domingo, 16 de agosto de 2015

Parálisis

Sergio subió por las escaleras con dificultad. Si Arquímedes levantara la cabeza me daría dos hostias bien dadas, pensó[1]. Le costaba respirar, pero odiaba los ascensores. Estoy haciéndome viejo. Pulsó el timbre de la puerta. Su enfermera favorita no tardó en abrir la puerta con un cantarín Buenas tardes y acompañó a Sergio hasta la sala de estar. Durante el corto trayecto aprovechó que la chica andaba un metro por delante para hacerle una radiografía completa del culito. Le encantaba aquella chica. Bueno, a Sergio le gustaban casi todas las mujeres del planeta menores de 25 años, siempre y cuando pesaran más de 45 kilos. Una vez se hubo sentado, la enfermera le dijo con una angelical sonrisa:

- El doctor llegará enseguida.
- Gracias – respondió Sergio sin poder quitarle los ojos de encima.

La enfermera desapareció. Sergio respiró hondo. Cada vez que se aceleraba por algo, y ese culito perfecto era algo excepcional, se encontraba mal. No estaba atravesando una buena época. Hacía un mes que se había quedado sin empleo. No descansaba bien por las noches y tenía pesadillas. Por si fuera poco, su novia le había puesto por escrito en una bonita cuartilla de color lila, llena de corazones, un simpático ultimátum; Sergio, amor mío... O nos vamos a vivir juntos o te vas solo al carajo.

Sonó el timbre de la consulta. Por fin llega el doctor. Se oyeron pasos. Tacones. Pues no, no es el doctor. Y apareció de nuevo la enfermera bombón con una paciente. Dios mío. A Sergio se le pusieron los ojos como platos.  Qué demonios hace esta rubia en la consulta. Es imposible que esté enferma. De la cara de idiota de Sergio surgió un balbuceante Buenas tardes.

La rubia le devolvió el saludo sin apenas mirarlo, se sentó en una silla frente a él e ignorándole respetuosamente se puso a leer una revista del corazón. Sergio estaba en estado de shock. Desde algún lugar del cosmos le pareció oír la voz de la enfermera repetir:

- El doctor llegará enseguida.

Sergio estaba encantado. No lleva sujetador, no lleva sujetador. Escaneó con descaro cada centímetro de la rubia. Esas tetas no pueden ser reales. Estaba impresionante. Dios, quiero reencarnarme en su camafeo ahora mismo, quiero ser su blusa. Mientras trataba de clonarla en su cerebro mirándola fijamente, sonó de nuevo el timbre. Sergio se sobresaltó y perdió la concentración justo un segundo antes que la rubia le devolviera la mirada.

- Hola. Buenas tardes, doctor – se oyó desde lejos a la enfermera. Una voz masculina respondió algo ininteligible y unos pasos rápidos y firmes se desplazaron acústicamente hasta lo que debía ser su despacho, pero por un pasillo que no daba a la sala de estar.

Al cabo de tres minutos, el doctor Sánchez abrió la puerta de su consulta y, mientras Sergio ya levantaba el culo de su asiento, llamó a la rubia por su nombre:

- Sara Fernández; puede pasar.

Sergio trató de protestar pero se entretuvo mirando el culo de la rubia y se encontró con la puerta cerrada en sus narices. El timbre sonó una vez más mientras a Sergio le empezaba a doler la cabeza. Y estaba cabreado. La enfermera acompañó esta vez a un hombre de unos 40 años a la sala de estar. El tipo no saludó a Sergio, que aprovechó para recriminar a la enfermera que la rubia hubiera entrado antes:

- Perdona, bombón. Mira, los dos sabemos que yo tenía hora con el doctor a las cinco. Y he llegado a las cinco. De hecho, he llegado antes que el doctor. Incluso he llegado antes que la rubia. Y ahora son las cinco y cuarto. La rubia está en la consulta y yo fuera. Explícamelo.
- Perdone. Pero el doctor la ha tenido que atender antes porque se trataba de una urgencia. Lo siento, mucho.
- ¿Una urgencia? ¿Y qué tiene? Unas tetas de infarto, desde luego, pero... ¿Urgente? No sé ¿tiene un orgasmo incrustado en el clítoris que no la deja respirar?. No me jodas.
- Sí no le parece bien, luego lo discute con el doctor – contestó la secretaria ruborizada por la violenta situación. Acto seguido se dio media vuelta y regresó a su lugar de trabajo.

