El día se fue torciendo paulatinamente. Después de una mañana de
trabajo triunfal, en la que había terminado con todos los asuntos acumulados en
la oficina, tuve un ligero escalofrío que evolucionó hasta convertirse en una
serie corta de estornudos, para acabar mi jornada laboral con dolor de cabeza,
ojos llorosos y una caída de mocos considerable. Estaba resfriándome...
Comí poco y mal, antes de ir a buscar a mi hijo al colegio. Tomé
un café con leche muy caliente que abrasó parte de mi aparato digestivo. Hice
cola en la puerta del colegio. Sabía que cuando saliera mi hijo, antes del
beso, me suplicaría ir al parque, donde un paraíso de colegas, columpios,
toboganes y casetas de madera nos esperaban. Cuando le dije que sí, sus ojos
reflejaron una inmensa alegría espiritual. Los míos seguían llorosos y además
me picaban por dentro...
En el parque se encontró - entre gritos - con Paloma , una de sus compañeras de clase. Una niña de
siete años, de bonita sonrisa, ojos grandes, expresivos y la estatura de un
avestruz adulto. Al lado de mi hijo, que es del tamaño de un pingüino, Paloma parecía un gigante. Cuando vi que empezaban
su particular ronda de juegos saqué un pañuelo y deposité en él mis mocos.
Me encontraba fatal. Cada vez peor. Seguro que hasta tenía
fiebre. Mientras me dolía horriblemente la cabeza me quedé observando a las
gentes que compartían espacio conmigo en el parque. Diversidad de formas y
colores. Dos pequeños se estaban poniendo perdidos de arena mientras sus madres
hablaban con el padre de un tercero que intentaba no dejar seco ni un solo
centímetro cuadrado de su ropa, mojándose bajo una fuente mientras intentaba
beber. Había una chica que daba vueltas por el parque en su bonita bicicleta,
mientras un perrillo del tamaño de un melón (y con la misma forma) intentaba
sin éxito seguirla durante el recorrido. Una señora de unos cincuenta años se
acercó hasta el banco donde me había dejado caer y me saludo con un cordial
“Hola, buenas tardes”. “Hola” le respondí. Pensé en advertirle que había
escogido sentarse en el peor banco del parque, pero finalmente opté por girarme
hacia un lado y así, aun a riesgo de parecer el tipo más antipático del
universo, no enviarle una dotación de microbios infecciosos...
Me pesaban los párpados; me dolía la cabeza; me lloraban los
ojos; y ¿quién demonios había puesto un grifo estropeado justo en el lugar
donde horas antes estaba mi nariz?. El pañuelo estaba - literalmente -
chorreando, así que busqué en todos los bolsillos de mi pantalón para ver si
encontraba otro seco. Nada. Una gota empezó a resbalar hasta la punta de mi
nariz. Debo advertir que mi nariz haría ruborizar al mismísimo Cirano de
Bergerac. De repente, pensé en la cartera de mi hijo; él seguro que tenía
muchos pañuelos, aunque ahora me conformaba con encontrar tan solo uno. La gota
ya desafiaba la fuerza de la gravedad cuando Dios, en forma de pañuelo,
apareció en uno de los bolsillos laterales... En pleno éxtasis místico y
rodeado de música celestial, me soné la nariz.
Levanté la cabeza y busqué con la mirada la ubicación actual de
mi hijo. Estaba persiguiendo a Paloma ,
a la cual no alcanzaría ni en cien años, salvo que ésta tuviera una lipotimia. Paloma subió a la caseta de madera ubicada en el
centro del parque y, una vez en ella, al tejado de la misma. David, mi hijo, no
podría subir al tejado hasta dentro de tres años, así que cuando le pareció que
ya no era divertido verla reír desde las alturas, dio media vuelta y fue a
tirarse por el tobogán más alto.
La paloma me miró, con aire victorioso y yo cerré nuevamente los
ojos esperando despertar en mi cama junto a un vaso de leche caliente con miel
y varios analgésicos...
Una cosa es tener la gripe, pensé. Otra cosa es estar enfermo. Y
otra muy distinta es observar a una niña que se llama Paloma ,
transformarse en una paloma y verla atravesar un parque volando.
Afortunadamente sus padres no escogieron nombres como Nieves, Mar o Estrella…
el espectáculo hubiera podido ser inenarrable...
Mis ojos se abrieron; y nuevamente tenía ante mí a Paloma . Sonreía y sus ojos brillaban más que nunca.
Parecía divertirle mucho toda aquella insólita situación. Sin embargo, su
expresión se tornó más sombría cuando al intentar hablarme, de su boca sólo
salió un ridículo e ininteligible... PíO, PíO.
No hay comentarios:
Publicar un comentario