martes, 3 de noviembre de 2015

El Columpio

Me gusta estar aquí, sentado en este banco, mientras la nieve cae sobre mis rojas orejas. Tengo las orejas grandes como Dumbo. Dios tiene un extraño sentido del humor. Algunas veces es tan teatral. Me subo el cuello del abrigo para empatizar con mi entorno. Pero no hay nadie. Me gusta la soledad.

La niña se acerca al columpio, gesticulando. Sonríe divertida. Cualquiera que la vea pensará que habla sola. Pero como ya dije, todavía no hay nadie en el parque. Bueno, estoy yo. Pero ella no me ve. Yo la observo atentamente. Esos ricitos dorados. Ese lacito rosa. Ese vestidito tan corto. Me gusta ver cómo se balancea en el columpio. Arriba, abajo. Arriba, abajo…

Por fin aparecen los cuatro niños en el parque. A pesar de tener ocho años, son unos hijos de la gran puta. Unos apestosos cabrones que pasean su brutalidad infantil disfrazada de falsa inocencia. A mi no me engañan, por supuesto. Puedo ver la maldad en su alma. Son grandes tiempos para el lado oscuro. Yoda está jodido.

Los niñatos zarandean a la pequeña. Le gritan. La golpean. La niña cae sobre la fría nieve. Son “tan” valientes estos niños. Seguramente, cualquier subnormal con estudios en psicología justificaría su comportamiento echándole la culpa a sus padres, a sus educadores, al alcalde o incluso al mismísimo Papa de Roma. Porque a la gente le asusta pensar que el Mal está presente en algunas personas, por muy niños que sean.

La niña está llorando cuando se hace un silencio sepulcral. El columpio sale brutalmente despedido contra la cabeza del hijo de puta jefe y queda partida literalmente en dos. Los otros tres dejan de ser tan valientes, porque nunca lo fueron. Bastardos. La niña sonríe y le habla al columpio, que golpea como un tentáculo enloquecido todas y cada una de las cabecitas huecas que quedan en pie. Alguno hasta tiene tiempo de mearse antes de morir.

Me levanto del banco. La niña se da cuenta de mi presencia y se pone en pie, quitándose la nieve de su vestidito. Me mira asustada y deja de sonreír. Me acerco hasta el columpio. Le paso mi mano por el pelo.

- Lo siento, niña. Pero tu hermano se viene conmigo…

Ofrezco mi mano al niño que me mira desde el columpio. Sabe que su venganza le llevará conmigo al Infierno. Pero también está al corriente de que los bastardos que lo mataron “accidentalmente”, hace seis meses, nos acompañarán. Y sabe que me dan asco. Y eso le gusta. Y sonríe. Y a mí me encanta la sonrisa del pequeño. Y me encantan las historias con final feliz. Qué cojones. Soy un jodido romántico…

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