No creo ser una persona muy delicada a la hora de comer. Prácticamente
devoro de todo, salvo marisco -por cuestiones alérgicas-, y no me
importa degustar nuevos y exóticos alimentos, así como diversas formas
de cocinar. Me gusta acudir a restaurantes chinos o de cocina árabe, no
dejando ni una gota de salsa en el plato.
Una vez explicado esto, paso a
relatar una comida realizada en casa de mis anfitriones, un día en el
que, por cierto, no había ninguna mujer en casa...
En un principio vi la sartén. Era una sartén vieja, quemada y con muchas
croquetas a sus espaldas. Luego vi las patatas. Eran patatas hervidas o
cocidas, las mismas o muy parecidas a las que habíamos comido el día
anterior. Más tarde pude ver la cebolla. La cosa pintaba bien y olía
mejor.
Mi anfitrión y cocinero -por exigencias del guión- estaba
preparando un plato que mucho me recordaba a una hermosa tortilla.
Cuando empezó a batir los huevos dentro de una taza -con un arte
inigualable- mi boca empezó a hacerse agua. No aguanté más y le pregunté
si iba a preparar una tortilla. Me dijo que no. Esperé.
Tiró los huevos en la sartén y empezó a mezclar todos los ingredientes.
Recé para que el huevo no quedara muy crudo. Dios me escuchó. No tenía
una pinta exquisita pero olía a tortilla. Nos repartimos tan original
manjar. Pensé que acompañamiento sería el más idóneo para un plato como
ese. Al llegar a la mesa, no vi ninguna guarnición cerca.
Mi anfitrión se dirigió hacia el frigorífico y sacó de él dos frascos.
En uno había una ensalada especial, hecha en Moravia, parecida a la
ensaladilla rusa pero bastante avinagrada. En el otro había algo
parecido a un cruce entre seta y champiñón, con trozos de cebolla que, a
simple vista, parecía exquisito.
Abrió los frascos y me ofreció degustar de ambos. Yo, ni corto ni
perezoso, eché algo de ensalada sobre las patatas. Las setas, las puse
en un rinconcito del plato. Había creado un plato combinado de aquellos
que aparecen fotografiados en los mejores chiringuitos de la costa. Era
digno de ser pintado y a la vez expuesto en los mejores museos
culinarios del mundo...
Como tenía hambre, y todo estaba preparado, no había motivo para
retrasar -ni un segundo más- la ceremonia de apertura. Probé las patatas
y comprobé que, efectivamente, el huevo estaba bien hecho y que aquello
sabía a tortilla. Mi anfitrión comía abundante cantidad de setas, justificando su actitud
con una frase: "Mi comida favorita". Así pues, pinché una y me la puse
en la boca. Jamás como caracoles. No por repugnancia, sino por lástima. Pero lo
primero que pensé al masticar aquello fue en un caracol (miento, pensé
en una babosa)... crudo. Aquel trozo blando y baboso de seta se movió de
un rincón a otro de mi boca, no dejando ni una sola caries por visitar.
Mi anfitrión y cocinero me preguntó mi opinión acerca de sus setas.
Le sonreí. Podía hacer dos cosas: sonreírle o vomitar en su cara. Opté
por la más diplomática. Y tragué. Como aquél que traga una píldora. Por
un momento, pensé que tal vez había topado con el trozo defectuoso...
Me armé de valor, tomé otro y me lo llevé a la boca. Hubiera agradecido que
aquél segundo trozo tuviera un gusano enorme. Creo que hubiera sido
menos repugnante y de paso hubiera tenido una razón para escupirlo. Miré a mi anfitrión; estaba ocupado con su cuchara, añadiendo montones de setas a su ya
repleto plato. Casi me pareció que se movían. Sentí náuseas.
Opté por una resolución arriesgada. Mezclé todos los ingredientes y
añadí una tonelada de ensalada avinagrada, sonriendo como un imbécil. No
quería decepcionar a mi improvisado cocinero.
Hice de tripas corazón -y
nunca mejor dicho- y fui engulliendo (no sin problemas) aquél mejunje.
Creo que llegué a beber seis vasos de agua durante la comida, cuando
jamás bebo mientras como. El tazón de té posterior que tomé, humillaría
al mejor de los británicos. Tengo unas enormes ganas de volver a casa,
para volver a probar los deliciosos robellones...
No hay comentarios:
Publicar un comentario