sábado, 16 de mayo de 2015

Tortuga

Rafael miró hacia la verde y espesa copa del gigantesco árbol que tenía ante él. Si los árboles tuvieran ojos, la mirada de éste hubiera sido desafiante. Rafael respiró profundamente. Y una vez más, inició la escalada por el tronco de aquel viejo roble. 

Tras cinco años de perseverancia, el pequeño quelonio había desarrollado unas zarpas y unos músculos jamás vistos en su especie. Rafael había evolucionado físicamente en un lustro lo que toda su especie en cuatrocientos. Si por desgracia algún día cayera en manos de científicos humanos, con toda seguridad lo catalogarían como tortuga mutante (con posibles inclinaciones hacia las artes marciales orientales más milenarias). Y seguramente acabaría sus días en un triste parque zoológico... 

Observando con atención las evoluciones de la pequeña tortuga, se encontraba - entre otros muchos curiosos - Sabiola, el conejo. “Ese maldito conejo blanco ha venido otra vez” – pensó Rafael, que no perdonaba a Sabiola haber tenido la lamentable pero inocente ocurrencia de pedirle a la pequeña tortuga si quería hacer una carrera con él. “Sabiola siempre se ríe de mi” – sentenció dentro de su pequeña mente. 

La realidad, sin embargo, era otra muy diferente. Primero, el conejo se sentía solo y siempre buscaba alguien con quién jugar. Segundo, y más importante, Sabiola tenía una predisposición genética a la sonrisa y eso le hacia parecer cínico ante la parte más susceptible de la comunidad de animales del bosque. Pero en el fondo era un buen tipo. 

A todo esto, Rafael ya había escalado casi un metro de árbol. Su tesón, su fuerza de voluntad y su coraje le mantenían pegado al tronco en un espectáculo casi mágico. Su hermoso caparazón brillaba, aunque mellado por cientos de caídas, bajo un espléndido sol de primavera. Cada movimiento suponía un esfuerzo físico y técnico desmesurado para alguien de su especie. Y por primera vez en la historia moderna de los reptiles, una tortuga sudó. La gota viajó desde la frente hasta la cola, atravesando el caparazón por dentro y provocándole no pocas cosquillas, que todavía complicaron más - si cabe - el vertiginoso ascenso. 

Tras seis largas horas de tensión y sufrimiento extremo, Rafael llegó -por primera vez en toda su vida - a una rama lo suficientemente ancha como para que (después de una maniobra imposible) pudiera andar sobre ella sin perder el equilibrio. Estaba muy cansado. La emoción y el agotamiento hicieron que su corazón latiera con una fuerza inusitada, intentando hacer explotar su caparazón... Sin éxito, afortunadamente. Pero también se sentía eufórico. Feliz. Exultante...

Y entonces, un rugido ensordecedor en forma de aplausos estalló. Era el reconocimiento de una parte de la comunidad del bosque (la más curiosa, sin duda) que, aunque nunca entendió por qué Rafael intentaba subirse al árbol, valoraba el esfuerzo de la pequeña tortuga. 

Cuando llegó, más o menos, a la mitad de la rama escogida (donde ésta empezaba a estrecharse peligrosamente) el sorprendente quelonio se detuvo. Rafael observó una vez más aquel cielo que le maravillaba y le atraía desde hacía tiempo. Miró hacia un lado y luego hacia otro, y giró y giró durante un buen rato en aquella rama a modo de peonza acorazada, entre los vítores de su entregado, expectante e impaciente público. Nadie sabía qué iba a suceder ahora. Sólo Dios adivinaba lo que estaba pasando en aquellos momentos por la cabeza del fantástico quelonio. Aunque tampoco lo comprendía demasiado. Pero bastante trabajo tenía Dios intentando comprender a los hombres como para molestarse en analizar qué diablos hacía una tortuga subida a un árbol. Así que cansado de tanto esperar, se fue a jugar a los dados, en contra de las creencias de algunos mortales, quizás demasiado ingenuos. 

Rafael cogió aire nuevamente. Apretó sus encías (todo el mundo sabe que las tortugas no tienen dientes). Dio un pasito hacia atrás. Y se impulsó brutalmente hacia el vacío, moviendo sus cuatro patitas al unísono a modo de patéticas, estériles e inútiles alas, ante la mirada incrédula y horrorizada de todo su público. Y cayó en picado desde más de quince metros sobre la cabeza de Vamvi, un joven y despistado cervatillo que pasaba en ese momento por allí, rebotando de ésta hasta la fresca hierba que acabó de amortiguar su vertiginoso descenso. Una vez en el suelo, Rafael comprobó con satisfacción que tenía todos los huesos enteros (Vamvi estuvo inconsciente durante cinco días, pero finalmente se salvó. Aunque le quedaron algunas leves secuelas y una extraña tendencia a babear generosamente). 

La mirada de la tortuga tal vez reflejaba perplejidad y sorpresa, pero nunca jamás desánimo ni rendición. Miró a su alrededor y pudo ver una vez más la sonrisa de Sabiola (interiormente el conejo estaba petrificado). No era el único que mostraba sus emociones. Había un par de ardillas de la parte sur del bosque que se retorcían con lágrimas en los ojos y Ernesto, el viejo búho, había dejado de respirar debido a la risa (el sapo Jeremías intentaba desesperadamente hacerle el boca a pico para reanimarlo). 

Rafael guiñó un ojo a una pareja de hermosos gorriones que le observaban desde su nido, miró hacia la copa del gigantesco árbol e inició de nuevo otro mítico ascenso. La pareja de gorriones, con un semblante tan serio como triste estuvo en silencio durante unos segundos. Ellos no parecían divertirse con lo que estaba sucediendo. El silencio se mantuvo unos segundos hasta que la hembra, dada su condición de madre, no pudo más y rompió a llorar desesperadamente. 

Entre sollozos, le dijo a su esposo:

- Claudio querido, creo que ha llegado el momento de decirle a nuestro hijo Rafael que es adoptado...

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