viernes, 6 de noviembre de 2015

Paloma

El día se fue torciendo paulatinamente. Después de una mañana de trabajo triunfal, en la que había terminado con todos los asuntos acumulados en la oficina, tuve un ligero escalofrío que evolucionó hasta convertirse en una serie corta de estornudos, para acabar mi jornada laboral con dolor de cabeza, ojos llorosos y una caída de mocos considerable. Estaba resfriándome...

Comí poco y mal, antes de ir a buscar a mi hijo al colegio. Tomé un café con leche muy caliente que abrasó parte de mi aparato digestivo. Hice cola en la puerta del colegio. Sabía que cuando saliera mi hijo, antes del beso, me suplicaría ir al parque, donde un paraíso de colegas, columpios, toboganes y casetas de madera nos esperaban. Cuando le dije que sí, sus ojos reflejaron una inmensa alegría espiritual. Los míos seguían llorosos y además me picaban por dentro...

En el parque se encontró - entre gritos - con Paloma, una de sus compañeras de clase. Una niña de siete años, de bonita sonrisa, ojos grandes, expresivos y la estatura de un avestruz adulto. Al lado de mi hijo, que es del tamaño de un pingüino, Paloma parecía un gigante. Cuando vi que empezaban su particular ronda de juegos saqué un pañuelo y deposité en él mis mocos.

Me encontraba fatal. Cada vez peor. Seguro que hasta tenía fiebre. Mientras me dolía horriblemente la cabeza me quedé observando a las gentes que compartían espacio conmigo en el parque. Diversidad de formas y colores. Dos pequeños se estaban poniendo perdidos de arena mientras sus madres hablaban con el padre de un tercero que intentaba no dejar seco ni un solo centímetro cuadrado de su ropa, mojándose bajo una fuente mientras intentaba beber. Había una chica que daba vueltas por el parque en su bonita bicicleta, mientras un perrillo del tamaño de un melón (y con la misma forma) intentaba sin éxito seguirla durante el recorrido. Una señora de unos cincuenta años se acercó hasta el banco donde me había dejado caer y me saludo con un cordial “Hola, buenas tardes”. “Hola” le respondí. Pensé en advertirle que había escogido sentarse en el peor banco del parque, pero finalmente opté por girarme hacia un lado y así, aun a riesgo de parecer el tipo más antipático del universo, no enviarle una dotación de microbios infecciosos...

Me pesaban los párpados; me dolía la cabeza; me lloraban los ojos; y ¿quién demonios había puesto un grifo estropeado justo en el lugar donde horas antes estaba mi nariz?. El pañuelo estaba - literalmente - chorreando, así que busqué en todos los bolsillos de mi pantalón para ver si encontraba otro seco. Nada. Una gota empezó a resbalar hasta la punta de mi nariz. Debo advertir que mi nariz haría ruborizar al mismísimo Cirano de Bergerac. De repente, pensé en la cartera de mi hijo; él seguro que tenía muchos pañuelos, aunque ahora me conformaba con encontrar tan solo uno. La gota ya desafiaba la fuerza de la gravedad cuando Dios, en forma de pañuelo, apareció en uno de los bolsillos laterales... En pleno éxtasis místico y rodeado de música celestial, me soné la nariz.

Levanté la cabeza y busqué con la mirada la ubicación actual de mi hijo. Estaba persiguiendo a Paloma, a la cual no alcanzaría ni en cien años, salvo que ésta tuviera una lipotimia. Paloma subió a la caseta de madera ubicada en el centro del parque y, una vez en ella, al tejado de la misma. David, mi hijo, no podría subir al tejado hasta dentro de tres años, así que cuando le pareció que ya no era divertido verla reír desde las alturas, dio media vuelta y fue a tirarse por el tobogán más alto.

Paloma permaneció quieta, sentada sobre el tejado de la caseta, buscando con la mirada a David.  Mi cabeza iba a estallar en cualquier momento, poniendo perdido el bonito vestido floreado de mi ocasional compañera de banco. Sentí un nuevo escalofrío. Seguro que tenía mucha fiebre; pero le había prometido una hora de parque a mi hijo y solo llevábamos allí diez minutos, y una promesa es una promesa, aunque llevarla a cabo cueste una semana de cama. Se me cerraban los ojos y pronto comprendí que me dormiría en el banco. Empecé a sudar. Un sudor frío y pegajoso inundó mi espalda. Quedaba una eternidad entre mi presente en el parque y mi futuro en la cama. Resignación...

Paloma seguía sobre el tejado de la caseta. Mis ojos se cerraron nuevamente, en un lento parpadeo... y cuando los abrí, donde hacía unos segundos estaba Paloma, ahora había... una paloma. Me quedé perplejo, sorprendido, aturdido e idiotizado (aunque no necesariamente por este orden). La paloma desplegó sus alas. Alzó torpemente el vuelo, cruzó el parque revoloteando en una trayectoria imposible; esquivó milagrosamente dos enormes palmeras y la cabeza de una abuela que seguramente andaba buscando a su nieto, para acabar aterrizando justo a escasos centímetros de mis zapatos.

La paloma me miró, con aire victorioso y yo cerré nuevamente los ojos esperando despertar en mi cama junto a un vaso de leche caliente con miel y varios analgésicos...

Una cosa es tener la gripe, pensé. Otra cosa es estar enfermo. Y otra muy distinta es observar a una niña que se llama Paloma, transformarse en una paloma y verla atravesar un parque volando. Afortunadamente sus padres no escogieron nombres como Nieves, Mar o Estrella… el espectáculo hubiera podido ser inenarrable...

Mis ojos se abrieron; y nuevamente tenía ante mí a Paloma. Sonreía y sus ojos brillaban más que nunca. Parecía divertirle mucho toda aquella insólita situación. Sin embargo, su expresión se tornó más sombría cuando al intentar hablarme, de su boca sólo salió un ridículo e ininteligible... PíO, PíO.

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