viernes, 7 de agosto de 2015

El instrumento

Casi nadie podía explicarse los motivos. Los motivos de ella, claro. De él había cientos. Miles. Pero Marta se había casado con Sergio.

Marta. La más guapa de las hijas del banquero. La más simpática. La más persona. De hecho, la única con alma humana en una estirpe de cabrones de mucho cuidado. Brillante abogada que representaba siempre al más débil. Tal vez porque había estado criada por el más fuerte. Y Sergio. El puto Sergio. El eterno freak. El aprendiz de todo. El maestro de nada. El tipo gris que se ganaba la vida repartiendo paquetes por toda la comarca. Un hombre flacucho, desgarbado, de pelo rizado y ojos tan azules como la etiqueta de Font Vella.

Saliendo de la iglesia fueron sumergidos en arroz, como dos solitarias cigalas naufragando en una paella en Nairobi. La paella de la vida. Marta estaba radiante. Feliz. Su sonrisa iluminaba el mundo y, de paso, arrastraba a sus padres que en un principio siempre se opusieron a semejante relación. Hoy mostraban un ápice de humanidad. Amén.

Sergio no tenía padres. Es lo que tiene ser pobre. Todas las desgracias vienen juntas. Pero su hermano mayor, rodeado de un carrusel de niños, se sentía orgulloso de él. Cruzaron sus miradas. Y señalaron al cielo que pertenecía a sus padres desde hacia demasiado tiempo. Su cuñada le mandó un beso mientras intentaba sin éxito que uno de sus hijos dejara de comer arena.

Sergio miró a Marta. Su princesa, su reina, su diosa. Su único motivo para vivir. Se cruzó en su triste vida como un ángel y la idea de morir fue aplazada. Primero por unos momentos. Luego para toda la vida. Sus padres lo entenderían, pensó.

Marta miró a Sergio. Al hombre que la había sorprendido cada día, cada noche. Al tipo que la hacía reir. Porque Sergio era una maravillosa sorpresa ambulante. Y un excelente cocinero. Durante el año que vivieron en pecado, cuando Marta llegaba rota de defender imposibles, Sergio la esperaba con la cena preparada. Con las velas encendidas. O con montañas de cera fundida. Siempre había comprensión ante los retrasos imprevistos. Siempre había un masaje. Unas caricias sanadoras. Pero lo que a Marta le encantaba era cuando Sergio sacaba su instrumento. Su gran secreto. Y durante horas la deleitaba con un concierto maravilloso que la llevaba al nirvana espiritual. Sergio era violinista. Un gran violinista. El concierto de violín era el preludio de una sensacional noche de sexo. Porque Sergio tenía un pollón del tamaño de un melón. El puto Sergio.

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