Aquél
despiadado monstruo atravesó, con sus enormes zarpas, mi esternón y me arrancó
el corazón. Mis ojos, inundados de lágrimas, pudieron ver como lo dejaba caer
al suelo y lo pisoteaba con fuerza y desprecio, fragmentándolo en un millar de
pequeños rubíes. El sol desapareció del cielo, que se convirtió, en breves
segundos, en una sábana negra y bajo mis pies se abrió el suelo; y caí por el
oscuro abismo de la muerte, un pedazo de negra eternidad que parecía no tener
fin...
Después de
unos cuantos segundos, minutos, horas, días, años o tal vez siglos, mi cuerpo se detuvo lentamente, depositándose
sobre algo que pensé debía ser el mismísimo Infierno. Hacía bastante calor.
Estuve tendido boca abajo, como una marioneta rota, durante, más o menos, otro
milenio. No sentía absolutamente nada, salvo ese extraño calor. Sin embargo,
pronto, las primeras y negativas sensaciones cambiaron. Oía dulces voces, oía
misteriosos ruidos, veía tenues luces. Incluso distinguía algunos colores;
recuerdo especialmente las tonalidades de verde musgo, marrón tierra del sur y
rojo manzana. Hasta que llegó el día en que escuché las voces más cerca que
nunca; sentí que era alzado y llevado en brazos hasta un cómodo lecho que
podría ser perfectamente el lugar donde reposaría eternamente. Lo único que no
comprendía era porqué los pensamientos y recuerdos de mi vida pasada seguían
torturando mi nueva existencia presente.
Pasó otra
eternidad antes que mis ojos aprendieran a ver de nuevo y distinguir a las
criaturas que reían, cantaban y alborotaban a mi alrededor. Aquel maravilloso lugar no era o no podía ser
el Infierno. Era como una enorme catedral hecha de gigantescos y hermosos
árboles; y por entre sus ramas se colaban cientos de rayos de una estrella
parecida a nuestro Sol, que calentaba mi cuerpo. El lugar estaba habitado por
decenas de pequeños y graciosos duendes que, día a día, limpiaban la fea y
enorme herida de mi pecho y mojaban mis inertes labios con un néctar delicioso
que me hacía sentir mejor. Decenas de hadas me cantaban y contaban historias
llenas de alegría, amor, vida y esperanza...
Y mientras
todas esas criaturas me cuidaban, me cantaban y me curaban, yo me olvidaba de
aquél monstruo que me había arrancado el corazón...
Poco a poco, paso a paso, la eternidad fue
transcurriendo. Cada vez me sentía mejor. Empecé a parpadear. Fue emocionante
el día que moví un dedo, el que llamamos corazón. Lloré, notando el frescor de
mis lagrimas recorriendo mis mejillas. Rápidamente, una de las hada las secó
con el más suave de los pañuelos que jamás ha acariciado mi piel. Con el tiempo
fui moviendo los demás dedos, pulgar, índice, anular y meñique. Y cada
movimiento era preludio de mis lágrimas, única muestra de una emoción contenida
por la incapacidad de hablar, gritar...
Aprendí a hablar en silencio con mis músculos, mis
tendones, mis nervios, mis vísceras. Les supliqué que volvieran a la vida, como
yo lo había hecho, que me acompañaran de nuevo en una nueva existencia que
debía ser mejor que la que habíamos terminado juntos hacía siglos. Los duendes y las hadas se esforzaron
más que nunca en sus tareas hacia mi persona.
Uno de los días más maravillosos fue aquél que mis
pulmones decidieron volver a respirar. Un torrente de aire inundó mi ser, de
tal manera, que pensé que saldría flotando de un momento a otro. Gobernar mi propia respiración fue la primera
de un sinfín de emociones olvidadas.
Hasta que un
día, después de varios intentos, me levanté. Mi cabeza me daba vueltas e
incluso sentí náuseas. Me dolía especialmente la espalda, los muslos, las
rodillas e incluso las nalgas. Pero algunas de las hadas me sujetaron
fuertemente por las axilas y me ayudaron a mantenerme en pié.
Fue así como, rodeada de una música celestial,
apareció ante mí aquella imagen angelical. Aquella hermosa princesa pelirroja
me regaló una mirada que encendió mi alma. Iba vestida con tan sólo una túnica
blanca, que me permitía soñar con su maravillosa figura. Todo a nuestro
alrededor se iluminó, como si alguien hubiera robado el sol y lo hubiera
colocado especialmente allí para iluminar mi pequeño universo...
Sin embargo y de repente, un terrible, atroz y
antiguo dolor penetró en mi alma atravesando mi pecho. Puse las manos sobre la
enorme cicatriz de mi pecho. Aunque tenía ante mí a la mujer más hermosa que
había visto en toda mi vida, no podía amarla, puesto que yo ya no tenía
corazón.
Ella, con una sonrisa por la cual moriría mil veces,
sacó de entre su blanca túnica una pequeña caja de oro y cristal. Y besando mis
labios me regaló un nuevo corazón...
Publicat al Nitecuento nº 12, maig de 2001
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