Soy blanco, pequeño y de Taiwan. Y me siento orgulloso de
ello. Incluso debo reconocer, en estos jodidos tiempos de globalización que
corren, que soy un buen nacionalista y amo profundamente a mi país. Tengo un
montón de hermanos, pero jamás he conocido a mis padres. Desde muy jóvenes nos
llevaron a una especie de residencia donde hemos pasado los dos últimos años de
nuestra vida, sin apenas ver la luz del Sol.
Pero han venido unos señores. Llevan bonitos uniformes azules
a juego con su elegante gorra de visera. He oído que nos van a llevar a un país
lejano, para participar en un evento multitudinario. Algo relacionado con la
gente y el deporte de élite mundial. Parece ser que necesitan que seamos
bastantes, así que todos mis hermanos vendrán conmigo. Aunque la noticia ha
causado una catarsis colectiva, hay algo que no acaba de gustarme en todo ese
asunto. Después de tanto tiempo viviendo en la oscuridad, no puedo creerme que
nos vengan a buscar a todos y no nos separen...
El Sol nos calienta después de demasiado tiempo en las
sombras. El viaje es fantástico. Atravesamos gran parte de nuestro país en un
enorme camión. Aunque vamos un poco apretados no pasamos calor.
Mi primo Pong, en un terrible bache pierde el equilibrio,
rebota varias veces y sale despedido por la ventana del conductor. Nunca más le
volveremos a ver. Nos ponemos a cantar para aliviar las penas y, gracias al
buen estado de las carreteras, llegamos pronto al aeropuerto.
La sensación que vivimos al despegar no puede ser transcrita
ni explicada. Siento que me llevan al cielo. Pero la felicidad completa no
existe. No sé como ha sucedido pero al mirar por una de las ventanitas del
avión, veo al cuñado de mi hermana en plena caída libre, con cara de absoluta
felicidad. Siempre fue un tipo extraño.
Una vez en tierra, nos llevan en furgonetas a otra oscura
residencia, cosa que nos pone un poco nerviosos. Sin embargo, nos animamos los
unos a los otros, cantando canciones tradicionales, con el fin de conseguir una
especie de energía positiva que provoque un desenlace lleno de felicidad...
Dos días encerrados. La tensión se palpa en el ambiente. Han
venido unos hombres vestidos de blanco con un bonito logotipo bordado. Por fin
nos vamos. Nos colocan ordenadamente en un furgón que atraviesa Atlanta, la
ciudad que nos acoge, y nos lleva a un recinto lleno de gente que ondeaba un
sinfín de banderas multicolores. La competición ha empezado. La gloria nos
espera.
Durante una semana mis hermanos desfilan uno a uno,
participando activamente en esta inigualable competición. Algunos no han podido
resistir el terrible ritmo de la misma y han acabado hechos pedazos. Otros han
tenido la suerte de encontrar destinos más agradables y han terminado en buenas
manos. Yo aguardo con nerviosismo mi momento. La competición está a punto de
terminar y sigo aquí, sin que nadie me haga partícipe. El ambiente es colosal,
formidable.
Por fin, en el último suspiro, cuando ya no queda ninguno de
mis hermanos para entrar en el juego, una mano firme me toma con decisión. El
silencio invade la cancha. La ostia que me da con la pala casi me hace perder
el conocimiento. Soy lanzado de un lado al otro de la mesa con una fuerza
brutal, durante dos interminables minutos. Creo que voy a romperme en mil
pedazos, pero uno de los participantes falla el golpe, me da con su pulgar y
voy a parar a la red. Una parte del público explota de alegría mientras la otra
mitad permanece aplaudiendo en silencio. La mano firme me acaricia, me besa y
me alza por encima de su cabeza. He alcanzado mi momento de gloria, he cumplido
mi destino...
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