jueves, 1 de octubre de 2015

Philippe

Aquel no era un perro normal. Me bastaron cinco minutos, para desear de corazón verle el cráneo partido en dos, a poder ser por un hacha de doble filo. Solo llegar a la casa, y después de un larguísimo viaje, me recibió con unos ladridos sordos, parecidos a ronquidos. Pero no fue eso lo que me puso más nervioso, sino su mirada. Tenía por ojos dos bolas de billar blancas, a las que parecía que habían pintado pupilas para no asustar a la pobre gente que se le acercara. Sí... su mirada me sacaba de quicio.

El olor que emitía era solo molesto los primeros minutos de obligado contacto con el animal. Luego, el olfato se acostumbraba, o simplemente no enviaba aquella información al cerebro, tal vez para no dañarlo irreparablemente.

Los dos primeros días fueron insoportables. El animal me seguía a todos los rincones, sin despegar su mirada de mi espalda. A partir del tercer día las cosas cambiaron. Creo que el perro cogió confianza en mí y, además de vigilarme, pretendía que jugáramos a "tira el palo que voy a por él".

Incluso en el taller donde trabajaba, tenía al asqueroso "chucho" lamiendo mis piernas. Cuando comíamos, él estaba bajo la mesa; cuando veíamos la televisión, él se situaba bajo mi silla. Estaba pegado a mí, como si de una sombra deforme se tratara.

En cierta ocasión, más por aburrimiento que por otra cosa, accedí a jugar con él; yo le lancé un palo desde el gran comedor, a través de uno de los enormes ventanales, fuera de la casa. El perro salió a una velocidad endiablada. Mientras buscaba el palo por el jardín (jamás se graduaría en una escuela de sabuesos detectives) cerré la ventana. Una vez lo tuve "encerrado" en el exterior -donde no me molestaría-, decidí burlarme del bicho desde detrás de los cristales. Un cruce de miradas bastó para comprender que no había sido una buena idea, así que le deje entrar de nuevo...

Solo mi habitación estaba totalmente vedada para el perro. Éste, de vez en cuando, intentaba entrar. Si yo estaba de buen humor, le correspondía con un portazo en las narices, cosa que no parecía afectarle demasiado psicológicamente hablando.

Cada mañana me veía obligado a pasear junto a él por el parque. El animal tenía fuerza, vigor, potencia a partes iguales... supongo que debido a su juventud, pues su dueño me dijo que el perro tan solo tenía dos años. Deseé, en más de uno de esos paseos matutinos, que lo pisara un paquidermo o que un meteorito de tamaño medio cayera sobre su deforme cabeza. Afortunadamente, nada de eso sucedió. Y digo afortunadamente, por la anécdota que en el día de ayer acaeció (nota del autor: bueno, realmente pasó hace doce años) y que seguidamente paso a relatar:

Estaba yo preparando un guiso en casa de mis anfitriones (basado en patatas hervidas, cebolla, mantequilla y huevos) para deleitar a éstos con mis infames dotes culinarias. Fue entonces cuando la cuchara de madera se enganchó en el fondo de la cazuela. Traté de despegarla y... lo logré. Lástima que al mismo tiempo tres patatas hervidas - pringadas de cebolla y huevo- salieran de la cazuela en una trayectoria que podría calificarse de mágica, yendo a parar -tras varios rebotes- a la alfombra que cubría el recibidor.

Deseé fundirme en el acto, convertirme en un charco de grasa o mejor aún... ser tragado por la tierra y aparecer en el otro lado. El pánico paralizó mi cerebro atenazando mis músculos; no sabía como reaccionar para deshacer el desaguisado.

Y cuando todo parecía perdido, cuando la confesión se hacia inevitable, apareció Philippe. Cruzó el espacio que nos separaba sin capa pero aún así se convirtió en mi héroe, mi salvador. Devoró en microsegundos los restos esparcidos por la alfombra, mejorando -con creces- a cualquier tipo de producto de limpieza existente en el mercado.

Ese día cambié profundamente algunos de mis sentimientos hacia el animal (soy asquerosamente humano), que de pronto me pareció terriblemente práctico, necesario e higiénico.


Publicat al Nitecuento nº 4, desembre de 1999 

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