La
puerta se abrió brutalmente. Y en mi
clase, la del segundo curso, primer grado de Formación Profesional Electrónica,
entró un tipo alto. Moreno de tez, con una sombra bajo la nariz llamada a ser
un poblado bigote, llevaba chupa de cuero con tachuelas metálicas y tejanos tan
ajustados que seguramente le estaban cortando la circulación a la altura de las
ingles. Supongo que por esa razón andaba como si le hubieran robado el caballo.
Me pareció un tipo bastante duro y terrorífico.
Con
su entrada se produjo un insólito silencio sepulcral (habida cuenta que en mi
clase somos más de veinticinco chicos). Nos encontrábamos en nuestro primer
descanso del día, después de una soporífera clase de matemáticas, rebosada de
interminables problemas basados en ecuaciones de segundo grado, y antes de una
excitante clase de catalán, con la única profesora más joven de cincuenta años
que he tenido en toda mi etapa escolar...
Recorrió,
rodeado de silencio, unos cuatro metros hasta llegar junto a la enorme pizarra
y la mellada mesa donde se ubicaban normalmente los profesores. Nos miró a
todos como si fuéramos su rebaño particular de borregos, escupió algo verde en
el suelo y nos soltó una frase de presentación muy corta pero contundente:
-
Me llamo Jorge Greñas... y soy de La Mina.
Para
todos aquellos que no sean de Barcelona debo hacer un paréntesis y explicar que
es La Mina. La Mina
es el nombre que recibe un barrio marginal y marginado, muy próximo a la
periferia de Barcelona. Uno de aquellos lugares que casi nunca aparecen en las
guías turísticas. En círculos sociales bien informados en Realidad Cotidiana
Barcelonesa, decir que eres de La Mina es como informar que eres inmortal o
dicho de otra manera; recuerdas a todos los que te rodean que son muy
mortales...
Dos
segundos y medio después de tan breve discurso, y en medio del silencio que
descubrió a tres o cuatro estómagos hambrientos, se levantó Quini, un tipo que
podría darle una paliza a Conan el Bárbaro si ambos hubieran coincidido en el
tiempo y le contestó:
-
Pues que bien. Te vamos a llamar el Minero.
Y
la clase entera explotó en forma de risa, haciendo añicos el silencio que milagrosa mente se había mantenido durante casi dos
minutos.
Aquí
voy ha realizar un segundo y último paréntesis.
Mi escuela, colegio o centro de Formación Profesional está repleto de tipos
singulares y ciertamente atípicos para esa parte de la sociedad que podríamos
considerar como normal. Yo he sobrevivido durante más de un curso entero
gracias a mis habilidades negociadoras; a cambio de dejar copiar en los
exámenes a todos los que tengo alrededor obtengo protección. Eso y un par de
colegas (con los que compartí sexto, séptimo y octavo de EGB y que me tienen
cogido afecto) me ha servido para convertirme en el primer y único empollón de
la clase que no recibe ni una sola de la habitual ración de collejas que se
reparten a diario.
Sigamos.
El Minero se puso rojo de ira, tensó todos los músculos de su cuerpo
(especialmente los que le sujetaban la enorme mandíbula) y la verdad es que las
venas de sus ojos quedaron inyectadas de sangre. Sentí un poco de miedo.
Algunas veces, cuando se reparten tortazos en cierto tipo de reyertas – ya sean
individuales o colectivas -, suele caerte uno o varios golpes como sin querer,
y la verdad es que Quini estaba sentado dos pupitres detrás de mí.
Miré
con el ojo izquierdo a Quini mientras
iba hacia Jorge Greñas; y con el derecho vi como éste bajaba su
coloración facial rápidamente hasta llegar a un blanco cera que le daba un aspecto
como de Drácula pero en versión macarra. Supongo que lo último que esperaba
aquél pobre tipo era encontrarse con alguien que, después de su terrible
pronunciación, se atreviera a responderle. Además, la clase entera se había
envalentonado y aquella situación se le escapaba por momentos de las manos.
Todo
aquello me recordó un poco a un circo romano; el valiente gladiador aparece en
escena con su bonito uniforme; el público aguarda en silencio; y de pronto, en
lugar de salir cuatro o cinco cristianos escuálidos, aparece un león de dos mil
quinientos kilos que hace que el gladiador deseé haber sido carpintero como su
padre...
El
Minero intentó abrir la boca para decirle algo a Quini, pero antes de que fuera
capaz de articular ni una sola palabra, éste sacó un bozal de perro (¿?) del
interior de su bolsillo y a la velocidad de la luz se lo puso al pobre Jorge
Greñas. La verdad es que sentí algo de pena por el pobre tipo. Aunque hubiera
sido un poco chulo durante algunos segundos, estaba a punto de pagar un precio
muy alto. Estaba pasando del cielo al infierno en tan solo tres minutos; y tal
y como le iban las cosas no conseguiría el respeto ni del más tonto de la clase
aunque viviera doscientos años.
Quini
le ordenó que se pusiera a cuatro patas y le dijo que iban a dar un paseo por la clase. El Minero
trató nuevamente de balbucear algo incluso con el bozal puesto, pero Quini le
cogió por el cuello y le obligó a ponerse de rodillas. Mis retinas siempre
recordaran a Jorge Greñas, el Minero, a cuatro patas con un bozal de perro
puesto y dando dos vueltas enteras al perímetro exterior de la clase, ante las
risas de absolutamente todos los presentes. Debo reconocer que, aunque Quini
seguramente nos libró de un nuevo chulo, aquella situación me hizo recapacitar
repetidas veces del papel que todos tenemos en el universo en que vivimos. Y el
papel que le tocó interpretar al Minero aquél día fue patético.
Cuando
Quini se cansó de pasearlo delante de nuestras narices lo soltó y el Minero,
libre de bozal y de nuevo dueño, con su chupa de cuero con tachuelas y sus
vaqueros ajustados fue a sentarse solo en un pupitre cerca del fondo, donde
poder lamerse todas sus heridas, que no eran tanto físicas como psicológicas,
aunque tampoco le hubieran ido nada mal un par de rodilleras...
Cuando
la joven profesora de catalán entró en nuestra clase, la tormenta para el
Minero había pasado. La profe nos miró a todos extrañada, detectando la alta
cantidad de felicidad ambiental existente, reflejada en muchas caras que
todavía seguían coloradas y congestionadas por la risa. Sin embargo, ella
y sus pantalones ajustados concentraron rápidamente las miradas de todos los
presentes e incluso Jorge Greñas, el Minero, esbozó una leve sonrisa. Y cuando empezó a escribir en la pizarra supimos
que, al menos durante una hora, tendríamos otras cosas en que pensar...
Publicat
al Nitecuento nº 19, juny de 2002
No hay comentarios:
Publicar un comentario