domingo, 17 de mayo de 2015

Cerrado por derribo

Si me vas a buscar un chocolate rico, el último churro que mojaré es el tuyo. 

Hay frases que cuando te llegan muy adentro, no importa si estás en estado de coma profundo o muy próximo a la muerte. Revives. Podría dejar en negro sobre blanco una hipótesis que tengo sobre la historia de Lázaro pero probablemente me quemaría en el jodido Infierno, empalado en una señal de Stop. Así que al grano. 

La frase en cuestión llegó en forma de ondas eléctricas hasta mi hipotálamo (no confundir con el mamífero más obeso del continente africano), y en menos de dos minutos yo ya estaba levantado, vestido y saliendo por la puerta de casa en busca del oscuro objeto del deseo. 

Como era domingo, la mejor - y única - opción era ir a comprarlo a la pastelería del barrio: El Pirata del Caribe, conocida así por sus precios oscilantes y porque la abuela y fundadora tuvo una aventura con un hermoso cubano. La aventura terminó, según dicen las malas lenguas, un fatídico Día del Señor que el abuelo fundador regresó antes de misa y encontró al cubano en el armario de su casa. Los gritos aún se recogen en todas las cacofonías realizadas en 40 kilómetros a la redonda. Del cubano nunca más se supo, salvo en algunas sesiones espiritistas donde era invocado por error. Dicen que es por eso que desde entonces la abuela vende chocolate todos los domingos del año. En recuerdo al pobre cubano... Y de paso, para tocar los huevos al abuelo. 

Al entrar, pude ver que despachaba Julián, uno de los nietos. Ahora ya me he acostumbrado a su aspecto desgarbado y a su mirada penetrante, pero al principio era un poco difícil pedir un pastel sin dejar de mirar dónde tenía las manos. Un tipo feo e inquietante. Norman Bates a su lado sería el yerno perfecto. Las mismas malas lenguas cuentan que el chico había estado trabajando en la pescadería de su padre junto con sus dos hermanos; el padre, cansado que la clientela confundiera a sus hijos con una bandeja de anchoas los envío a trabajar lejos de cualquier pescado. A Julián le había tocado atender la pastelería de la abuela. 

Y allí estaba el tipo. Escuchando a Sabina de fondo mientras buscaba mi yugular con la mirada. Le pedí el chocolate tratando de esconder mis emociones, cogí el oscuro cofre del tesoro, le pagué con importe exacto y cuando le hube perdido de mi campo visual, imaginé risueño un torrente de imágenes repletas de sexo, churros y chocolate. Cada segundo que pasaba la tenía más morcillona. 

Pero al girar la esquina, el aire dejó de entrar en mis pulmones. El corazón se me quedó paralizado durante tres nanosegundos, que pude contar perplejo. Tuve un ataque de histeria no diagnosticado, aunque recuerdo que pude reír, llorar y gritar. Me acerqué corriendo al edificio del que había salido hacía escasamente 10 minutos para ver que ahora estaba convertido en algo agrietado, sucio y ruinoso, con un letrero enorme en Times New Roman que rezaba: CERRADO POR DERRIBO... 

Despierto empapado en un sudor que huele a depresión. Una depresión apestosa. Mi corazón sigue latiendo con fuerza a pesar de estar destrozado. El aire entra en mis pulmones, con ese desagradable sabor a humo de tabaco, impregnado en las paredes de mi cuartucho. Todavía son las 3 de la madrugada. Han pasado ya seis meses desde que Sofía me dejó. Seis meses de mierda, atravesando un jodido desierto lleno de espejismos. Ciento ochenta putos días con sus correspondientes noches. Y no hay ni una sola que no siga soñando con ella...

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