domingo, 7 de junio de 2015

Paranoia

Metí, no sin problemas, la mano en el bolsillo izquierdo de mi pantalón vaquero. Rebusqué un poco y me pellizqué un huevo. Me dolió bastante, lo cual me alegró mucho. No estaba soñando. Estaba paseando. Con ella. Con Nuria. Aferrada cariñosamente de mi brazo derecho. Por Las Ramblas de Barcelona. 

Nuria, además de diseñadora industrial, era una maravillosa muchacha de veinticinco años; encantadora, simpática, jovial y muy atractiva. Una morena de dulce sonrisa con unos ojos verdes que te llevaban al mismísimo centro de la selva amazónica... 

Cuando la mirada de Nuria dejaba de hipnotizarme/idiotizarme (porque ésta se distraía algunos segundos observando el multicolor y variopinto mundo de la noche barcelonesa), yo reflexionaba sobre mi presente de indicativo. Y algo en mi interior me gritaba hasta la saciedad que aquella situación era, sin lugar a dudas, paranormal.

Soy más bien bajo, más bien flaco y más bien feo. Llevo gafas, pero soy miope. Podría decirse que Mortadelo (el famoso agente de la TIA) a mi lado es un tipo terriblemente sexy. Nunca he tenido éxito con las mujeres, que me tratan como los elefantes a las pobres hormigas... Con indiferencia. 

Y sin embargo ahora, aún consciente del abismo existente entre aquel ángel y yo, aquella noche - entre aturdido e inseguro- me sentía el tipo más feliz del universo... 

La felicidad completa no existe. Y mi pesadilla se materializó en forma de grupo de jóvenes italianos que subían paseando en dirección contraria. Supe que se trataba de turistas transalpinos a más de veinte metros. Altos, fuertes, muy guapos y aparentemente gilipollas. Su pelo de corte imposible y terriblemente engominado; sus estúpidas y ruidosas risas que mostraban unos dientes blancos donde se reflejaba la luz de todas las farolas de la ciudad; su aspecto a medio camino entre hortera y moderno. Y sus gafas de sol que (ya pasadas las once de la noche) informaban a todos los transeúntes que detrás de sus bronceados rostros no podía haber vida inteligente. Estaba claro que buscaban carnaza. Alguien o algo a quién ligarse. Aunque era evidente que con esa pinta, sólo podían engatusar a alguna que otra hembra hispánica con el coeficiente intelectual de una ameba gigante... 

Cuando los tuvimos a tan sólo cinco metros empezaron a comerse a mi Nuria con los ojos, imitando a la perfección las desagradables costumbres del famoso buitre de los Alpes. Acto seguido nos deleitaron con una ración de sus más groseros comentarios...

Debo reconocerlo. Me puse nervioso. Empuje a Nuria hacia un lado. Cayó de espaldas y se hizo daño en la rabadilla. Nada grave. Lo que mi chica no sabía era que iba a ahorrarse una cuantas manchas de sangre en su irresistible y ceñido vestido blanco. Busqué, bajo mis (ahora sudorosas) axilas, las dos Magnum 45 mm que siempre me acompañan cuando paseo por los bajos fondos, sobretodo si voy acompañado de bellezas del calibre de Nuria. El grupito de fantoches dejó de sonreír. Sonreí. Apunté a la cabeza del más guapo. ¡Sayonara baby! BANG... El primer disparo le dio en toda la cabeza. Si el tipo hubiera tenido cerebro, éste hubiera teñido de gris el suelo de la acera... No pude evitar que la quiosquera, al desmayarse, cayera sobre Nuria. El crujido de los huesos fue estremecedor...

Mis Magnum volvieron a rugir en la noche barcelonesa. BANG, BANG... Alcancé al segundo a la altura del pecho y al tercero a la altura de la pich... del bajo vientre.  Ambos cayeron sin demasiada elegancia, pero eso sí, sin despeinarse. Un italiano jamás se despeina. Al cuarto buitre le envié el piercing de la lengua y parte de la misma (junto con algo de masa encefálica) a un árbol que se encontraba a doscientos metros, después de atravesarle todo el cráneo. Un oportuno turista japonés puso a su mujer junto al cadáver y le sacó ciento treinta y seis fotos para mostrar luego a toda su familia, residente en Tokyo. 

Los dos “espagueti” que quedaban con vida se mearon, se giraron y empezaron a correr (aunque tal vez no por este orden). Disparar por la espalda es una de mis especialidades preferidas. Soy un tipo sin sentimientos. BANG, BANG... Las balas destrozaron sus cervicales. Cayeron, como lo hacen los mediocres delanteros de fútbol en el área. Patéticamente. Uno de ellos, aún con vida (aunque poca) intentaba arrastrarse bajo un charco de su propia sangre. No me gusta desperdiciar balas, así que lentamente me acerqué hacia él y apretando mis dientes con rabia contenida le di una espeluznante patada en la cabeza...

- Paolo, ¿te sucede algo cariño? Estás muy tenso. – dijo Nuria mientras apretaba suavemente mi brazo, al tiempo que se erizaba todo el bello corporal de mi cuerpo. Mi tarrito de miel con patas trataba de tranquilizarme. Y hasta me había llamado cariño... 

- No les hagas caso, ya sabes como son.- sentenció con una sonrisa angelical.

El grupo de italianos pasó de largo, alardeando una vez más de su carencia de cerebro y educación. Pude calmarme y tranquilizarme un poco. Nuria me regaló otra bonita sonrisa de su amplio repertorio y me dijo, una vez más, que yo era su italiano favorito. Me beso los labios. Note que mi cuerpo se licuaba de placer y decidí que debía forzar la situación al máximo e intentar llegar más lejos con aquella fascinante criatura...

- Vamos, te llevaré al mejor restaurante italiano de todo el mundo civilizado. La Pizzeria Bongiornobambina de mi tío Salvatore. Está a tan sólo cinco calles de aquí. Las mejores pizzas napolitanas que jamás hayas probado acompañadas de un vino espumoso que (espero, pensé) te hará perder los sentidos. Las prepara mi tía Julietta, ¿sabes?

Nuria me regaló una mirada pícara que me hizo comprender que los milagros existen... El resto, que cada cual imagine lo que quiera. Sólo decir que, al cabo de unas horas (ya casi al amanecer), la pizza de mi adorable tía ya no me parecía lo mejor que había probado en toda la noche... Aunque debo reconocer que jamás se lo confesaré.

No hay comentarios:

Publicar un comentario