domingo, 22 de noviembre de 2015

Historias de Ceyma: Escuela de cocina

A las dos de la madrugada estrecho la mano con Raúl y con Jordi en la intimidad del coche; uno después del otro, claro. Tampoco somos los tres mosqueteros. Y mariconadas las justas. Salgo y me despido de las supernenas que van en el otro coche. Todos se van a Bikini pero yo siempre he sido más de bañador. Por la calle, hago un repaso mental de las últimas horas. Mientras me meto en la cama, no puedo evitar una sonrisa…

El lugar era espectacular. Nunca tuve la más mínima duda. Jordi es un tío que igual nos escribe sin eñes desde Madagascar o sin acentos desde Irán. Rosa Álvarez se escandalizaría, lo sé. Es el tipo de persona al que no te imaginas comiendo en un McDonals, salvo que su hijo le apunte con una pistola de Buzz Lightyear en el pecho. Porque a nadie le gusta ser desatomizado por culpa de un miserable Big Mac…

Sí, es verdad. Faltó gente. Pero también es verdad que cada vez somos más y si es difícil que Ronaldinho vaya a los entrenamientos también lo es quedar todos y nuestras circunstancias adversas un viernes por la tarde en Barcelona. Dejando a un lado a los que chafan su coche y llaman con el tío de la grua al lado, también es cierto que el esfuerzo de Jordi en reservar un lugar en el cielo merecía un sms. No es una crítica. Es un comentario de texto, tratando, una vez más, de homenajear a nuestra querida Rosa Álvarez.

Las fotos de chico Mango que trajo Jordi merecen un capítulo aparte. Si yo he establecido que nuestro Casti se parece a Joey Tempest es porque soy un vidente de la grandeza de Aramis Fuster. Con 21 añitos Jordi era una fotocopia hispánica del cantante de Europe. Presento como prueba número 1, la primera foto del book. Ahora le toca a Jordi colgarlas y compartirlas con todos aquellos coleguitas de Ceyma Returns que no pudieron asistir a la cena...

La comida. ¿Qué decir de los alimentos que consumimos? Yo, que soy un tipo humilde donde los haya, voy poquito a comer a restaurantes de lujo porque luego te cobran y te hacen un siete en la economía doméstica. Sin embargo, y debido a mi edad, que dicho de paso es la vuestra, he estado comiendo en infinidad de lugares de este planeta, porque morir de inanición siempre me ha parecido estúpido viviendo en Barcelona. Bien, como diría mi dermatólogo, vayamos al grano; creo que sólo en dos ocasiones mis papilas gustativas han sentido un placer parecido en tan poco espacio de tiempo. Me quedo con las excelentes tostadas de foie, a pesar del cachondeo que hicimos, el guacamole con salsa de aceitunas, el delicioso atún que hizo que me planteara en dos ocasiones demandar al señor Calvo, unas setas con las que alucinabas y ese magret de pato que estaba como para pedir perdón a la madre del Pato Lucas. Y gracias por no pasarme la salsa de marisco a pesar de mis chistes malos. Sois buena gente.

Y para terminar este relato que es posible que le suba el azucar a más de uno (cuando me pongo sentimental doy bastante asco, lo sé) quisiera hablar de los seres humanos que vinieron a la cena. Sin ánimo de ofender a nadie, estuve encantado de estar al lado de Óscar. De hecho, siempre he pensado que Óscar y yo podríamos haber llegado a algo más que una simple amistad si Silvia no hubiera venido aquella tarde al cine Emporium. Incluso habríamos adoptado algún niño congoleño, que hubiera triunfado años más tarde en el Barça. En fin, que de puta madre tenerlo toda la velada a mi lado recordando sucedidos.

Claro que al otro lado y siguiendo los designios del destino caprichoso, estuvo, una vez más, Mada. De hecho, es como si siempre hubiera estado cerca, cosa que es totalmente imposible porque la hubiera reconocido en la cola de la panadería. Estoy casi seguro que si hacemos una regresión conjunta en la consulta de un psiquiatra, preferiblemente argentino, descubriremos que en otra vida fuimos Romeo y Julieta, Pixie y Dixie o Ramón y Cajal.

