jueves, 15 de octubre de 2015

Minero (Historias deFePé, 1980-1982)

La puerta se abrió brutalmente.  Y en mi clase, la del segundo curso, primer grado de Formación Profesional Electrónica, entró un tipo alto. Moreno de tez, con una sombra bajo la nariz llamada a ser un poblado bigote, llevaba chupa de cuero con tachuelas metálicas y tejanos tan ajustados que seguramente le estaban cortando la circulación a la altura de las ingles. Supongo que por esa razón andaba como si le hubieran robado el caballo. Me pareció un tipo bastante duro y terrorífico.

Con su entrada se produjo un insólito silencio sepulcral (habida cuenta que en mi clase somos más de veinticinco chicos). Nos encontrábamos en nuestro primer descanso del día, después de una soporífera clase de matemáticas, rebosada de interminables problemas basados en ecuaciones de segundo grado, y antes de una excitante clase de catalán, con la única profesora más joven de cincuenta años que he tenido en toda mi etapa escolar...

Recorrió, rodeado de silencio, unos cuatro metros hasta llegar junto a la enorme pizarra y la mellada mesa donde se ubicaban normalmente los profesores. Nos miró a todos como si fuéramos su rebaño particular de borregos, escupió algo verde en el suelo y nos soltó una frase de presentación muy corta pero contundente:

-        Me llamo Jorge Greñas... y soy de La Mina.

Para todos aquellos que no sean de Barcelona debo hacer un paréntesis y explicar que es La Mina. La Mina es el nombre que recibe un barrio marginal y marginado, muy próximo a la periferia de Barcelona. Uno de aquellos lugares que casi nunca aparecen en las guías turísticas. En círculos sociales bien informados en Realidad Cotidiana Barcelonesa, decir que eres de La Mina es como informar que eres inmortal o dicho de otra manera; recuerdas a todos los que te rodean que son muy mortales...

Dos segundos y medio después de tan breve discurso, y en medio del silencio que descubrió a tres o cuatro estómagos hambrientos, se levantó Quini, un tipo que podría darle una paliza a Conan el Bárbaro si ambos hubieran coincidido en el tiempo y le contestó:

-        Pues que bien. Te vamos a llamar el Minero.

Y la clase entera explotó en forma de risa, haciendo añicos el silencio que milagrosamente se había mantenido durante casi dos minutos.

Aquí voy ha realizar un segundo y último  paréntesis. Mi escuela, colegio o centro de Formación Profesional está repleto de tipos singulares y ciertamente atípicos para esa parte de la sociedad que podríamos considerar como normal. Yo he sobrevivido durante más de un curso entero gracias a mis habilidades negociadoras; a cambio de dejar copiar en los exámenes a todos los que tengo alrededor obtengo protección. Eso y un par de colegas (con los que compartí sexto, séptimo y octavo de EGB y que me tienen cogido afecto) me ha servido para convertirme en el primer y único empollón de la clase que no recibe ni una sola de la habitual ración de collejas que se reparten a diario.

Sigamos. El Minero se puso rojo de ira, tensó todos los músculos de su cuerpo (especialmente los que le sujetaban la enorme mandíbula) y la verdad es que las venas de sus ojos quedaron inyectadas de sangre. Sentí un poco de miedo. Algunas veces, cuando se reparten tortazos en cierto tipo de reyertas – ya sean individuales o colectivas -, suele caerte uno o varios golpes como sin querer, y la verdad es que Quini estaba sentado dos pupitres detrás de mí.

Miré con el ojo izquierdo a Quini mientras  iba hacia Jorge Greñas; y con el derecho vi como éste bajaba su coloración facial rápidamente hasta llegar a un blanco cera que le daba un aspecto como de Drácula pero en versión macarra. Supongo que lo último que esperaba aquél pobre tipo era encontrarse con alguien que, después de su terrible pronunciación, se atreviera a responderle. Además, la clase entera se había envalentonado y aquella situación se le escapaba por momentos de las manos.

Todo aquello me recordó un poco a un circo romano; el valiente gladiador aparece en escena con su bonito uniforme; el público aguarda en silencio; y de pronto, en lugar de salir cuatro o cinco cristianos escuálidos, aparece un león de dos mil quinientos kilos que hace que el gladiador deseé haber sido carpintero como su padre...

El Minero intentó abrir la boca para decirle algo a Quini, pero antes de que fuera capaz de articular ni una sola palabra, éste sacó un bozal de perro (¿?) del interior de su bolsillo y a la velocidad de la luz se lo puso al pobre Jorge Greñas. La verdad es que sentí algo de pena por el pobre tipo. Aunque hubiera sido un poco chulo durante algunos segundos, estaba a punto de pagar un precio muy alto. Estaba pasando del cielo al infierno en tan solo tres minutos; y tal y como le iban las cosas no conseguiría el respeto ni del más tonto de la clase aunque viviera doscientos años.

Quini le ordenó que se pusiera a cuatro patas y le dijo que iban a dar un paseo por la clase. El Minero trató nuevamente de balbucear algo incluso con el bozal puesto, pero Quini le cogió por el cuello y le obligó a ponerse de rodillas. Mis retinas siempre recordaran a Jorge Greñas, el Minero, a cuatro patas con un bozal de perro puesto y dando dos vueltas enteras al perímetro exterior de la clase, ante las risas de absolutamente todos los presentes. Debo reconocer que, aunque Quini seguramente nos libró de un nuevo chulo, aquella situación me hizo recapacitar repetidas veces del papel que todos tenemos en el universo en que vivimos. Y el papel que le tocó interpretar al Minero aquél día fue patético.

Cuando Quini se cansó de pasearlo delante de nuestras narices lo soltó y el Minero, libre de bozal y de nuevo dueño, con su chupa de cuero con tachuelas y sus vaqueros ajustados fue a sentarse solo en un pupitre cerca del fondo, donde poder lamerse todas sus heridas, que no eran tanto físicas como psicológicas, aunque tampoco le hubieran ido nada mal un par de rodilleras...

Cuando la joven profesora de catalán entró en nuestra clase, la tormenta para el Minero había pasado. La profe nos miró a todos extrañada, detectando la alta cantidad de felicidad ambiental existente, reflejada en muchas caras que todavía seguían coloradas y congestionadas por la risa. Sin embargo, ella y sus pantalones ajustados concentraron rápidamente las miradas de todos los presentes e incluso Jorge Greñas, el Minero, esbozó una leve sonrisa.  Y cuando empezó a escribir en la pizarra supimos que, al menos durante una hora, tendríamos otras cosas en que pensar...

Publicat al Nitecuento nº 19, juny de 2002 

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