domingo, 10 de mayo de 2015

Historias de Ceyma: Sexto

Por motivos que a la mayoría de vosotros os debe importar un carajo, me he propuesto contaros mi primer día de colegio en sexto de EGB. Digamos que alguien me ha conectado con ciertos recuerdos de mi pasado e igual podemos reírnos un rato. Para centrarnos un poco en la época de la cual estamos hablando, os diré que por aquél entonces solía cazar Stegosaurios con mi abuelo todos los fines de semana, cerca de la boscosa localidad de Vallvidriera. Tendría unos doce años, una edad muy jodida para casi todo. Me satisface presumir de que probablemente fui uno de los primeros precursores del movimiento freak; flaco, feucho, tímido, empollón y capaz de ponerle nombre y apellidos a todos mis Madelman. Sí, amigos, lo de Santiago Seguro fue muy posterior. 

Después de pasarme la primera parte de mi vida escolar en un colegio que estaba a dos minutos de casa, cosas de la vida, en forma de cierre por falta de alumnos, obligaron a mis padres a cambiarnos de colegio, matriculándonos en uno que estaba al otro lado de la ciudad; tardábamos en llegar media hora andando y hacíamos cuatro viajes al día, por lo que es probable que a mi madre le hiciera ilusión que se me pusieran unos muslacos como los del caballo percherón. Pues eso. Que me cambian de cole y aparezco el primer día en la academia Ceyma, buscando desesperadamente mi nueva clase y con la feliz ocurrencia de mi madre de ponerme unos pantalones cortos de corte humillante para alguien que está rozando la adolescencia con la punta de los dedos. 

Recuerdo estar en la entrada, rodeado por niños y niñas de todas las edades, sin saber muy bien a dónde ir ni a quién preguntar. Una auténtica pesadilla. Por alguna extraña razón, al entrar, subí por unas escaleras. Creo que entré en una clase al azar preguntando con un hilo de voz si era la de sexto, y la profesora en cuestión me dijo que bajara las escaleras por donde había subido y que justo fuera hacia la primera puerta a la derecha. No, menos guasa, amigos. No acabé en el baño. Es indescriptible lo que se siente cuando llevas pantalón corto a juego con calcetines blancos y entras en el aula, el primer día de clase. Es como ir desnudo. Además llegué tarde, por supuesto. Todos sentados. Una veintena de pares de ojos te miran silenciosamente. No recuerdo si pregunté o no si aquello era la jodida clase de sexto. Supongo que sí. 

La profesora me invitó a sentarme y busqué desesperadamente un asiento libre donde meter mi triste culo. Los pocos segundos que estuve atravesando el pasillo que había entre la hilera de pupitres transitaron por el espacio tiempo a cámara lenta. Recuerdo pasar una vergüenza infernal mostrando mis patas de canario blancas a toda la peña. Si alguien me regaló una risita burlona mi cerebro lo ha borrado. En mi “vía crucis” particular, pude ver en primera fila un asiento libre, junto a un chico que llevaba el pelo muy corto. Me acerque casi temblando, dejé la cartera en el lateral izquierdo del pupitre y me senté. 

Fue entonces cuando volví a respirar. Mire a mi nuevo compañero buscando algo de complicidad y me encontré con la cara de sorpresa de María José Carranza (su nombre lo supe después, claro), que seguro se estaba preguntando qué había hecho de malo para que el tonto del nuevo se sentara a su lado. Yo la miré con cara de besugo, me fijé en su pelito corto y en su bata rosa mirando hacia la altura de sus inexistentes pechos y me puse rojo como un puto tomate. El calor de mis mejillas hizo subir tres grados la temperatura media de la clase, pero nadie se desnudó. Eran estrictos con el tema de la bata. El nuevo había realizado una entrada triunfal…

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