lunes, 12 de octubre de 2015

La primera vez

Miedo. Siento mucho miedo. Primero por ella, a la que quiero con locura. A él todavía no le conozco y me resulta difícil comprender cual es el sentimiento que estoy desarrollando al respecto. Pero de una cosa estoy seguro; deseo que nazca sano. Pero todo va mal. Ha adelantado dos meses su llegada a nuestro extraño mundo. Los médicos dicen que todavía no puede nacer pero él es tan pequeño que no lo sabe. Mientras odio a dos doctoras que me ignoran, mi mujer se retuerce de dolor y sangra cada vez más. No he leído ni una décima parte de lo que ella ha leído durante los últimos siete meses de nuestra vida, pero sé que mi niño sufre en cada contracción. Y como las irresponsables no me han hecho caso, ahora tenemos que correr al quirófano porque ya nadie puede parar las ganas de salir que tiene mi hijo. Agarro con fuerza por la espalda a mi vida, que sigue sufriendo. Miro a mi alrededor. Me parece todo tan deprimente y oscuro que me siento desfallecer. Pero no puedo dejarla sola. Ahora, no. Otra bruja tortura un poco más a mi mujer que aguanta con valentía. Y de su fuerza nace un niño púrpura que no soy capaz de mirar fijamente. Me avergüenzo de mi cobardía, mientras se lo llevan urgentemente a la UCI. Y sigo agarrado a las manos salvadoras de mi princesa, para no perder el mundo de vista...

Un beso largo, sabroso y húmedo, es el preludio del paraíso. El sofá no nos parece suficiente. Vamos hacia la cama y, mientras el pasado nos mira desde una bucólica fotografía, me empuja con cariño sobre el colchón. Me desnuda lentamente, besándome con dulzura la piel. Ella lleva toda la iniciativa, mientras yo sigo paralizado e idiotizado a partes iguales. Se desnuda y me resulta imposible comprender si estoy despierto o soñando. Es tan bonita que duele mirarla. Cuando su boca empieza a devorarme, siento que el alma se me separa del cuerpo durante unos segundos. Tengo los brazos y las piernas completamente dormidos, con un ejército de hormigas en su interior. Toda mi sangre se concentra en un tercio de mi cuerpo que, asustado y tembloroso, se abrasa a fuego lento. El tiempo no existe. Dentro de mi mente se gesta un deseo, que no tarda en convertirse en palabras susurradas al oído; fóllame. Y cuando ella se sienta sobre mi, noto por primera vez su maravilloso calor interior, un calor por el que merece la pena morir mil veces... 

Estoy subido en un autocar, alejándome. Jamás antes he realizado un viaje como éste y mi corazón está tan triste que no puedo evitar llorar en el andén donde veo desaparecer mi mundo. Como no consigo morirme de pena, finalmente llego a Praga. La casa de mis anfitriones es enorme y bonita. El taller donde debo pasarme los próximos días es un lugar espacioso y con rincones mágicos, plagados de extrañas herramientas, grandes hornos y vidrio de color. El horario me permite salir todos los días a visitar la ciudad pero prefiero quedarme en la habitación, leyendo y escuchando música. Alterno la lectura de dos libros; uno de cuentos de Poe y otro que ha escrito mi primo sobre su viaje a Yugoslavia. Una tarde me pregunto qué demonios hago con el bolígrafo en la mano. Tal vez son las ganas de expresar como me siento. Quizás quiero gritarle a la distancia y no puedo. Puede ser puro aburrimiento. Sea lo que sea, necesito contar todo lo que me está pasando, hacer mi propio diario de viaje, emular a mi primo. El espíritu de Poe está impregnado en la habitación; se ha escapado del libro abierto que tengo sobre la cama. Y puedo sentir la fuerza invisible que va deformando grotescamente mi percepción de la realidad. Y las primeras gotas de tinta del bolígrafo se derraman sobre el papel. Y escribo mi primer relato, Araneam, basado en la estúpida experiencia que tuve esta mañana en la ducha, con una pobre araña que no sabía nadar...

