Casi nadie podía explicarse
los motivos. Los motivos de ella, claro. De él había cientos. Miles. Pero Marta se había casado con Sergio.
Marta. La
más guapa de las hijas del banquero. La más simpática. La más persona. De
hecho, la única con alma humana en una estirpe de cabrones de mucho cuidado.
Brillante abogada que representaba siempre al más débil. Tal vez porque había
estado criada por el más fuerte. Y Sergio. El puto Sergio. El eterno freak. El
aprendiz de todo. El maestro de nada. El tipo gris que se ganaba la vida
repartiendo paquetes por toda la comarca. Un hombre flacucho, desgarbado, de
pelo rizado y ojos tan azules como la etiqueta de Font Vella.
Saliendo de la iglesia fueron
sumergidos en arroz, como dos solitarias cigalas naufragando en una paella en
Nairobi. La paella de la vida. Marta
estaba radiante. Feliz. Su sonrisa iluminaba el mundo y, de paso, arrastraba a
sus padres que en un principio siempre se opusieron a semejante relación. Hoy
mostraban un ápice de humanidad. Amén.
Sergio no tenía padres. Es lo
que tiene ser pobre. Todas las desgracias vienen juntas. Pero su hermano mayor,
rodeado de un carrusel de niños, se sentía orgulloso de él. Cruzaron sus
miradas. Y señalaron al cielo que pertenecía a sus padres desde hacia demasiado
tiempo. Su cuñada le mandó un beso mientras intentaba sin éxito que uno de sus hijos
dejara de comer arena.
Sergio miró a Marta. Su princesa, su reina, su diosa. Su único
motivo para vivir. Se cruzó en su triste vida como un ángel y la idea de morir
fue aplazada. Primero por unos momentos. Luego para toda la vida. Sus padres lo
entenderían, pensó.
Marta miró
a Sergio. Al hombre que la había sorprendido cada día, cada noche. Al tipo que
la hacía reir. Porque Sergio era una maravillosa sorpresa ambulante. Y un
excelente cocinero. Durante el año que vivieron en pecado, cuando Marta llegaba rota de defender imposibles, Sergio la
esperaba con la cena preparada. Con las velas encendidas. O con montañas de
cera fundida. Siempre había comprensión ante los retrasos imprevistos. Siempre
había un masaje. Unas caricias sanadoras. Pero lo que a Marta
le encantaba era cuando Sergio sacaba su instrumento. Su gran secreto. Y
durante horas la deleitaba con un concierto maravilloso que la llevaba al
nirvana espiritual. Sergio era violinista. Un gran violinista. El concierto de
violín era el preludio de una sensacional noche de sexo. Porque Sergio tenía un
pollón del tamaño de un melón. El puto Sergio.
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