Sergio volvió a sentarse. Mierda, mierda, mierda. El tipo recién llegado le estaba clavando la mirada con desdén.

- Y tú que miras? – pregunto Sergio, desafiante.
- Es usted un maleducado – respondió el tipo.
- Mira idiota. No estoy atravesando el mejor momento de mi vida, así que no me toques los cojones con sermones – Sergio se encontraba realmente mal.
- No merece la pena discutir con alguien como usted. Y además, debo comentarle que es usted un poeta infame – y sacando un libro de su cartera se puso a leer.
- Genial. Pues te callas la puta boca y me dejas en paz.

Sergio volvió a respirar profundamente. Calma, calma, calma. Se encontraba fatal. Tenía ganas de vomitar. Buscó un caramelo de eucalipto en el bolsillo y se lo puso en la boca. El frescor le hizo eructar sonoramente un par de veces. Miró desafiante al tipo de la sala de estar que esta vez ni se inmutó ocupado en la lectura. Me he pasado otra vez... Mierda. Empezaba a encontrarse mejor. Debo calmarme. Respirar hondo. Miró su reloj. Las cinco y veinte. Cogió una revista del corazón. La miró por encima, hojeándola. La cambió por otra que en la portada tenía como reclamo a una modelo impresionante con menos ropa que un parche de pirata. Sergio se entretuvo en el reportaje del interior donde salía la modelo mostrando su nueva colección de tangas de baño. Una oportuna asociación de ideas, donde el tanga hacía de hilo conductor, le llevó hasta una cuestión que le impacientaba ¿Qué coño le estaba haciendo el doctor a la zorra aquella? Miró de nuevo el reloj. Mierda! Las cinco y veinte! Se ha parado! Pensó en preguntarle la hora al tipo de la sala un segundo antes de recordar que le había llamado idiota. Y decidió que había llegado el momento de pedir disculpas.

- Escuche... Perdone por lo de antes. Le pido disculpas por haberle llamado idiota. Estoy pasando una mala racha y me pongo nervioso por nada...

El tipo de la sala de estar guardó silencio, sumergido en la lectura.

- Oiga, sé que he estado un poco desagradable y lo siento.

Silencio.

- Bien. No me perdone. Podría decirme al menos que hora es?

Más silencio.

- Venga, hombre. Me estoy disculpando – dijo Sergio levantándose y acercándose hasta el tipo que parecía estar leyendo tranquilamente.

- Oiga, ¿está usted bien?

Sergio tocó al tipo en el hombro, sin lograr que se inmutara. Luego pasó la mano por delante de sus ojos abiertos sin que hubiera reacción alguna. Mierda, pensó. Este tipo está muerto!

- Enfermera, enfermera, ayuda!!! – dijo yendo en dirección a la recepción donde estaba ubicada la enfermera bombón. Al llegar a la recepción, pudo ver a la enfermera de espaldas como buscando alguna cosa en el archivador. Realmente la clásica bata blanca le quedaba genial con la minúscula ropa interior oscura.

- Deprisa, ven. El tipo de la sala no se mueve.

La enfermera seguía estática, en pie, de espaldas. Estupenda. Esta tía esta para hacerle un traje de babas.

