sábado, 15 de agosto de 2015

Inmortal

El mundo, tal y como lo había visto, sentido y disfrutado en los últimos sesenta y tres años de mi vida, desapareció. Unos segundos antes estaba con dos jóvenes furcias que reventaron de placer mi castigado corazón. Ahora, sólo quedaba yo, desnudo y rodeado de la más absoluta nada. Una nada fría, oscura, negra y profunda, muy profunda... 

Apareció un puntito rojo que pronto paso a ser un punto. El punto rojo surgido en la nada fue creciendo de tamaño hasta adquirir la forma de un hombre de unos cincuenta años pero con la mirada de un anciano de dos mil. Era bastante alto y muy delgado, con el pelo largo y rizado; vestía un horrible traje rojo, que le daría apariencia de payaso de circo, si no fuera por su terrible sonrisa. 

- Bienvenido – me dijo con la voz más profunda que he oído en toda mi vida. 
- No quiero bienvenidas de ningún tipo. No he elegido morir, me gustaba vivir y gozar de la vida, así que ahórrate los discursos... 
- No pareces muy asustado... 
- Estaría asustado si estuviera ante Dios, y tú no eres Dios. Si eres quién creo que eres, deberías estar agradecido por todo lo que he hecho por ti o por tu causa mientras estuve vivo. He sido un excelente político. He engañado, mentido, manipulado, robado y extorsionado. He sembrado el miedo, el terror y el odio entre la gente durante gran parte de mi vida... 
- Cierto, y por todo ello te voy a conceder un deseo... 
- Quiero ser inmortal – le dije sin pensarlo dos veces. 

Estuvo pensativo casi un minuto. Se rasco la barbilla repetidas veces en un acto que me pareció teatral. Incluso pensé que no tenía poder para hacer realidad mi petición. Ser inmortal. Volver para seguir gozando del dinero, del poder y sobre todo del sexo. Volver a tener a cientos de mujeres a mis pies... 

- Acepto. Sin embargo, deberás luchar para que tu deseo de ser inmortal se haga realidad. Te enfrentarás a alguien que yo elegiré. Si pierdes serás condenado al Infierno. Si ganas, serás inmortal... 

Mi alma sintió un suelo húmedo, hecho de recuerdos de lo que un día fue hierba fresca. A mi alrededor sopló una brisa helada. Unos negros nubarrones aparecieron en un oscuro cielo. Y una niebla lejana fue transformándose muy lentamente en una alta y sombría figura, huesuda, esquelética, cubierta por una negra y vieja capa. Llevaba una guadaña entre sus manos. Mi alma se puso a sudar como mi cuerpo no lo había hecho en toda mi vida... Aquello era un duelo imposible. Evidentemente no tenía sentido. Me giré hacia el tipo del traje rojo, que permanecía a pocos metros de allí y le dije: 

- Él va armado con una guadaña. 
- ¿Qué arma prefieres tu? 
- ¿Puedo escoger? – le respondí con sorpresa. 
- Sí, puedes. 
- Un bazooka. 

Supe que le había sorprendido con mi petición cuando me atravesó con su mirada; pero en una milésima de segundo un bazooka apareció justo delante de mis pies. Lo cogí con cuidado. Era un modelo que conocía perfectamente. Vi que estaba cargado con un solo proyectil. No había margen para el error; no podía fallar... 

Apunté a la horrible calavera que hacía de cabeza de mi oponente. Mi alma temblaba debido a la tensión... O tal vez tenía miedo por primera vez desde hacía décadas. Su patética sonrisa forzada permaneció inalterable. Sus cuencas negras me miraron con desprecio. Empezó a caminar, acercándose lentamente. Movía la guadaña en forma de ocho con una velocidad endiablada... 

La parte de mi alma con forma de dedo índice apretó el gatillo y un proyectil salió en busca de su objetivo. Mi oponente, dejó de hacer girar la guadaña... Y recibió de lleno el impacto. Quedó hecho pedazos. 

Los huesos estaban desparramados sobre la oscura hierba en un radio de veinte metros. La vieja capa estaba hecha jirones y la guadaña había desaparecido. Una vez más había vencido y aniquilado a mi enemigo. Sin embargo, algo andaba mal. Demasiado fácil. Me giré, buscando al maldito bufón del traje rojo. Seguía allí, siempre sonriendo... 

- Él quería morir. Tú quieres la inmortalidad. Él ha muerto. Tú ya eres inmortal... 

Y mientras sus palabras seguían retumbando en lo que tiempo atrás fueron mis oídos, observé, con horror, como lentamente desaparecía de mi alma la piel y la carne que recubrían mi esqueleto. Y una gigantesca y pesada guadaña nació de entre mis manos formando parte de mi ser. Sentí un terrible calor que abrasaba mi alma y me enloquecía por momentos; antes de perder la cordura, supe que estaba condenado a ser un esclavo inmortal toda la eternidad... 

- Publicado en el Nitecuento nº 16, Nadal de 2001 
- Especial “Los mejores relatos 2001 de Nitecuento”

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