Junto a Mada estaba Manuel, que se pasó la cena sonriendo ante el tsunami de anécdotas que amenazaba con aplastarnos a todos. Da una sensación de calma y serenidad que equilibra la epilepsia verbal y mental de algunos otros.  Por no decir otras. No pude hablar mucho directamente con él, pero me sirvió, como mínimo, tres veces vino y eso no se paga con dinero. Para todo lo demás, Mastercard.

Luego estaba Jordi. Esta vez ha sido el catalizador, responsable y culpable de que nos volviéramos a ver las caras. Sin lugar a dudas. Un tipo sorprendente. Un instigador del buen rollo. En esta ocasión habló poco de mi espalda pero se lo perdono porque tampoco es traumatólogo. Escogió un entorno maravilloso para mostrarnos sus fotos de chico Mango. No tengo palabras. Aunque la perfección no existe, Casti se esforzó en conseguirla.

Raúl llegó tarde porque está aprendiendo algo relacionado con las salsas y los cubanos. Personalmente me sorprende, porque siempre me ha parecido muy machote para verse envuelto en asuntos turbios con Dinio o su hermano. O ambos. En fín, no voy a repetirme, como el ajo, con él. No más alabanzas, amigo Sancho. Estoy encantado de haberlo recuperado. Tiene una piscina de puta madre. Por ponerle una pega, diré que esa barba que se ha dejado hace que parezca que tiene la edad que tiene. Nada que no pueda resolver el señor Wilkinson…

Silvia y Susanna llegaron un poco tarde con la triste excusa de que venían desde la otra punta de Catalunya, dejando a un lado que era viernes y la entrada a Barcelona está más difícil que lavarse los pies dentro de una botella de Coca Cola. Pero como estéticamente nos encajaban en el maravilloso ambiente, nos alegramos mucho de verlas.  El esfuerzo que hace Silvia por venir a las cenas es comparable al que hacemos Óscar, Manuel, Casti y yo juntos por parecernos a Brad Pitt. Y además, ella es mucho más guapa. Le recordé que la vez que estuvimos más unidos (fuera del episodio en el cine) fue en el autocar de vuelta del viaje de fin de curso. Fue muy entrañable oirle decir ¿de verdad? Lástima que ya no sea nuestra única futura presidenta de la Generalitat. Le ha salido competencia. Me lo ha contado un pajarito. Pero eso será otra historia ceymera…

Maribel se convirtió en nuestra Cenicienta particular. A las doce se levantó, puso la pasta sobre la mesa y dijo: me voy de fiesta. Probablemente Maribel tenga el espíritu más joven de todos los que estuvimos en la cena. Sigue recordándome mucho a la chica de La Patro. Y creo que también es justo remarcar que, Maribel, ha sido la persona que ha localizado a más  radiografías de ceymeros por metro cuadrado de todos los que estamos en este manicomio. Aunque luego no vengan.

Y de Silvia no voy a decir nada. No me atrevo después de lo que dijo Jordi sobre ella y la armonía mundial. Si llega a decir eso de mí hubiera estado hinchado durante una semana. Pero no lo dijo. Finalmente fueron gases. Está claro que Silvia aporta equilibrio emocional al increíble grupo de chalados que hemos formado. Siempre sonríe. Eso está bien. Es la típica persona a la que cuesta imaginar invadiendo Irak.

Si he olvidado a alguien no tengo perdón de Dios. Pero hace mucho tiempo de la cena, estoy perjudicado de memoria con la edad y es demasiado tarde para una persona que ha cenado salchichas, queso y cebolla. Hasta la próxima.

sábado, 21 de noviembre de 2015

Simiólogos de un desequilibrado: El cazón en adobo

El verano pasado me atreví a cruzar España en mi puto coche (ver entradas anteriores) para ir a pasar unos días a Cádiz. Lo hice acompañado de mi media naranja y los dos churumbeles que habitan en mi casa, sin pagar ni un céntimo de alquiler por ello. En Cádiz nos esperaba una gran amiga, que pasó a ser enorme al aguantarnos durante quince días, con sus correspondientes quince noches.

Cádiz tiene cosas hermosas. Cádiz tiene lugares maravillosos. Cádiz tiene gente estupenda. Pero a mi me enamoró el cazón en adobo.  Los tíos somos simples. Sexo y comida. El cazón en adobo es comida de la ostia. Que el pescado rebozado este no tenga espinas cuando es cocinado es una prueba inequívoca de la existencia de Dios. Odio el pescado con espinas de igual forma que odio la carne con huesos. Soy un jodido sibarita al que le encanta comer con las manos. Cuando voy a una boda y me veo rodeado por docenas de cubiertos no puedo reprimir el deseo de un divorcio inminente. Y dejo una reflexión en el aire… los japoneses cuando van a una boda ¿tienen cientos de palitos distintos para el sushi? La vida es siempre un dilema difícil de resolver, si es que los dilemas se resuelven.

Hoy he cenado cazón. La persona que se empeña en compartir mi vida desde hace diez años a pesar de ser como soy, me ha preparado una cena de ensueño. Ni siquiera el gol del Espanyol la ha estropeado. He cenado de puta madre. Y no he podido evitar venir hasta el teclado y narraros este pedacito de mi vida. Joder, que bueno estaba el puto cazón. Y ese saborcito avinagrado. Y esa carne que recuerda al rape si estás tomando un buen vino de aguja. Lo bueno del vino de aguja es que lo puedes tomar sin ser costurera. La vida tiene paradojas tan idiotas…

Pues eso. He cenado como catorce piezas de cazón rebozado, que evidentemente me han sabido a poco, y soy uno de los tipos más felices del planeta, sin contar a David Beckham, por supuesto, que a estas horas debe estar contento de la ostia. Parece mentira como las cosas pequeñas nos hacen tan felices. Aunque veinticuatro mil euros tampoco me irían nada mal. La cuesta de Enero es muy jodida cuando tienes familia numerosa. Y perro. Que ahora tengo perro. Pero eso merece una entrada a parte. Pero como la vida es bella si vives el momento (siempre que el momento que vivas no sea el de hace veinte años), aprovecharé este momento cazón para disfrutar de tanta belleza. Iba a colgaros la receta del cazón en adobo que nos pasó la madre de nuestra colega gaditana, pero me he dado cuenta que se me acaba el número máximo de líneas por entrada de diario que tengo asignadas. Así que con un poquito de suerte, otro día la paso al ordenador y la hago universal, para que todos los jodidos mortales de Mi Pasado podáis cenar como Dios manda, si tenéis la suerte de tener un cocinero o cocinera a mano.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Noga, el pequeño dragón

En algún lejano lugar del universo, los dragones del reino Esmeralda estaban tristes. Especialmente sus reyes. Ellos, gobernantes de uno de los pueblos más prósperos y civilizados de toda la Tierra Malva, recibían, desde hacía ya un año, la terrible visita de Jorge, el maldito caballero blanco, quién se llevaba siempre encadenada a una de las jóvenes dragón bajo amenaza de exterminar a toda la comunidad. Así pues, cada primera noche de luna llena se producía aquel hecho tan lamentable que ensombrecía las almas de todos los grandes dragones verdes del reino.

Al principio, los dragones más grandes, fuertes y valientes intentaron enfrentarse a Jorge. Pero el caballero blanco poseía terribles armas. Una poderosa lanza con la que atravesaba fácilmente el corazón a todos sus adversarios y una diabólica ballesta que alcanzaba la cabeza de los dragones que lo intentaban desde el aire. Su armadura y su escudo le protegían de cualquier  ataque...

Finalmente, el viejo rey, harto de ver morir luchando inútilmente a su pueblo, decidió acceder a los deseos del caballero blanco. Y como era un rey justo, decretó realizar un sorteo mensual entre todas las jóvenes dragonas del reino, incluidas dos de sus hijas menores. El último sorteo celebrado había sentenciado a la más pequeña. El rey y la reina estaban destrozados y durante unos días estuvieron encerrados en el castillo. Tras mucho meditar, los monarcas decidieron enfrentarse a muerte al caballero blanco antes de entregar a su pequeña.

Dos días antes de la luna llena, apareció por aquellos lares un pequeño dragón rojo. Hacía siglos que no se veía uno por el reino y aquel acontecimiento no gustó demasiado a la comunidad de dragones verdes. Los dragones rojos no fueron nunca bienvenidos en prácticamente ningún lugar de la Tierra Malva, debido a su carácter agresivo y dominante. Sin embargo, éste era muy pequeño, apenas dos metros, y no pareció demasiado agresivo cuando pidió amablemente cobijo en la posada del pueblo.

Noga, el dragón rojo, fue llevado a un habitáculo confortable donde descansar, después de una buena cena y una atención más que correcta por parte de la dueña de “El Cielo Dorado”. Al día siguiente, cuando el pequeño dragón fue a pagar los servicios prestados, pudo percibir el miedo y la tristeza en el rostro de su anfitriona. Al preguntar el motivo de tanta pesadumbre, fue informado del infortunio que perseguía a todo el reino desde hacia ya más de un año y de la existencia de Jorge, el terrible caballero blanco.

Noga, meditó durante unos breves segundos y partió directamente hacia palacio. Allí, después de una tensa espera bajo la atenta mirada de los enormes guardias de la entrada, fue recibido por el rey en persona y algunas de sus jóvenes hijas, entre las cuales se hallaba la desafortunada princesa Sarganta. El rey explicó detalladamente al joven dragón la penosa situación y la decisión que había tomado junto con su esposa: defender a muerte la vida de su hija pequeña.

El pequeño dragón rojo, hipnotizado por la hermosura de la pequeña princesa, le propuso al rey acabar personalmente con el caballero blanco, siempre y cuando le fuera concedido el honor de casarse con su hija menor. El rey esbozó una sonrisa, agradeció el gesto, pero se negó a aquel absurdo sacrificio.

Noga insistió tanto y de tal manera que, finalmente, el rey no tuvo más remedio que aceptar tan sorprendente propuesta. Una vez el pequeño dragón obtuvo el sí real, desapareció durante el resto del día. Algunos dragones verdes de las afueras afirmaron verle volar hacia las viejas minas de carbón...

La noche más temida llegó. El aspecto de todo el reino era fantasmal. Silencio y oscuridad, fueron adornados con una mortecina niebla. Una vez más, todos los dragones verdes se refugiaron en sus casas, y tan sólo el rey y la reina, con su hija pequeña detrás, salieron al encuentro del caballero blanco. Del pequeño dragón rojo nada se sabía.

Y por fin, cuando la luna llena iluminó la noche, una terrible figura blanca apareció una vez más  por el horizonte, montada en un hermoso corcel. Su lanza brillaba en la oscuridad, al igual que su armadura y el emblema de su escudo. Los tres dragones verdes desplegaron al unísono sus alas en una clara señal de estar preparados para la batalla. El caballero blanco alzó su lanza a modo de respuesta.

De pronto, surgido de la nada, apareció el pequeño dragón rojo. Jorge, el caballero blanco detuvo su caballo, y con una sonrisa en sus ojos desmontó. Mientras andaba firmemente hacia el pequeño dragón, cargó su ballesta. Tres afilados proyectiles fueron disparados hacia la cabeza de Noga, que volvió a desaparecer ante el molesto asombro del caballero blanco. El asombro de los tres dragones verdes fue aún mayor, pues tenían que esquivar como fuese los proyectiles que sorprendentemente –ahora- iban hacia ellos. El viejo rey, lento de reflejos, vio como una de sus alas era perforada...

El pequeño dragón rojo se elevó una docena de metros del suelo. Acto seguido lanzó una llamarada pequeña pero intensa hacia el caballero blanco, que se tambaleó hasta caer de espaldas. Jorge se levantó, agarró fuertemente su lanza y apretó con fuerza sus dientes. Estaba muy enojado. El pequeño dragón se lanzó en picado hacia el caballero blanco y le vomitó una bola de fuego que le dio de pleno en el hombro izquierdo. El caballero blanco gritó de dolor, antes de oler su carne quemada y ver como su brillante escudo caía al suelo junto con todo su brazo.

Noga, ante la estúpida e incrédula mirada de Jorge - y la de los dragones verdes -, se elevó de nuevo y lanzó su más terrible ataque. Un espiral de fuego envolvió al caballero blanco, que durante un breve instante se convirtió en el caballero rojo para terminar siendo el caballero negro. El viento se encargó de esparcir sus cenizas por la noche...