-Es que no me oyes? Te digo que el tipo ese de la sala necesita ayuda, joder – y mientras se acercaba a la enfermera y le ponía la mano sobre el hombro pudo verle la mirada perdida en el infinito. Sergio, perplejo Qué demonios está pasando?, fue corriendo hasta la consulta del doctor. Al abrir la puerta se quedó a un palmo del rostro extasiado de la rubia, que estaba apoyada en la camilla con la blusa desabrochada mostrando unos pechos agarrados con fuerza por el doctor que estaba quieto tras ella con los pantalones bajados hasta los tobillos.  Quietos. Sin mover ni un solo músculo de su cuerpo...

Tambaleándose, Sergio se dirigió hasta el cuarto de baño justo a tiempo para vomitar. Mierda, mierda, mierda. Echó también una meada, Esto no está pasando, se lavó el rostro con agua fresca, se sentó en la taza del water y trató de relajarse dentro de lo posible. Afortunadamente ya no tenía dolor de cabeza.

Volvió a la consulta para asegurarse que lo que había visto era cierto. Lo era. Y la rubia tenía un culo perfecto. Puto cabrón. Una urgencia. Lo sabía. Yo lo sabía. Luego pasó por la sala de estar. El tipo sigue leyendo. Y por la recepción, El bombón tampoco se ha movido. Aquello era demasiado para él solo. Tengo que ir a buscar ayuda, pensó. Pero cuando trató de salir por la puerta, ésta estaba cerrada. La llave, tengo que encontrar la llave. Fue a la consulta y buscó en la chaqueta del doctor. Buscó en los bolsillos de los pantalones. Buscó por los cajones sin poder dejar de mirar de reojo y con recelo a los congelados amantes. Nada. Nada. Nada.

Fue al despacho de la recepción. Busco por encima de la mesa y en los cajones. Nada, nada, mierda. Se acercó a la enfermera y buscó en los bolsillos de la bata. Aunque encontró enseguida unas llaves en el bolsillo derecho de la bata, no pudo evitar que su mano izquierda se perdiera acariciándole un pecho; cuando los dedos se cansaron de jugar con el pezón se deslizaron lentamente por la cintura hasta las nalgas, apretándolas con fuerza. Luego vuelvo por ti.

Se fue hacia la puerta y probó sin fortuna las llaves. Mierda, mierda, mierda. Las ventanas, pediré ayuda por una de las ventanas. Trató de abrirlas una por una sin suerte. Parecían atrancadas. A tomar por culo la ventana, pensó mientras cogía con fuerza una silla golpeándola contra el cristal. La silla rebotó con fuerza y dio de pleno a Sergio, que cayó de bruces al suelo. Perplejo. Repitió de nuevo el intento y esta vez esquivó la silla a tiempo. ¿Este puto vidrio es antibalas o qué?

Sergio se acercó lentamente a la ventana. Y por primera vez, fue consciente del silencio que le envolvía. Una vez junto a la ventana, pudo ver con horror como todo lo que había al otro lado del cristal también estaba quieto. Peatones, coches, palomas... Todo. Sergio empezó a reír como un loco, pasándose las dos manos por el pelo. Abofeteó al tipo de la sala de estar. Luego se metió en la consulta del doctor gritándole:

- Yo estaba primero, maldito cabrón, yo, yo, yo... Estaba primero – mientras le golpeaba inútilmente.

Se acercó a la recepción envuelto en su locura. He vuelto, bombón. Arrancó a jirones la bata blanca a la enfermera. Tienes un cuerpo perfecto; pero al manosearle de nuevo los pechos sintió un repugnante helor que se le caló en lo más interno de su ser. Sergio retrocedió, y a trompicones llegó de nuevo a la sala de estar donde se desplomó sin fuerzas, con el tren de la cordura entrando en una vía muerta.

La mujer rubia gritaba en plena crisis de nervios. El tipo del libro estaba llamando por el móvil a una ambulancia. El doctor Sánchez y la enfermera trataban de reanimarlo, inútilmente.  Y Sergio estaba sobre un charco de vómitos y orines, recorriendo ese extraño y desconocido camino que separaba su vida y su muerte.






[1] El primer ascensor (elevador) fue desarrollado por Arquímedes en el año 236 AC., que funcionaba con cuerdas y poleas.

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