sábado, 1 de agosto de 2015

Spectrum

Hoy es el día. Mi primer día. Mi gran día. Me siento emocionado, exaltado y a la vez incómodo, extraño y confundido. No hace ni cinco minutos que he aparecido en la sala de recepción. Esperaba empezar de inmediato, pero parece ser que la recepcionista no está. Sobre su mesa puedo ver un montón de papeles terriblemente desordenados, unos cuantos lápices de colores y el terminal apagado de un ordenador. También hay una centralita de teléfono, que parece estar descansando. A mi izquierda veo unas escaleras que suben... O bajan, según se mire. 

Me aburre esperar y como ya no puedo hacer gran cosa en la silenciosa recepción opto por subir hacia el supuesto primer piso. Subo despacio hasta llegar al rellano de la primera planta. A mi derecha hay una puerta metálica cerrada con llave. A mi izquierda hay una puerta ya abierta que lleva a un espacio dividido, en el que puedo reconocer hasta tres talleres, llenos de herramientas y sacos de diversos materiales. 

De repente, oigo un suave y extraño sonido, como si alguien tratara de decirme algo lo más bajito posible. Imposible. Es como un lamento de insecto, pero de insecto pequeñito; inicio una aproximación hacia la zona susurrante. No puedo entender ni media palabra de tan extraño mensaje. Me siento muy incómodo... Extremadamente incómodo. 

Aquel tipo debió avisarme de donde me colocaba. Desde un principio no me gustó su cara ni el brillo de sus ojos. Mucho hablar de mí, mucho sermonear sobre mi pasado y sobre lo complicada que era mi situación actual y muy poco sobre lo que realmente me interesaba: mi nuevo destino. Y aquí estoy con mi destino, escuchando estos malditos ruidos. 

El susurro proviene de detrás de una puerta de madera que evidentemente da a una habitación. Cada vez lo oigo más fuerte, más irritante, pero igual de incomprensible. Preparo mi entrada en la habitación. Un tremendo golpe suena a mis espaldas. Nunca pensé que pudiera asustarme y sin embargo mi corazón da un vuelco bestial. Un segundo golpe, seguido de un estallido infernal me retiene varios segundos inmóvil. Reacciono, yendo en sentido contrario a los estallidos, o sea, entrando en la habitación susurrante. 

Penumbra. No hay nadie. El viento la invade, entrando a ráfagas heladas por un agujero en uno de los enormes ventanales. Paradójico. Es el viento quién me canta su canción, cuyo significado nunca entendí y nunca entenderé. 

El cielo se oscurece –la habitación también- y empieza a llover. En pocos segundos, una tormenta -repleta de relámpagos y truenos- cae sobre mi nuevo lugar de trabajo. Tétrico... perfecto. Otro golpe. Otro estallido. Alguien va a tener mucho trabajo. Esta vez corro rápidamente hacia el sector donde se producen tales fenómenos. Llego a un lugar donde las ventanas bailan una infernal danza con el viento. Piso un montón de cristales rotos. Doy media vuelta, de regreso a las escaleras. Miro por el hueco de las mismas. Ni un alma... Aún debo visitar la segunda planta. 

Subo muy lentamente, sin hacer ningún ruido, casi flotando. No entiendo por qué no he visto a nadie en una fábrica de estas dimensiones. El tipo aquel me dijo que aquí trabajaba mucha gente, y hasta el momento no me he cruzado con nadie. De pronto –¿será verdad?- oigo una risa. Estoy seguro que procede de arriba. Subo el último tramo de escaleras con paso ágil y rápido. Al llegar arriba observo con atención la sala que aparece frente a mí. 

Justo delante, a unos doce metros, hay una enorme máquina –de unos tres metros cuadrados- que emite un calor espantoso; a mi izquierda puedo ver una docena de mesas, con cientos de herramientas sobre ellas y un mar de cristales de colores esparcidos por el suelo. A mi derecha hay una bonita colección de ventanales que me protegen del terrible temporal que ruge con furia desde el exterior. 

Risas. Proceden de detrás de la enorme máquina. Esta vez son muy claras. Y por primera vez han sonado de modo familiar, muy familiar. Oigo sonar un teléfono. Tal vez aparezca alguien dispuesto a contestar esa llamada. Pero antes, voy a descubrir al gracioso. Rodeo la enorme máquina. El teléfono sigue sonando. Empiezo a odiar esta maldita situación. No debo perder la calma... debo tranquilizarme. La risa aumenta. Y el teléfono sigue con su infernal sonido. La risa va a enloquecerme. Se está burlando de mí... Pero ¿quién se atreve? 

Rodeo rápidamente aquella gran máquina, que abrasa mi alma a cada segundo y que parece crecer un poco más a cada vuelta. La risa la rodea con la misma rapidez, haciéndose inalcanzable. Tranquilo, tranquilo. ¿Quién ha podido verme? Y si alguien lo hizo... ¿Por qué se ríe? No he vuelto para que la gente se ría de mí. Ya lo hicieron durante años, durante toda mi vida. La risa desaparece. El silencio invade el lugar. Ni tan solo oigo llover. Ya no hay truenos... Ni relámpagos. Es como si alguien hubiera decidido cubrir de algodón todo el universo que me rodea. 

Es entonces cuando aparece delante de mí aquel hombre, aquel anciano que me envió a la fábrica. Por su mirada advierto que se ha divertido mucho. 

- Siempre hago lo mismo con los novatos. Una pequeña prueba que no todo el mundo supera. No me gusta trabajar con incompetentes, cobardes, histéricos o personajes patéticos. Reaccionaste bastante bien a toda esta nueva y absurda situación. No es extraño que no encontraras a quién asustar, a quién aterrorizar. Decidí que empezaras a trabajar en Domingo. 

Creo que me gustará, que acabaré acostumbrándome, aunque esto va a ser más duro de lo que había imaginado... pero tengo tiempo, mucho tiempo, prácticamente toda la eternidad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario