La
cucaracha asomó, con suma delicadeza, su linda y amorfa cabecita por entre dos
baldosas que, además de tener un color feísimo y estar mal alicatadas, le
servían de improvisada y rústica ventana al mundo de los humanos. Una tenue y
mortecina luz, emitida por el piloto rojo del horno, iluminaba parte de su
micro-universo, imitando a la perfección el poder calórico de una enana blanca
ubicada a dos millones de años luz...
El
negro y elegante insecto miró detenidamente a derecha e izquierda y, después de
algunos segundos de duda existencial, correteó velozmente por todo el frió y
blanquecino mármol de la cocina hasta alcanzar un plato con algunos restos de
jugosa comida, que era lo más parecido que la cucaracha había visto en toda su
vida al Paraíso, según las escrituras del Apóstol Mariachi.
A
pesar de toda una serie de sucias mentiras al respecto (emitidas sin ningún
tipo de rigor científico ni geográfico), cabe decir que las cucarachas son
insectos muy limpios y tal vez incluso higiénicos por definición. Es por ello que
no quedó ni rastro de babas (ni de ningún otro tipo de sustancia pegajosa
parecida) sobre la noble piedra marmórea tras el paso del simpático animalito,
a pesar de que éste iba completamente descalzo.
Gracias
al hambre acumulado en las últimas seis horas (debido a un desagradable
incidente con una banda de ácaros que acabaron mordiendo el polvo), la
cucaracha sació su apetito devorando con lujuria gástrica unos trocitos de
pollo al curry que algún niño malcriado había dejado de comer, sin ponerse a
pensar en las terribles consecuencias que de ello pudieran derivarse,
principalmente en la bolsa de Tokyo.
Uno
de los problemas más frecuentes (y no por ello menos importante) detectado en
la curiosa psicología de la cucaracha común hispánica, es su total falta de
criterio a la hora de decidir cuando dejar de injerir alimentos, para así
evitar reventar de gula. La cucaracha tuvo la inquebrantable y pétrea creencia de
que había llegado la hora de finalizar la comilona y salir del plato, cuando
una luz cegadora la sumergió en un estado de quietud hipnótica, próximo a la
quietud post-mortem, también conocida vulgarmente por la Comunidad Regional de
Insectos como Chaf.
La
percepción de energía cinética en forma de vibraciones sonoras (que casi la
hace volcar mortalmente) significaba que debía largarse urgentemente a casita,
antes que la enorme, y no por ello menos fea, humana encontrara alguna cosa con
la que modificar su forma y volumen en partes iguales, e inversamente
proporcional a su estado de salud ideal.
Los
nervios de ambas criaturas de Dios se pusieron de acuerdo en ayudar a la
cucaracha en el primer y fallido golpetazo que la hembra humana dejó caer sobre
el duro mármol de la
cocina. Dos platos se hicieron añicos, lanzando proyectiles
cárnicos y cerámicos, de un nivel mortal elevado, que pasaron por encima de la
horrorizada cucaracha que llevaba escrita la palabra miedo en su rostro.
Un
segundo impacto, esta vez tan cercano que pudo percibir un familiar aroma a
perejil, hizo que el simpático insecto empezara a recitar en voz alta y sin
complejos, alguno de los versículos más místicos sobre pecados veniales y
pecadores mortales, con el fin de obtener un pase pernocta al Reino de los
Cienos. Cuando sus patitas estaban a punto de estallarle debido al esfuerzo
máximo por conseguir una velocidad coherente con sus ganas de vivir, observó de
reojo que la humana se había retirado un poco y andaba buscando enloquecida
alguna otra cosa con que finiquitar su existencia.
La
distancia que le separaba del pequeño orificio en forma de huida era ya
aceptable para la supervivencia, habida cuenta de la absurda estrategia
empleada por su acosadora, que le había dado unos segundos vitales para alargar
su vida un poco más, persiguiendo con ahínco obtener unas pautas de longevidad
limítrofes a las de los quelonios...
Una
vez la cucaracha llegó a la pequeña ranura de la salvación, observó horrorizada
como sólo la mitad de su cuerpecito pasaba sin dificultades por aquella trampa
mortal en forma de agujero. Aunque movía desesperadamente sus patitas traseras,
tratando de impulsarse hacia dentro, la enorme barriga repleta de pollo al
curry no pasaba aunque se untara todo el cuerpo de mantequilla. Los segundos se
convirtieron en horas y la vida de aquel pobre insecto empezó a pasarle (por
enésima vez en lo que llevaba de fin de semana) por delante de sus
ojos...
Fue
entonces cuando sintió una fuerte y húmeda presión exterior aplicada
uniformemente por todo el culo (o la parte de la cucaracha que puede adoptar
sin ningún tipo de complejos ese nombre). La embestida, entre diabólica y anal,
le empujó brutalmente hacia la oscuridad de su pequeño sub-mundo, mientras
perdía todo contacto con la realidad que tanto apreciaba...
La
hembra humana miró con expresión entre sorprendida y equina, el bote de aerosol
que su marido utilizaba frecuentemente para vitaminar sin éxito los geranios
que malvivían en el balcón de su casa. Profirió una larga y bonita frase
repleta de palabras esdrújulas que jamás deben oír los niños menores de siete
años, ni las personas propensas a la migraña. Después de coger aire, juró por lo más sagrado de la Biblia que, el
día menos pensado, cambiaría el bote de desodorante que su marido usaba inútilmente,
por uno de laca barata...
La
cucaracha, una vez recuperado el poco conocimiento que le quedaba, vaciló sobre
su estado de salud mental durante tres minutos, hasta convencerse a sí misma, y
sin mentiras, de que estaba muerta. Como todo ser muriente, busco durante cinco días al Mesías (un escarabajo
pelotero con estudios esotéricos) para formularle algunas preguntas sobre la
vida eterna, el más allá y la fermentación del queso de cabra, temas que le
tenían muy preocupada.
Vagando
como una alma en pena, hizo caso omiso a las palabras emitidas por su familia, por
sus amigos de la infancia y por parte de la Comunidad de Vecinos, pensando que
se trataba de histéricas sombras de su ya fenecida vida terrenal, en un
patético intento de comunicarse con el más allá, o sea…con ella. Estos, a su
vez, cansados de tantas gilipolleces, le colgaron la etiqueta de débil mental
subsidiaria y la enviaron de safari al restaurante chino ubicado en la esquina,
dónde vivió muchos años gracias a la firme creencia de que ningún ser vivo
puede morir en dos ocasiones...
Hoy
en día, la cucaracha es asesor bursátil en Wall Street... y está pensando en
volver a casarse.
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