Victorioso, el pequeño dragón rojo dio media vuelta y se fue hacia la sonriente princesa, a la que tomó como esposa tres días después, en una de las fiestas más multitudinarias jamás celebradas en el reino Esmeralda. Al final de la ceremonia, Noga entregó a su joven esposa, a modo de ofrenda, el brillante escudo del caballero blanco. Aquél día se creó una entrañable tradición entre los dragones verdes, y desde entonces todo dragón que se precie obsequia a su esposa – en el día de su boda – con una hermosa rosa roja, el símbolo que todavía hoy luce en el escudo del caballero blanco.


Pero, ni los dragones más sabios del lugar han descubierto todavía que demonios impulsa a las dragonas desposadas a obsequiar a sus maridos con un libro...

viernes, 13 de noviembre de 2015

Rojos

Era Nochebuena. Una más, bajo un cielo limpio, despejado... magnífico; con luna llena incluida en el lote. Pasando un poco de frío entre mis cartones, en el oscuro fondo de un callejón sin salida que da a una de las avenidas principales de mi ciudad. En otra vida fui un ejecutivo; joven, altivo, arrogante, egocéntrico. Con mucho dinero y con demasiadas prisas. Arrollando, pateando y pisando a todo aquél que se me pusiera por medio. Yo era un auténtico cabrón.

Uno de mis muchos defectos por entonces, era que jamás obedecía a los hombrecillos rojos de los semáforos. Ellos me advertían siempre con su luz que debía detenerme. Yo solía atravesar media ciudad, sin prestarles atención. Hasta aquel día. Un veinticuatro de diciembre, dos chicas que iban en una motocicleta acabaron debajo de un camión al intentar con éxito no atropellarme. Por enésima vez, cruzaba una calle con el semáforo en rojo. Eran muy jóvenes... y bonitas. Acabé con sus vidas. Murieron en el acto... y yo, aunque parezca increíble (juicio e indemnizaciones aparte) morí con ellas...

Pero eso fue en otra vida. Una vida que trato de olvidar. Ahora sólo soy un pobre y desquiciado alcohólico que malvive en la calle, de la bondad y las limosnas de los demás.

Bebí un par de tragos más para celebrar que llegaba el día de Navidad y me quedé dormido. Soñaba que comía un delicioso pavo asado con ciruelas de guarnición y bebía el más exquisito y burbujeante de los cavas... cuando escuché aquellos gritos. Gritos que, en lugar de pedir pavo, pedían auxilio. Eran chillidos de muchachas. Me dolía un poco la cabeza y no supe hasta pasados unos segundos si estaba despierto, soñando o muerto. Como vi la luna deduje que todavía era de noche. Las luces de la gran avenida también iluminaban parte de mi estrecho callejón. Sin embargo, donde yo estaba estirado – protegido por mis cartones - reinaba la oscuridad.

A unos cinco metros de donde me encontraba pude distinguir un grupo de jóvenes. Había dos chicas, que evidentemente eran las que gritaban, y media docena de chicos.  Ninguno de ellos tendría todavía veinte años. Dos de los jóvenes más robustos habían cogido a las chicas por detrás y les tapaban violentamente la boca con sus enormes manazas. Un tercero golpeó el estómago de una de ellas (la que más se revolvía), mientras le arrancaba la blusa, dejando al descubierto dos alucinantes pechos; empezó a lamérselos con asquerosa lujuria mientras la parte más oscura de mi ser ardía en deseos de imitarle. La otra muchacha estaba siendo magreada salvajemente por tres de esos cabrones, que ya habían conseguido quitarle los pantalones.

Me levanté sin apenas pensar lo que estaba haciendo. La parte menos oscura de mi espíritu estaba empezando a sentirse mal. Tras un pequeño sobresalto entre el grupo de jóvenes violadores (por la repentina aparición de un tipo de entre las sombras), dos de los gorilas sonrieron y vinieron hacia mí. Se habían percatado de que yo no era Batman...

Recibí un puñetazo en el estómago y tras dos segundos sin respirar, vomité sobre uno de ellos. El tipo exclamó unas cuantas lindezas sobre mi persona, por las cuales deduje que no íbamos a ser amigos. Esquivé una bota que iba directa hacia mi cabeza y aquél  segundo gilipollas resbaló en mi vómito cayendo de espaldas sobre el mismo. Se puso también perdido. Aquello apestaba y les sentó fatal. A ambos. Ya no sonreían. Se estaban enfadando... y mucho.

