Era
Nochebuena. Una más, bajo un cielo limpio, despejado... magnífico; con luna
llena incluida en el lote. Pasando un poco de frío entre mis cartones, en el
oscuro fondo de un callejón sin salida que da a una de las avenidas
principales de mi ciudad. En otra vida fui un ejecutivo; joven, altivo,
arrogante, egocéntrico. Con mucho dinero y con demasiadas prisas. Arrollando,
pateando y pisando a todo aquél que se me pusiera por medio. Yo era un
auténtico cabrón.
Uno
de mis muchos defectos por entonces, era que jamás obedecía a los hombrecillos
rojos de los semáforos. Ellos me advertían siempre con su luz que debía
detenerme. Yo solía atravesar media ciudad, sin prestarles atención. Hasta
aquel día. Un veinticuatro de diciembre, dos chicas que iban en una motocicleta
acabaron debajo de un camión al intentar con éxito no atropellarme. Por enésima
vez, cruzaba una calle con el semáforo en rojo. Eran muy jóvenes... y bonitas.
Acabé con sus vidas. Murieron en el acto... y yo, aunque parezca increíble (juicio
e indemnizaciones aparte) morí con ellas...
Pero
eso fue en otra vida. Una vida que trato de olvidar. Ahora sólo soy un pobre y
desquiciado alcohólico que malvive en la calle, de la bondad y las limosnas de
los demás.
Bebí
un par de tragos más para celebrar que llegaba el día de Navidad y me quedé
dormido. Soñaba que comía un delicioso pavo asado con ciruelas de guarnición y
bebía el más exquisito y burbujeante de los cavas... cuando escuché aquellos
gritos. Gritos que, en lugar de pedir pavo, pedían auxilio. Eran chillidos de
muchachas. Me dolía un poco la cabeza y no supe hasta pasados unos segundos si
estaba despierto, soñando o muerto. Como vi la luna deduje que todavía era de
noche. Las luces de la gran avenida también iluminaban parte de mi estrecho
callejón. Sin embargo, donde yo estaba estirado – protegido por mis cartones -
reinaba la oscuridad.
A
unos cinco metros de donde me encontraba pude distinguir un grupo de jóvenes.
Había dos chicas, que evidentemente eran las que gritaban, y media docena de
chicos. Ninguno de ellos tendría todavía
veinte años. Dos de los jóvenes más robustos habían cogido a las chicas por
detrás y les tapaban violentamente la boca con sus enormes manazas. Un tercero
golpeó el estómago de una de ellas (la que más se revolvía), mientras le
arrancaba la blusa, dejando al descubierto dos alucinantes pechos; empezó a
lamérselos con asquerosa lujuria mientras la parte más oscura de mi ser ardía
en deseos de imitarle. La otra muchacha estaba siendo magreada salvajemente por
tres de esos cabrones, que ya habían conseguido quitarle los pantalones.
Me
levanté sin apenas pensar lo que estaba haciendo. La parte menos oscura de mi
espíritu estaba empezando a sentirse mal. Tras un pequeño sobresalto entre el
grupo de jóvenes violadores (por la repentina aparición de un tipo de entre las
sombras), dos de los gorilas sonrieron y vinieron hacia mí. Se habían percatado
de que yo no era Batman...
Recibí
un puñetazo en el estómago y tras dos segundos sin respirar, vomité sobre uno
de ellos. El tipo exclamó unas cuantas lindezas sobre mi persona, por las
cuales deduje que no íbamos a ser amigos. Esquivé una bota que iba directa
hacia mi cabeza y aquél segundo
gilipollas resbaló en mi vómito cayendo de espaldas sobre el mismo. Se puso
también perdido. Aquello apestaba y les sentó fatal. A ambos. Ya no sonreían.
Se estaban enfadando... y mucho.
Gateé
como pude hasta donde estaba el resto del grupo. Las chicas tenían los ojos
llenos de lágrimas, unos ojos que parecían haber albergado esperanzas con mi
aparición. Pobres criaturas. Ambas estaban ya casi desnudas. Me parecieron
preciosas.
