viernes, 1 de mayo de 2015

Araneam

Necesitaba una ducha. No se trataba de un capricho refrescante de mediados de agosto. Tampoco pensé en despejar mi adormecida cabeza. Era debido, básicamente, al olor que emitía mi cuerpo; una mezcla fétida y avinagrada que dañaba mi olfato por momentos. 

Preparé toalla, jabón de PH neutro y zapatillas de goma, en un ritual casi olvidado. Traté de no hacer ruido, para no despertar a nadie. Una vez dentro de aquel cuartucho -mal llamado aseo- traté de cerrar la puerta sin dejarme ninguna parte del cuerpo fuera. A mi izquierda estaba el plato de ducha. Pegado a mi estómago el lavabo. Y a mi derecha alguien había tenido la feliz ocurrencia de poner una lavadora gigante de imposible carga frontal. 

Empecé a desnudarme (no sin bastantes dificultades) con una extraña sensación... Me parecía estar siendo observado. Esto era del todo imposible ya que la única ventana de la pequeña habitación era del tamaño de un libro de bolsillo, además de estar cubierta por una cortinita a cuadros escoceses... 

Pensé que quizás los cambios vividos la última semana (a consecuencia del viaje a un país extranjero, lejos de mi familia) me habían trastocado un poco, por lo que, sin más dilación, entré en el plato de la ducha para empezar la ardua tarea de lavarme. 

Tardé casi cinco minutos en conseguir una temperatura que no congelara mis genitales. La suciedad que se adhería a mi piel hacía duro y al mismo tiempo doloroso el trabajo de enjabonarse. Lavé mi cabeza con abundante jabón, que caía sobre mi cara obligándome a cerrar los ojos. Y fue entonces cuando empezó mi pesadilla. 

Sentí como algo o alguien se movía detrás de la lavadora. La lavadora también lo notó, quizás por eso se movió dos palmos hacia mí. Traté de quitarme el jabón de la cara y busqué, tanteando, mis gafas (soy miope y sin ellas el mundo es tan solo un conjunto de manchas multicolores). Sin embargo, los nervios atenazaron mis manos; torpemente golpeé las gafas y estas cayeron al suelo, afortunadamente sin romperse. Me agaché para palpar el suelo y recogerlas, mientras el agua mojaba mi espalda... 

Encontré las gafas. Desgraciadamente, no fue lo único que descubrí. Mis manos tocaron algo parecido a pequeñas sierras peludas. Esta sensación hizo que un resorte ubicado bajo mis brazos se disparara. Alcé violentamente mi mano y "aquello" (no había tenido tiempo para analizar de que se trataba) retrocedió. Me puse las gafas y una vez fijados y ordenados los sentidos, principalmente la vista, pude observar a mi asqueroso compañero de baño. 

Delante de mí, a unos 50 centímetros (debido al tamaño de la habitación no podía estar mucho más lejos) había un ser arácnido de unos dos palmos de cuerpo, con unas patas flexionadas de casi un metro de longitud, y una cara -por llamarlo de alguna manera- de muy pocos amigos. Miré con horror los dos bultos rojizos que podían ser sus ojos. "Aquello" me mostró sus afilados dientes, capaces de convertirme en la mejor de las albóndigas. Eché un vistazo a mis manos. A mis brazos. A mis piernas. No son precisamente armas letales. Además mis caries han afectado estos últimos años mi dentadura. Aquello era un duelo desigual, pero no creo que le importara demasiado, puesto que empezó a acercarse lentamente... 

Retrocedí dos pasos (el plato de la ducha no daba más de sí) y se clavaron en mi espalda los grifos del agua. Reaccioné y me hice con el teléfono de la ducha. Apunté hacia aquello, deseando haber estudiado algo más sobre arácnidos en las fascinantes clases de ciencias de mi lejana etapa escolar. Puse mis dedos para aumentar la presión de salida del agua y "disparé". El chorro de agua atravesó uno de sus "ojos" que explotó como un globo... Un globo lleno de gelatina rosácea que quedó esparcida por todo el pequeño baño. 

Un segundo chorro atravesó su abdomen y algo semilíquido de color verdoso dio al rosa existente una tonalidad nauseabunda. "Aquello" se desplomó ante mí, expirando en breves momentos. 

Acabé de lavarme como pude, me sequé el pelo y me peiné. Tuve que ponerme ración doble de colonia pues no acababa de eliminar la pestilencia que se había impregnado en mi piel. Sin embargo, algo me decía que aquél iba a ser un gran día, simplemente porque por fin... Me había duchado. 

Publicat al Nitecuento nº 5, febrer de 2000

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