sábado, 6 de junio de 2015

Muscam

Había estado paseando casi todo el día, visitando la bonita ciudad que me acogía temporalmente. Como ya es habitual en mí, una vez el reloj marcó las diez de la noche, me fui a la cama. Tenía mucho sueño y además estaba bastante cansado, un cóctel perfecto para irme a dormir. Era totalmente innecesaria mi costumbre de escuchar algo de música para coger mejor el sueño, puesto que veía muy claro que pronto acabaría en brazos de Morfeo. Los párpados me pesaban, como si de ellos colgaran enormes piedras. Una dulce sensación de descanso me recogió en sus brazos y me balanceó para agilizar el trance que nos lleva al mundo de los sueños. 

Fue entonces cuando pasó sobre mi cabeza aquél zumbido. Una, dos y hasta tres veces. Por el sonido calculé que sería un bicho de admirables dimensiones. No sé por qué extraña asociación de ideas me vino a la mente la visión de un asqueroso helicóptero peludo. 

La luz estaba apagada; por las ventanas apenas entraba una triste irradiación, de una luna ya muy menguada. La primera idea que pasó por mi cabeza fue cubrirme totalmente con la sábana, esperando a que el bicho se largara. Sin embargo hacía calor y además llevaba puesto mi pijama. Aún así, aguanté casi cinco minutos tapado, escuchando aquél zumbido; era como el de un caza reactor de combate, buscando un objetivo a bombardear. Sudé como no recuerdo haberlo hecho nunca en mi vida. 

Llegado a este punto, creí conveniente cambiar la estrategia y pasar, de una defensa a ultranza, a un ataque feroz y desesperado. Primer paso, alcanzar mis gafas. Soy bastante miope y sin ellas soy incapaz de diferenciar las manchas multicolores que componen el mundo que percibimos. 

En una perfecta coordinación cerebro-extremidades superiores cumplí el objetivo con creces. Segundo paso, atravesar la habitación -agachado, por supuesto- para llegar al interruptor y encender la luz. Me pregunté, unos segundos después de estar en el suelo, si no hubiera sido mejor no encender la luz. 

Comenzó la operación que por aquel entonces denominé "Little moonlight". Con mucho sigilo me arrastré por el frío suelo, oyendo cómo el terriblezumbido se desplazaba velozmente por toda la habitación. Mi cabeza topó con la puerta, en una inequívoca señal de que había llegado al otro extremo de la habitación. 

Con mucho cuidado, me alcé para llegar al interruptor. Antes de poder pulsarlo, oí como el zumbido se acercaba muy rápidamente. Cometí un error; me giré. El zumbido se acercó tanto que algo desagradable impactó brutalmente en mi boca. Afortunadamente para mí, la tenía cerrada, en contra de toda una serie de infamias que normalmente se dirigen hacia mi persona. Escupí algo de sangre debido al golpe y también algo parecido a patas. Encendí la luz. 

El "beso" debió ser igual de repugnante para aquél bicho, al que llamaría mosca si no fuera por su tamaño -parecido al de una pelota de tenis-, puesto que yacía postrado en el suelo. Movía sus patas; pronto, muy pronto, elevaría de nuevo el vuelo. Rápidamente busqué algo con que golpear al enorme insecto. 

Un bonito cuadro, que podría ser de estilo renacentista, apareció apoyado junto a una vieja cómoda. La mosca estaba preparada para izar el vuelo. Observe en ella una ligera cojera, debido a la ya comentada amputación de dos de sus patas. Elevó el vuelo; cogió velocidad en un giro acrobático que no aplaudí y vino directamente hacia mí como un kamikaze japonés. El cuadro fue directamente hacia ella. El ruido que produjo el impacto fue algo similar al que hace un huevo duro cuando -una vez nos hemos quemado los dedos intentando pelarlo- se cae al suelo. En unos segundos, la mosca había pasado a formar parte de la cultura renacentista. Lástima que sus alas quedaran esparcidas por el suelo. 

Esa noche descansé como nunca; la mosca descansó... Para siempre. 

Publicado en el Nitecuento nº 3, agosto-octubre de 1999

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