Gateé como pude hasta donde estaba el resto del grupo. Las chicas tenían los ojos llenos de lágrimas, unos ojos que parecían haber albergado esperanzas con mi aparición. Pobres criaturas. Ambas estaban ya casi desnudas. Me parecieron preciosas.

Mientras permanecía hipnotizado por los maravillosos encantos físicos de las chicas noté que me levantaban aquellos dos energúmenos y me lanzaban con violencia contra una de las paredes del callejón. Reboté, y siguiendo una parábola perfecta, acabé contra el suelo. Boca arriba, como una pobre tortuga. Pude ver como unos ojos inyectados de sangre se acercaban a mí. Había cortado el rollo de aquellos desgraciados, al menos momentáneamente, y no parecían dispuestos a olvidarlo fácilmente.

De una patada que casi me revienta los intestinos fui a parar a la avenida principal. No había ni Dios. Dios suele pasar la Navidad en las casas de la gente de buena voluntad...

La avenida estaba iluminada por viejas farolas, deprimentes luces navideñas en forma de arboles e infinidad de semáforos. Mientras mi boca sangraba, me fijé que todos los semáforos estaban en rojo. Esta Navidad no trabajaba ni Dios ni los de tráfico, pensé. Por cierto, y hablando de trabajar, ¿donde estaban ahora los policías municipales que tantas veces me incordiaban durante el día?

Aquellos animales me volvieron a levantar y volé justo hasta el centro de la calzada. Me dolía absolutamente todo. Pero me levanté. El vino estaba haciendo milagros. Me importaba un bledo todo. Si tenía que morir, moriría. De todas formas ya estaba muerto. Cuatro de los tipos vinieron hacia mí, mientras los otros dos mastodontes seguían sujetando a las chicas en el callejón. Respiré hondo, busqué fuerzas donde no existían... antes de quedarme boquiabierto. ¿Era el vino o cientos de hombrecillos rojos estaban saliendo de los semáforos al unísono, dirigiéndose en formación militar hacia donde estábamos?. Al acercarse, se dividieron en varios pelotones. Había cientos. Miles. Y muchos más iban apareciendo - a la velocidad de la luz, por supuesto - desde todos los rincones de la ciudad...

Mientras tragaba saliva, mezclada con un poco de mi propia y dulce sangre, pude contemplar como los hombrecillos rojos rodeaban a los seis cabrones. Y entraron dentro de sus cuerpos, penetrando orificios nasales, bucales e incluso anales. Los muy cerdos empezaron a ponerse “calientes” – pero no metafóricamente, sino esta vez de verdad -. Estaban “rojos”, como si estuvieran ardiendo por dentro. Vaya, era difícil no apreciar que realmente estaban ardiendo por dentro. Se quemaban. Se retorcían por el suelo. Sus expresiones reflejaban el horror de lo que estaban sufriendo, pero no salían gritos de sus gargantas. Supongo que sus cuerdas vocales habían dejado de existir. En cinco minutos se convirtieron en  un montón de carbonilla, que una suave brisa se encargó de esparcir por media ciudad. Pobres asmáticos. Las chicas yacían inertes en el suelo. Agotadas por la tensión habían perdido el conocimiento. Me acerqué a ellas e intenté vestirlas con algunos de mis harapos que tenía entre los cartones. Las abrigué todo lo que pude y aproveché para besar sus labios; ocasiones así no se pueden desaprovechar...

Noté un intenso calor en mi espalda. Me di la vuelta... muy lentamente. Sabía exactamente quién o qué estaba detrás de mi culo. Había un grupo de unos doce hombrecillos rojos que, sin rostro, me sonreían. Parecía ser que ¿Dios? había estado haciendo horas extras, también en Navidad. Los hombrecillos rojos dieron media vuelta y desaparecieron a la misma velocidad a la que habían aparecido. Regresaban a su hogar...

Me puse mi mugriento abrigo de los domingos, cogí mi última botella de vino, una colilla de puro reservada para las grandes ocasiones y paseando por la avenida silbé un alegre villancico. Que demonios, por fin era Navidad.


Publicat al Nitecuento nº 10, desembre del 2000

viernes, 6 de noviembre de 2015

Paloma

El día se fue torciendo paulatinamente. Después de una mañana de trabajo triunfal, en la que había terminado con todos los asuntos acumulados en la oficina, tuve un ligero escalofrío que evolucionó hasta convertirse en una serie corta de estornudos, para acabar mi jornada laboral con dolor de cabeza, ojos llorosos y una caída de mocos considerable. Estaba resfriándome...

