Sentí
miedo, mucho miedo. Tanto como el que puedo imaginar que llegaría a sentir una
mosca atrapada en una gran telaraña, viendo la muerte en forma de enorme
arácnido acercándose lenta pero inexorablemente a devorarla viva.
Yo
no debería haber ido jamás a aquél lugar; estar allí metido era un gran error
(estaba pasando además un frío de mil demonios) por lo que mi triste figura
temblaba patéticamente iluminada por algo más de media docena de lunas llenas
en forma de focos. Jamás me gustó todo aquello y solo accedí a ir para
demostrar a todos los demás algo que sabía ciertamente que no existía... Mi
valentía. Si se hubiera tratado de una película autobiográfica de bajo
presupuesto podría haberse titulado “Cuando la estupidez humana llega a límites
insospechados”. Pero a la realidad cuesta ponerle títulos, salvo algunos de
tipo universitario o nobiliario.
Traté
de repetirme, una y otra vez, que estaba allí para demostrar a todos que podía
ser como ellos (un imbécil más), con un absurdo orgullo suicida que tal vez me
llevaría irremediablemente a la más dolorosa
de las muertes. Mi imaginación hacía horas extras creando distintos y
horripilantes finales, en algunos de los cuales me recogían del suelo con una
cucharilla de café.
Sin
embargo debo reconocer, que fui a aquél infierno con la absoluta creencia que
no participaría activamente en ningún momento en toda aquella desquiciada
situación, debido básicamente a mi insultante falta de experiencia, por no
hablar de mi deplorable condición física y mis continuos ataques de asma,
cóctel que me convertía en una auténtica piltrafa humana nacida para no
participar en ningún evento en el cual se deba hacer el más mínimo esfuerzo
físico...
Y
casi lo consigo. Estuve escondido durante bastante tiempo, en un silencio tan
sepulcral que hacía de un cementerio un lugar bullicioso. Pero sucedió que
Brian cayó antes de lo previsto, como ya lo habían hecho otros de los nuestros,
bueno, quizás no eran tan míos como en un principio pensé. Hombres y muchachos
llenos de fuerza, arrogancia y valentía en un pasado próximo, aunque llenos de
golpes, cardenales y heridas en el presente. Así que, a falta de alguien o algo
mejor, mi capitán me señaló con su dedo índice, me miró con la misma cara que
se me queda cuando quiero tomar postre y solo hay naranja, y me indicó que me
uniera con ellos al grupo principal. Al grupo de combate, al mismísimo centro
del infierno.
Pocos
segundos después, estaba rodeado por varios tipos que hacían que los gorilas
salvajes que aparecen en los documentales de televisión parezcan animales de
compañía. Uno de ellos (de los tipos, no de los gorilas) me clavó su codo
brutalmente y por unos momentos dejé de respirar o mejor dicho, al abrir la
boca y intentar respirar el aire no entraba en mis pulmones. Mientras, otro de
aquellos bastardos me mostraba sus asquerosos y amarillentos dientes, como si
yo tuviera cara de dentista o me importaran algo sus enormes y negras caries.
Un tercero me agarraba las ropas con fuerza, casi desgarrándolas, sin dejar que
me moviera ni un solo centímetro. Perdía el tiempo. Mis pies estaban clavados
al suelo y me temblaban tanto las piernas que si hubiera intentado dar un paso
se hubieran quebrado mis rodillas y hubiera caído de bruces al suelo partido en
dos.
Aquellos
energúmenos me gruñían toda una serie de incomprensibles improperios que hacían
que “comprendiera” que mi situación era muy complicada y que pronto sería
desesperada. Mi imaginación seguía haciendo horas extras recreando mi en forma
de carne picada para hamburguesas.
Entonces
vi como la lanzaban. Eclipsó por unos momentos a la propia Luna. Pedí a Dios
que fuera hacia otro lado, que no cayera sobre mí. Instantes después me
autoproclamé ateo. Iba directamente hacia mi cabeza. Un torrente de sudor
impregnó mis ropas humedeciendo brutalmente todo mi cuerpo en
nanosegundos. Las cataratas del Niágara
cubrieron todo mi rostro, aunque lamentablemente Marilyn no apareció. Me quedé
paralizado viendo aquella cosa acercarse velozmente, llevada en brazos por un
Mercurio con prisas, en una parábola perfecta, hacia mi frente. Cerré los ojos
mientras notaba como me sujetaban una vez más. Otro codo se clavó en mi
esternón, quise llorar, quise gritar, quise vomitar. Yo no debería haber
estado nunca allí.
Después
de verlo cientos de veces en el vídeo no puedo contarle a nadie que rematé de
cabeza aquél saque de banda. Simplemente el balón golpeó en mi cara, sorprendió
al portero que, a su vez, golpeó brutalmente con su puño mi mandíbula y marqué
gol. Luego me desmayé, aunque tuve tiempo de ver dos o tres de mis dientes
llegar al suelo antes que yo.
Me desperté en el vestuario tumbado boca arriba,
entre cánticos, risas y olor a sudor. Abrí los ojos. Me dolía todo el cuerpo,
las costillas, las piernas, la cabeza y muy especialmente la parte de las
encías donde antes habían dientes. Alguien de mi equipo me besó en la boca. No
importaba, habíamos ganado aquella infernal final de fútbol sala por 4-3. Y
ya no sentía miedo.
Publicado en Nitecuento nº 7, junio de 2000
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