Enorme...

martes, 26 de enero de 2016

1994: The beginning

En el año 1994 me pasaron un par de cosas que cambiaron totalmente mi vida. A mejor, quiero decir. Una fue ser padre. Bueno, técnicamente, mi hijo David nace el 18 de diciembre de 1993. Pero me meto de lleno en el papel en el 94. Pero esto no va sobre mi paternidad. Probablemente escriba un libro sobre lo sobrevalorada que está la paternidad más adelante. Algo que hará que la raza humana se extinga. Nada pretencioso, por supuesto. 

Este relato va sobre cómo conocí a Pilar Muñoz. Y de cómo Pilar Muñoz cambió mi destino para siempre. Y de algunas anécdotas vitales. Y divertidas. Lo sé. Algunas veces soy tan dramático que doy asco...

Si Pilar fue la gasolina que hizo arder mi vida pasada, mi padre trajo los fósforos a la fiesta. En 1994 yo estaba en el paro, siendo ya padre de mi propio hijo. Mi nivel de estrés era alto. Había estado trabajando durante nueve años en Marta Bach, una empresa familiar de confección de prendas de vestir de ante y napa. Había sido el mensajero. Había cortado piel. Había controlado el almacén. Había llevado la contabilidad. Así que en 1994 yo andaba buscando un trabajo acorde a mis múltiples habilidades y conocimientos. Sin demasiado éxito. O como diría un político de esos cabrones, con éxito cero.

Los domingos íbamos a comer a casa de mis padres. Una tradición. Mi padre comentaba alegremente anécdotas sobre el lugar donde llevaba trabajando algún tiempo. Siendo, como había sido siempre, un sindicalista, eso me hizo sospechar que estaba siendo abducido por una secta destructiva. Cuando nos dijo que tenía que viajar a Praga en autobús supe que ese lugar de trabajo no podía ser ni medio normal. Incluso desde mi conservadora visión de la vida, acerté. Tal vez por todo esto, cuando mi padre me dijo de ir a la Fundació Centre del Vidre de Barcelona a hablar con la directora, entré en pánico. ¡Mi padre trataba de meterme en su secta! Me puse muy nervioso porque a mi las túnicas blancas siempre me han sentado fatal...

Sin embargo, rechazar su propuesta sin más me parecía mal. Yo andaba sin trabajo. Con un hijo al que alimentar. Definitivamente, necesitaba ese trabajo. Que mi padre me dijera que yo iba a venir a la escuela para ayudarle, todavía me causó más escalofríos. Mi padre es un magnífico mecánico, que además sabe de electricidad, soldaduras, carpintería. ¡Mi padre es el puto McGyver! Yo, gracias a la Formación Profesional que hice, especializado en Electricidad - Electrónica, puedo cambiar una bombilla sin apenas quemarme los dedos. Un auténtico inútil con las manos. Todo era terriblemente sospechoso. E inquietante.

Llegamos a la FCVB. Era un edificio, una antigua fábrica textil, mucho más grande de lo que había imaginado. Al entrar, mi padre me presentó a varias personas, la mayoría parecían salidas de la serie Fama. Yo, por aquél entonces, estaba alejado de lo que sería el mundo artístico. De hecho, vivía en las Antípodas del mismo. El caso es que mientras hablábamos con alguien, entró Pilar. Me pareció muy alta. Y había una cierta dureza en su rostro, en su mirada. Por supuesto me acojone. Me saludó, dijo que tenía que hacer una llamada y que enseguida nos reuniríamos en su despacho, que estaba en la primera planta. Así fue.

Mi padre no estaba presente en la reunión. Saqué mi curriculum vitae, Pilar le echó un vistazo y me preguntó si sabía cual era el trabajo por el cual me habían llamado. Le comenté que más o menos. Que mi padre me había dicho algo de ayudarle en el taller. No exactamente, dijo. Necesitamos a alguien para que barra y limpie los talleres. Ojalá alguien me hubiera sacado una foto en aquél momento porque ahora ilustraría este relato y nos íbamos a reír mucho. ¿Barrer? ¿Había dicho barrer? Pilar seguramente se dio cuenta que yo había entrado en colapso y continuo hablando. Es evidente, por tu curriculum, que no es el trabajo más adecuado pero ahora mismo es lo que tenemos. 