Roto y algo asustado salgo del consultorio del cirujano que acaba de decirme que tengo una hernia inguinal y que debo operarme. Se acabó el gimnasio durante los próximos meses. Menos mal que el post-operatorio coincidirá con las vacaciones de verano y no me quitará tiempo ni a los estudios ni al trabajo, lo que antes me decida reemprender. El tiempo pasa deprisa y me ingresan en el Hospital del Mar. Pido una pizza a la enfermera mientras estoy en ayunas, esperando bajar a quirófano. Luego, explico con una sonrisa el rasurado que me han practicado, para hacer creer a todos que estoy de buen humor. Miento. Odio estar en los hospitales hasta como visitante. Por fin ha llegado mi hora. Me llevan desnudo, sólo tapado por una leve telita blanca, hasta el quirófano. Tengo miedo. Un tipo que se cree muy gracioso me pregunta de qué quiero operarme. Es el cirujano. Si trataba de tranquilizarme con su extraño sentido del humor, no lo ha logrado. Estoy muy nervioso y se lo digo. Acaba de llegar una enfermera y me pincha en el brazo derecho con sumo cariño. Cuenta hasta diez, me susurra con una sonrisa angelical. Uno, dos, tres y el mundo se funde en negro...

Tengo tantas ganas de hacerlo bien que no puedo evitar que mi corazón parezca un tambor de guerra indio. Aunque estoy recomendado, eso no me tranquiliza lo más mínimo. Voy disfrazado de auxiliar administrativo y me siento ridículo.
Llego delante de la puerta del despacho, que me parece tan grande como la de un castillo medieval y llamo al timbre. Me abre la puerta una chica que doy por supuesto que es la secretaria. Tiene una cara muy dulce, es bastante más alta que yo y probablemente haga dieta. Me lleva hasta el despacho del gerente, un señor que debe estar rozando la jubilación y que me habla con la seriedad y firmeza de alguien que está muy acostumbrado a tratar con empleados. Yo tengo un dolor de barriga que me está matando, pero consigo tranquilizar mi intestino grueso y empiezo a archivar la montaña de papeles para lo cual me han contratado. Factura doscientos quince, grapada con su correspondiente albarán, va archivada en la carpeta del cliente sesenta. Factura mil cuatrocientos treinta, con su correspondiente albarán, va archivada en la carpeta del cliente ciento dos. El tiempo deja de existir y todo es eternidad. Porque archivar es eterno. Y mi eternidad dura exactamente unas ocho horas diarias...

Estoy paseando por un prado demasiado verde, sin matices, con un cielo demasiado azul, huérfano de nubes. No hace ni frío ni calor, aunque el sol brilla en todo lo alto. Los pájaros cantan, entonando sinfonías que me resultan demasiado familiares. ¿Acaso no es esa la melodía del Blues del autobús? Al pasar junto al arroyo que acaba de aparecer como por arte de magia, bebo un poco de agua y me asusta su sabor tan delicioso. Sucede algo raro.

Recapitulemos. Busco entre mis recuerdos. Mi primer hijo. La primera vez que hice el amor. Mi primer relato. La primera vez que me operaron. Mi primer trabajo. No. Nada de eso. Yo acababa de leerle un cuento a mi nieto. A él le encanta que le lea cuentos. Y a mi me encanta verle dormir como un ángel. Hoy se quedará con nosotros. Porque mi hijo y mi nuera se han ido al cine y somos los canguros titulares. La cena no me ha sentado bien. Tengo un molesto nudo en el estómago. Así que le he dado un beso a mi abuela favorita y me he ido a dormir. Y he despertado aquí.

Miro de nuevo a mi alrededor. El paisaje ahora parece pintado con ceras. Estoy en un dibujo de mi nieto. El cielo es tan bonito que apetece volar. Volar en sueños, como cuando era niño. Uno, dos, tres y arriba. Me siento feliz y joven de nuevo. Miro mis alas pobladas de plumas y en lugar de sorprenderme, sonrío y doy gracias. Siento el viento, puro, fresco y limpio sobre mi rostro. Y mientras vuelo, alejándome cada vez más del suelo, no puedo evitar sentir una pena muy grande, que me transforma en nube. Y como soy una nube, llueve porque me entristece la separación. Y soy miles de gotas de agua que se evaporan con una luz blanca que intenta consolarme, con la promesa de que algún día les volveré a ver...

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