Comí poco y mal, antes de ir a buscar a mi hijo al colegio. Tomé un café con leche muy caliente que abrasó parte de mi aparato digestivo. Hice cola en la puerta del colegio. Sabía que cuando saliera mi hijo, antes del beso, me suplicaría ir al parque, donde un paraíso de colegas, columpios, toboganes y casetas de madera nos esperaban. Cuando le dije que sí, sus ojos reflejaron una inmensa alegría espiritual. Los míos seguían llorosos y además me picaban por dentro...

En el parque se encontró - entre gritos - con Paloma, una de sus compañeras de clase. Una niña de siete años, de bonita sonrisa, ojos grandes, expresivos y la estatura de un avestruz adulto. Al lado de mi hijo, que es del tamaño de un pingüino, Paloma parecía un gigante. Cuando vi que empezaban su particular ronda de juegos saqué un pañuelo y deposité en él mis mocos.

Me encontraba fatal. Cada vez peor. Seguro que hasta tenía fiebre. Mientras me dolía horriblemente la cabeza me quedé observando a las gentes que compartían espacio conmigo en el parque. Diversidad de formas y colores. Dos pequeños se estaban poniendo perdidos de arena mientras sus madres hablaban con el padre de un tercero que intentaba no dejar seco ni un solo centímetro cuadrado de su ropa, mojándose bajo una fuente mientras intentaba beber. Había una chica que daba vueltas por el parque en su bonita bicicleta, mientras un perrillo del tamaño de un melón (y con la misma forma) intentaba sin éxito seguirla durante el recorrido. Una señora de unos cincuenta años se acercó hasta el banco donde me había dejado caer y me saludo con un cordial “Hola, buenas tardes”. “Hola” le respondí. Pensé en advertirle que había escogido sentarse en el peor banco del parque, pero finalmente opté por girarme hacia un lado y así, aun a riesgo de parecer el tipo más antipático del universo, no enviarle una dotación de microbios infecciosos...

Me pesaban los párpados; me dolía la cabeza; me lloraban los ojos; y ¿quién demonios había puesto un grifo estropeado justo en el lugar donde horas antes estaba mi nariz?. El pañuelo estaba - literalmente - chorreando, así que busqué en todos los bolsillos de mi pantalón para ver si encontraba otro seco. Nada. Una gota empezó a resbalar hasta la punta de mi nariz. Debo advertir que mi nariz haría ruborizar al mismísimo Cirano de Bergerac. De repente, pensé en la cartera de mi hijo; él seguro que tenía muchos pañuelos, aunque ahora me conformaba con encontrar tan solo uno. La gota ya desafiaba la fuerza de la gravedad cuando Dios, en forma de pañuelo, apareció en uno de los bolsillos laterales... En pleno éxtasis místico y rodeado de música celestial, me soné la nariz.

Levanté la cabeza y busqué con la mirada la ubicación actual de mi hijo. Estaba persiguiendo a Paloma, a la cual no alcanzaría ni en cien años, salvo que ésta tuviera una lipotimia. Paloma subió a la caseta de madera ubicada en el centro del parque y, una vez en ella, al tejado de la misma. David, mi hijo, no podría subir al tejado hasta dentro de tres años, así que cuando le pareció que ya no era divertido verla reír desde las alturas, dio media vuelta y fue a tirarse por el tobogán más alto.

Paloma permaneció quieta, sentada sobre el tejado de la caseta, buscando con la mirada a David.  Mi cabeza iba a estallar en cualquier momento, poniendo perdido el bonito vestido floreado de mi ocasional compañera de banco. Sentí un nuevo escalofrío. Seguro que tenía mucha fiebre; pero le había prometido una hora de parque a mi hijo y solo llevábamos allí diez minutos, y una promesa es una promesa, aunque llevarla a cabo cueste una semana de cama. Se me cerraban los ojos y pronto comprendí que me dormiría en el banco. Empecé a sudar. Un sudor frío y pegajoso inundó mi espalda. Quedaba una eternidad entre mi presente en el parque y mi futuro en la cama. Resignación...