Su sinceridad era tan brutal que me arrastró de nuevo a su universo. Pilar, le dije, yo algunas veces barro en mi casa. Algunas. Mi casa tiene 50 metros cuadrados. Vuestra escuela 1.500. Pero tampoco quiero que mi padre piense que se me caen los anillos. Empiezo a trabajar cuando me digas y, si ves que no funciono, me lo dices y a la calle. Yo mientras seguiré buscando trabajo y también te avisaré cuando lo encuentre, para que puedas buscarme sustituto. A Pilar le pareció perfecto el trato y así empecé a currar en la FCVB, seis horas al día, barriendo.

Para barrer el suelo de los talleres no se utiliza la técnica comúnmente conocida como Cariño, tienes que barrer el comedor. No. ¿La razón? Porque se levanta mucho polvo. Y transformas una clase de vidrieras en cualquier barrio de Londres a las 6 de la mañana. Y eso pone de mal humor a las personas. Al menos a las que no les gusta mucho Londres. Por supuesto, asistí a una master class que me dio Carmen, la señora de la limpieza que se ocupaba del trabajo fino, despachos, baños... 

El primer paso no parecía muy difícil. Se trataba de coger cantidades importantes de serrín, cuya unidad de medida es el pinocho muerto, y humedecerlas. No mojarlas. Humedecerlas. Las llevaba con un cubo hasta la superficie a barrer. Iba esparciendo el serrín húmedo por el taller, como si fuera dando de comer a las gallinas pero sin gallinas. Una vez había cubierto unos pocos metros cuadrados, empezaba a barrer. Si el serrín estaba correctamente humedecido, el taller quedaba limpio. Si no estaba correctamente humedecido, quedaba charco. Un drama.

La primera semana fue agotador. Yo siempre he tenido una musculatura similar a la de Woody Allen y aquello me provocó agujetas en lugares donde no sabía ni que tenía músculos. Otro problema añadido eran mis manos. Probablemente hay princesas de Disney con manitas menos delicadas que las mías. Así que, a las tres semanas de estar barriendo en la escuela tenía los callos más grandes que se han registrado desde la Tercera Glaciación. 

Por supuesto que yo seguía yendo a entrevistas de trabajo y enviando curriculums. Pero no había suerte. O no era lo suficientemente bueno. Así que seguí barriendo. 

Un día, Mònika Uz, una de las profesoras de la escuela, se me acerca y me dice, la escuela no había estado nunca tan limpia. En un primer momento pensé que me estaba tomando el pelo. Pero no. Me lo decía en serio. Evidentemente, mi plan para que Pilar me echara no estaba funcionando bien. No. Bromeo. No había ningún plan. Y lo cierto es que las palabras de Mònika me motivaron. Creo que después de ella, otros compañeros, alumnos, profesores, me felicitaron por lo limpio que lo dejaba todo. Oficialmente ya me sentía como la jodida Cenicienta, allí, triunfando entre mis fogones y esperando al Príncipe. Bueno, tal vez esta no es exactamente la metáfora que estaba buscando pero yo soy más de hipérboles...

Tres meses después, yo había echado en el suelo de los talleres de la escuela el equivalente en serrín a varios estadios de fútbol. Mis brazos habían pasado del modo Woody Allen al modo Arancha Sánchez Vicario. Los callos de mis manos estaban duros como piedras y les puse nombres bonitos y heroicos. Todo iba razonablemente bien. Incluso empezaba a sospechar que me gustaba lo que estaba haciendo. No tanto por el trabajo, que tampoco era muy épico, sino por el entorno. La gente. Los profesores. Los alumnos. Y Pilar, claro, que me llamó otra vez a su despacho...

Mira David, he decidido que te vas quince días a Praga. Flipé. Yo no sabía que los checos fueran una potencia mundial en limpieza. Me imaginé aprendiendo técnicas revolucionarias de barrido sin serrín. Igual hasta sonreí como un idiota. Te vas al taller de un artista checo, Jaromir Rybak, para aprender cómo funciona su taller de pulido de vidrio en frío. Tomarás fotos y apuntes, grabarás vídeos. Y cuando vuelvas aplicarás esos conocimientos a nuestro taller de talla. Hay una artista checa, Jaroslava Votrubová, que habla español. Ella te ayudará. Mis escasos conocimientos acerca del mundo del vidrio artístico dificultaban la magnitud de lo que me estaba contando. Bueno, pensé, si tiene un taller ¡Habrá que barrerlo! 

Poco tiempo después de volver de Praga supe que Jaromir Rybak es uno de los más grandes artistas checos en vidrio, al igual que Jaroslava. Creo que fue mejor haber ido envuelto con mi capa de ignorante. Todo fue bastante genial. Ah, y en aquél viaje a Praga ¡Empecé a escribir relatos! Allí nació el monstruo de la literatura que llevo dentro. Pero eso ya es otra historia...