Mientras
permanecía hipnotizado por los maravillosos encantos físicos de las chicas noté
que me levantaban aquellos dos energúmenos y me lanzaban con violencia contra
una de las paredes del callejón. Reboté, y siguiendo una parábola perfecta,
acabé contra el suelo. Boca arriba, como una pobre tortuga. Pude ver como unos
ojos inyectados de sangre se acercaban a mí. Había cortado el rollo de aquellos
desgraciados, al menos momentáneamente, y no parecían dispuestos a olvidarlo
fácilmente.
De
una patada que casi me revienta los intestinos fui a parar a la avenida
principal. No había ni Dios. Dios suele pasar la Navidad en las casas de la
gente de buena voluntad...
La
avenida estaba iluminada por viejas farolas, deprimentes luces navideñas en
forma de arboles e infinidad de semáforos. Mientras mi boca sangraba, me fijé
que todos los semáforos estaban en rojo. Esta Navidad no trabajaba ni Dios ni
los de tráfico, pensé. Por cierto, y hablando de trabajar, ¿donde estaban ahora
los policías municipales que tantas veces me incordiaban durante el día?
Aquellos
animales me volvieron a levantar y volé justo hasta el centro de la calzada. Me
dolía absolutamente todo. Pero me levanté. El vino estaba haciendo milagros. Me
importaba un bledo todo. Si tenía que morir, moriría. De todas formas ya estaba
muerto. Cuatro de los tipos vinieron hacia mí, mientras los otros dos
mastodontes seguían sujetando a las chicas en el callejón. Respiré hondo,
busqué fuerzas donde no existían... antes de quedarme boquiabierto. ¿Era el
vino o cientos de hombrecillos rojos estaban saliendo de los semáforos al
unísono, dirigiéndose en formación militar hacia donde estábamos?. Al
acercarse, se dividieron en varios pelotones. Había cientos. Miles. Y muchos
más iban apareciendo - a la velocidad de la luz, por supuesto - desde todos los
rincones de la ciudad...
Mientras
tragaba saliva, mezclada con un poco de mi propia y dulce sangre, pude
contemplar como los hombrecillos rojos rodeaban a los seis cabrones. Y entraron
dentro de sus cuerpos, penetrando orificios nasales, bucales e incluso anales.
Los muy cerdos empezaron a ponerse “calientes” – pero no metafóricamente, sino
esta vez de verdad -. Estaban “rojos”, como si estuvieran ardiendo por dentro.
Vaya, era difícil no apreciar que realmente estaban ardiendo por dentro. Se
quemaban. Se retorcían por el suelo. Sus expresiones reflejaban el horror de lo
que estaban sufriendo, pero no salían gritos de sus gargantas. Supongo que sus
cuerdas vocales habían dejado de existir. En cinco minutos se convirtieron
en un montón de carbonilla, que una
suave brisa se encargó de esparcir por media ciudad. Pobres asmáticos. Las chicas
yacían inertes en el suelo. Agotadas por la tensión habían perdido el
conocimiento. Me acerqué a ellas e intenté vestirlas con algunos de mis harapos
que tenía entre los cartones. Las abrigué todo lo que pude y aproveché para
besar sus labios; ocasiones así no se pueden desaprovechar...
Noté
un intenso calor en mi espalda. Me di la vuelta... muy lentamente. Sabía
exactamente quién o qué estaba detrás de mi culo. Había un grupo de unos doce
hombrecillos rojos que, sin rostro, me sonreían. Parecía ser que ¿Dios? había
estado haciendo horas extras, también en Navidad. Los hombrecillos rojos dieron
media vuelta y desaparecieron a la misma velocidad a la que habían aparecido.
Regresaban a su hogar...
Me
puse mi mugriento abrigo de los domingos, cogí mi última botella de vino, una
colilla de puro reservada para las grandes ocasiones y paseando por la avenida
silbé un alegre villancico. Que demonios, por fin era Navidad.
Publicat
al Nitecuento nº 10, desembre del 2000
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