jueves, 3 de septiembre de 2015

Gulam

Siempre me ha gustado comer. Engullir en gran abundancia. Devorar alimentos como un poseído por el más hambriento de los demonios del infierno.


Mi gran aliado ha sido, sin duda, mi metabolismo, poco dado a acumular grasas. Esta es la principal razón, a mi entender, por la cual mi aspecto físico ha sido siempre el de un tipo delgado. Aún así, desde hace un par de años, he variado un poco mi dieta alimenticia debido a un exceso de grasa -según mi ideal estético- en determinadas zonas de mi cuerpo.

Así pues, respeté esta dieta los primeros días de estancia en el viaje que realicé a un país extranjero, con la creencia de que sería lo más adecuado para mi estómago. Durante estos primeros días en esta gran ciudad, no tuve ningún tipo de problemas de asimilación de alimentos (léase gastroenteritis, diarreas...) siendo mi dieta alimenticia discreta y más bien correcta. Mis viajes al excusado eran regulares y puntuales como un viejo reloj suizo.

Mis problemas empezaron, realmente, hace seis días. Paseaba -en mi día libre- intentando descubrir la arquitectura de tan bella ciudad cuando tropecé con un oasis en medio del desierto... un restaurante italiano. Un aroma embriagador me agarró por el cuello y me llevó hacia una de sus mesas. De primero, ravioles al "pesto"; carne a la pimienta verde de segundo, acompañada de patatas y guarnición de ensalada. Doble de helado italiano de postre y un té para hacer la digestión más agradable.

Aquella noche, mi puntual visita al excusado fue una bonita hora para la lectura... pero nada más. Al día siguiente observe con desagrado como mi barriga había aumentado considerablemente de tamaño. Gases, pensé.

Llegada la hora de comer aterricé nuevamente en mi bienamado restaurante italiano. Comí, nuevamente en abundancia: deliciosos macarrones con salsa boloñesa cocinados por algún dios romano; doble de escalopa milanesa con guarnición de exquisitas setas, ensalada y un gigantesco helado de cinco bolas, venerado por mí como si de un tótem sagrado se tratara. Y como no, el habitual té para hacer más fácil la digestión. 

Pasados cuatro días, mi enorme barriga impedía verme los pies. Mis visitas al excusado eran tan inútiles como las rebanadas de los extremos de un pan de molde. Seguía comiendo bastante y estaba muy preocupado. 

Mis anfitriones, al contrario, se mostraban sumamente felices con mi oronda figura. Me comentaban que, normalmente, cuando una persona viaja fuera de su país pierde peso. Yo había ganado más de cuarenta kilos, todos ellos aposentados en mi enorme barriga.

Me dolía bastante la espalda, debido al peso abdominal y sentía un estiramiento -a veces doloroso- de los músculos de mi pecho. Mi esternón parecía hundido en mis pulmones y me dificultaba una ya de por sí triste respiración. No me sentía nada bien, aunque no quise molestar a mis anfitriones por un día de estancia que me quedaba. Pensé que, al llegar a casa iniciaría una rigurosa dieta...

Hoy es mi último día de estancia en esta gran y maravillosa ciudad. Mi barriga ha crecido un poco más esta noche. Apenas puedo sostenerme en pie. Necesito ayuda para calzarme y vestirme con unas ropas -viejas y muy grandes- que amablemente me han conseguido. Ya peso cincuenta kilos más que cuando llegué, todos ellos cuidadosamente ordenados en mi hermoso barrigón. Me duele, siento una enorme hinchazón; casi puedo sentir mis intestinos repletos a rebosar...

Es hora de comer. Mis anfitriones han preparado algo especial para mí. Parecen muy felices. No acierto a pensar si será por mi inmediata partida o tal vez por mi "magnifico" aspecto. Les comento que prefiero no comer demasiado, por el viaje. Sonríen. Insisten una vez más. Un dolor muy agudo nace de lo más profundo de mi ser. Después de dos platos, aparece un precioso pastel de postre. Todo tipo de frutas confitadas -traídas del paraíso- cubren su superficie, coronada por un chocolate con mi nombre escrito en deliciosa nata. 

El dolor se agudiza. Cortan el pastel. Mi trozo es enorme. Miro aterrorizado como mi mano coge la cuchara. Mis intestinos vibran. Engullo el pastel en pocos segundos. Una fuerte sacudida se produce dentro de mi ser. Oigo un estallido sordo y las caras blancas -como la cera- de mis anfitriones se tiñen de un rojo oscuro muy peculiar. 

Mientras mis ojos se van cerrando lentamente, veo mis intestinos deslizarse sobre la mesa cual tentáculos sangrientos de una bestia asesina. Solo espero que llamen pronto a un buen cirujano...

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