sábado, 11 de julio de 2015

Miedo

Sentí miedo, mucho miedo. Tanto como el que puedo imaginar que llegaría a sentir una mosca atrapada en una gran telaraña, viendo la muerte en forma de enorme arácnido acercándose lenta pero inexorablemente a devorarla viva.

Yo no debería haber ido jamás a aquél lugar; estar allí metido era un gran error (estaba pasando además un frío de mil demonios) por lo que mi triste figura temblaba patéticamente iluminada por algo más de media docena de lunas llenas en forma de focos. Jamás me gustó todo aquello y solo accedí a ir para demostrar a todos los demás algo que sabía ciertamente que no existía... Mi valentía. Si se hubiera tratado de una película autobiográfica de bajo presupuesto podría haberse titulado “Cuando la estupidez humana llega a límites insospechados”. Pero a la realidad cuesta ponerle títulos, salvo algunos de tipo universitario o nobiliario.

Traté de repetirme, una y otra vez, que estaba allí para demostrar a todos que podía ser como ellos (un imbécil más), con un absurdo orgullo suicida que tal vez me llevaría irremediablemente a la más dolorosa de las muertes. Mi imaginación hacía horas extras creando distintos y horripilantes finales, en algunos de los cuales me recogían del suelo con una cucharilla de café.

Sin embargo debo reconocer, que fui a aquél infierno con la absoluta creencia que no participaría activamente en ningún momento en toda aquella desquiciada situación, debido básicamente a mi insultante falta de experiencia, por no hablar de mi deplorable condición física y mis continuos ataques de asma, cóctel que me convertía en una auténtica piltrafa humana nacida para no participar en ningún evento en el cual se deba hacer el más mínimo esfuerzo físico...

Y casi lo consigo. Estuve escondido durante bastante tiempo, en un silencio tan sepulcral que hacía de un cementerio un lugar bullicioso. Pero sucedió que Brian cayó antes de lo previsto, como ya lo habían hecho otros de los nuestros, bueno, quizás no eran tan míos como en un principio pensé. Hombres y muchachos llenos de fuerza, arrogancia y valentía en un pasado próximo, aunque llenos de golpes, cardenales y heridas en el presente. Así que, a falta de alguien o algo mejor, mi capitán me señaló con su dedo índice, me miró con la misma cara que se me queda cuando quiero tomar postre y solo hay naranja, y me indicó que me uniera con ellos al grupo principal. Al grupo de combate, al mismísimo centro del infierno.

Pocos segundos después, estaba rodeado por varios tipos que hacían que los gorilas salvajes que aparecen en los documentales de televisión parezcan animales de compañía. Uno de ellos (de los tipos, no de los gorilas) me clavó su codo brutalmente y por unos momentos dejé de respirar o mejor dicho, al abrir la boca y intentar respirar el aire no entraba en mis pulmones. Mientras, otro de aquellos bastardos me mostraba sus asquerosos y amarillentos dientes, como si yo tuviera cara de dentista o me importaran algo sus enormes y negras caries. Un tercero me agarraba las ropas con fuerza, casi desgarrándolas, sin dejar que me moviera ni un solo centímetro. Perdía el tiempo. Mis pies estaban clavados al suelo y me temblaban tanto las piernas que si hubiera intentado dar un paso se hubieran quebrado mis rodillas y hubiera caído de bruces al suelo partido en dos.

Aquellos energúmenos me gruñían toda una serie de incomprensibles improperios que hacían que “comprendiera” que mi situación era muy complicada y que pronto sería desesperada. Mi imaginación seguía haciendo horas extras recreando mi en forma de carne picada para hamburguesas.

Entonces vi como la lanzaban. Eclipsó por unos momentos a la propia Luna. Pedí a Dios que fuera hacia otro lado, que no cayera sobre mí. Instantes después me autoproclamé ateo. Iba directamente hacia mi cabeza. Un torrente de sudor impregnó mis ropas humedeciendo brutalmente todo mi cuerpo en nanosegundos.  Las cataratas del Niágara cubrieron todo mi rostro, aunque lamentablemente Marilyn no apareció. Me quedé paralizado viendo aquella cosa acercarse velozmente, llevada en brazos por un Mercurio con prisas, en una parábola perfecta, hacia mi frente. Cerré los ojos mientras notaba como me sujetaban una vez más. Otro codo se clavó en mi esternón, quise llorar, quise gritar, quise vomitar. Yo no debería haber estado nunca allí.

Después de verlo cientos de veces en el vídeo no puedo contarle a nadie que rematé de cabeza aquél saque de banda. Simplemente el balón golpeó en mi cara, sorprendió al portero que, a su vez, golpeó brutalmente con su puño mi mandíbula y marqué gol. Luego me desmayé, aunque tuve tiempo de ver dos o tres de mis dientes llegar al suelo antes que yo.

Me desperté en el vestuario tumbado boca arriba, entre cánticos, risas y olor a sudor. Abrí los ojos. Me dolía todo el cuerpo, las costillas, las piernas, la cabeza y muy especialmente la parte de las encías donde antes habían dientes. Alguien de mi equipo me besó en la boca. No importaba, habíamos ganado aquella infernal final de fútbol sala por 4-3. Y ya no sentía miedo.

Publicado en Nitecuento nº 7, junio de 2000

No hay comentarios:

Publicar un comentario