martes, 1 de septiembre de 2015

Destino redondo

Soy blanco, pequeño y de Taiwan. Y me siento orgulloso de ello. Incluso debo reconocer, en estos jodidos tiempos de globalización que corren, que soy un buen nacionalista y amo profundamente a mi país. Tengo un montón de hermanos, pero jamás he conocido a mis padres. Desde muy jóvenes nos llevaron a una especie de residencia donde hemos pasado los dos últimos años de nuestra vida, sin apenas ver la luz del Sol.

Pero han venido unos señores. Llevan bonitos uniformes azules a juego con su elegante gorra de visera. He oído que nos van a llevar a un país lejano, para participar en un evento multitudinario. Algo relacionado con la gente y el deporte de élite mundial. Parece ser que necesitan que seamos bastantes, así que todos mis hermanos vendrán conmigo. Aunque la noticia ha causado una catarsis colectiva, hay algo que no acaba de gustarme en todo ese asunto. Después de tanto tiempo viviendo en la oscuridad, no puedo creerme que nos vengan a buscar a todos y no nos separen...

El Sol nos calienta después de demasiado tiempo en las sombras. El viaje es fantástico. Atravesamos gran parte de nuestro país en un enorme camión. Aunque vamos un poco apretados no pasamos calor.

Mi primo Pong, en un terrible bache pierde el equilibrio, rebota varias veces y sale despedido por la ventana del conductor. Nunca más le volveremos a ver. Nos ponemos a cantar para aliviar las penas y, gracias al buen estado de las carreteras, llegamos pronto al aeropuerto.

La sensación que vivimos al despegar no puede ser transcrita ni explicada. Siento que me llevan al cielo. Pero la felicidad completa no existe. No sé como ha sucedido pero al mirar por una de las ventanitas del avión, veo al cuñado de mi hermana en plena caída libre, con cara de absoluta felicidad. Siempre fue un tipo extraño.

Una vez en tierra, nos llevan en furgonetas a otra oscura residencia, cosa que nos pone un poco nerviosos. Sin embargo, nos animamos los unos a los otros, cantando canciones tradicionales, con el fin de conseguir una especie de energía positiva que provoque un desenlace lleno de felicidad...

Dos días encerrados. La tensión se palpa en el ambiente. Han venido unos hombres vestidos de blanco con un bonito logotipo bordado. Por fin nos vamos. Nos colocan ordenadamente en un furgón que atraviesa Atlanta, la ciudad que nos acoge, y nos lleva a un recinto lleno de gente que ondeaba un sinfín de banderas multicolores. La competición ha empezado. La gloria nos espera.

Durante una semana mis hermanos desfilan uno a uno, participando activamente en esta inigualable competición. Algunos no han podido resistir el terrible ritmo de la misma y han acabado hechos pedazos. Otros han tenido la suerte de encontrar destinos más agradables y han terminado en buenas manos. Yo aguardo con nerviosismo mi momento. La competición está a punto de terminar y sigo aquí, sin que nadie me haga partícipe. El ambiente es colosal, formidable.

Por fin, en el último suspiro, cuando ya no queda ninguno de mis hermanos para entrar en el juego, una mano firme me toma con decisión. El silencio invade la cancha. La ostia que me da con la pala casi me hace perder el conocimiento. Soy lanzado de un lado al otro de la mesa con una fuerza brutal, durante dos interminables minutos. Creo que voy a romperme en mil pedazos, pero uno de los participantes falla el golpe, me da con su pulgar y voy a parar a la red. Una parte del público explota de alegría mientras la otra mitad permanece aplaudiendo en silencio. La mano firme me acaricia, me besa y me alza por encima de su cabeza. He alcanzado mi momento de gloria, he cumplido mi destino...

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