viernes, 12 de enero de 2018

Namaste: Idiomas

Para comunicarme verbalmente en Namaste, utilizo el marciano, uno de los lenguajes más extendidos en la galaxia (no confundir con el murciano). Yo el marciano lo hablo regular, tirando a mal, aunque lo suficiente como para sobrevivir varios días en cualquier rincón del universo sin entrar jamás en el lavabo de chicas por equivocación.


Ayer quería ir un rato al jacuzzi para relajarme. Probablemente, al preguntar, no utilicé las palabras exactas, porque acabé en una sala de masaje. Algo decente, eh? No os hagáis películas. El caso es que apareció una habitante de Namaste con la altura y constitución de Frodo Bolsón. Me dio unas zapatillas blancas, un albornoz blanco y algo parecido a los calzoncillos de Superman. También blancos pero excesivamente livianos para lo que vendría a ser la moda vintage, más acorde con mi edad. Su sonrisa me decía claramente: Ponte esto, pringao...

Una vez disfrazado de maníaco sexual, me invito a subir a una camilla, también blanca. Puse mi cabeza en un agujero mirando el suelo y esperé. Fue entonces cuando empecé a sentir la misma presión en mi espalda que cuando te pasa un camión por encima. Varias veces. Aturdido le pregunté si era la misma persona que hacía un momento me había recepcionado. Por las risas supe que sí...



Después de hacer un nudo con mis piernas, milagrosamente sin romperlas, vi las estrellas cuando llegó a mis gemelos. Los gemelos son unos músculos que tenemos detrás de la tibia y el peroné. Enfermos...

Subió por mis muslos ya sin tanto dolor y se entretuvo en mis glúteos rozando la infidelidad. La suya, digo. Mis lumbares mejor de lo esperado. Pero los trapecios fueron el segundo gran drama. Los apretó de tal manera que probablemente matara a todos los trapecistas. Hija de puta...

Cara B, terminada. Media vuelta y ahora tocaba la Cara A. Mis gemelos sufrieron de nuevo. Estiró mis dedos como si quisiera asegurarse de que formaban parte de mi cuerpo. Le pregunté si trataba de matarme. Más risas. Probablemente sí.

La parte final del masaje fue la más placentera, por llamarlo de alguna manera. Fue raro cuando masajeó mi pecho a dos manos, haciendo que me sintiera sucio. Aunque molaba, claro. Fue agradable en los brazos, genial en la cara y culminó de forma espectacular en la cabeza...

Una vez terminada semejante tortura placentera, me dijo que la siguiera a una habitación, con el uniforme de psicópata del blanco. Malévich hubiera estado orgulloso. Me preguntó si 5 o 10 minutos. Como no la entendí mucho, le dije 5. Por si acaso. Acerté. Fueron los 300 segundos más largos de mi vida, metido en una especie de Londres de eucalipto, solo, licuándome a una velocidad vertiginosa. Apareció en el momento oportuno para salvarme. Me arrastró hasta una ducha donde, tras 20 minutos volví a ser persona. Bueno, volví a ser yo.



Y es por esta razón por la cual es muy importante hablar idiomas, niños...

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