Paloma seguía sobre el tejado de la caseta. Mis ojos se cerraron nuevamente, en un lento parpadeo... y cuando los abrí, donde hacía unos segundos estaba Paloma, ahora había... una paloma. Me quedé perplejo, sorprendido, aturdido e idiotizado (aunque no necesariamente por este orden). La paloma desplegó sus alas. Alzó torpemente el vuelo, cruzó el parque revoloteando en una trayectoria imposible; esquivó milagrosamente dos enormes palmeras y la cabeza de una abuela que seguramente andaba buscando a su nieto, para acabar aterrizando justo a escasos centímetros de mis zapatos.

La paloma me miró, con aire victorioso y yo cerré nuevamente los ojos esperando despertar en mi cama junto a un vaso de leche caliente con miel y varios analgésicos...

Una cosa es tener la gripe, pensé. Otra cosa es estar enfermo. Y otra muy distinta es observar a una niña que se llama Paloma, transformarse en una paloma y verla atravesar un parque volando. Afortunadamente sus padres no escogieron nombres como Nieves, Mar o Estrella… el espectáculo hubiera podido ser inenarrable...

Mis ojos se abrieron; y nuevamente tenía ante mí a Paloma. Sonreía y sus ojos brillaban más que nunca. Parecía divertirle mucho toda aquella insólita situación. Sin embargo, su expresión se tornó más sombría cuando al intentar hablarme, de su boca sólo salió un ridículo e ininteligible... PíO, PíO.

martes, 3 de noviembre de 2015

El Columpio

Me gusta estar aquí, sentado en este banco, mientras la nieve cae sobre mis rojas orejas. Tengo las orejas grandes como Dumbo. Dios tiene un extraño sentido del humor. Algunas veces es tan teatral. Me subo el cuello del abrigo para empatizar con mi entorno. Pero no hay nadie. Me gusta la soledad.

La niña se acerca al columpio, gesticulando. Sonríe divertida. Cualquiera que la vea pensará que habla sola. Pero como ya dije, todavía no hay nadie en el parque. Bueno, estoy yo. Pero ella no me ve. Yo la observo atentamente. Esos ricitos dorados. Ese lacito rosa. Ese vestidito tan corto. Me gusta ver cómo se balancea en el columpio. Arriba, abajo. Arriba, abajo…

Por fin aparecen los cuatro niños en el parque. A pesar de tener ocho años, son unos hijos de la gran puta. Unos apestosos cabrones que pasean su brutalidad infantil disfrazada de falsa inocencia. A mi no me engañan, por supuesto. Puedo ver la maldad en su alma. Son grandes tiempos para el lado oscuro. Yoda está jodido.

Los niñatos zarandean a la pequeña. Le gritan. La golpean. La niña cae sobre la fría nieve. Son “tan” valientes estos niños. Seguramente, cualquier subnormal con estudios en psicología justificaría su comportamiento echándole la culpa a sus padres, a sus educadores, al alcalde o incluso al mismísimo Papa de Roma. Porque a la gente le asusta pensar que el Mal está presente en algunas personas, por muy niños que sean.

La niña está llorando cuando se hace un silencio sepulcral. El columpio sale brutalmente despedido contra la cabeza del hijo de puta jefe y queda partida literalmente en dos. Los otros tres dejan de ser tan valientes, porque nunca lo fueron. Bastardos. La niña sonríe y le habla al columpio, que golpea como un tentáculo enloquecido todas y cada una de las cabecitas huecas que quedan en pie. Alguno hasta tiene tiempo de mearse antes de morir.

Me levanto del banco. La niña se da cuenta de mi presencia y se pone en pie, quitándose la nieve de su vestidito. Me mira asustada y deja de sonreír. Me acerco hasta el columpio. Le paso mi mano por el pelo.

- Lo siento, niña. Pero tu hermano se viene conmigo…

Ofrezco mi mano al niño que me mira desde el columpio. Sabe que su venganza le llevará conmigo al Infierno. Pero también está al corriente de que los bastardos que lo mataron “accidentalmente”, hace seis meses, nos acompañarán. Y sabe que me dan asco. Y eso le gusta. Y sonríe. Y a mí me encanta la sonrisa del pequeño. Y me encantan las historias con final feliz. Qué cojones. Soy un jodido romántico…