viernes, 1 de mayo de 2015

Sapo

Ya desde muy pequeño sentí el deseo de recibir el beso de una princesa. No sabía exactamente lo que significaba beso, ni mucho menos princesa, pero en lo más profundo de mi ser empezaba a fraguarse una convicción suicida de que eso era lo que el destino tenía reservado para mí.

Al cabo de muy poco tiempo aprendí el significado de beso; era algo así como un soplido húmedo pero a la vez cálido que recibía de mi madre en las mejillas, justo cuando me iba a dormir. Aquello no me pareció demasiado trascendente, por lo que decidí esperar a descubrir el significado de princesa, con la creencia de que era la combinación de ambas palabras lo realmente fascinante.

En la comunidad donde vivíamos estaba el eterno señor Jeremías Kelogs, un anciano parlanchín que se sentía orgulloso de haber vivido y experimentado la Gran Abducción del Verano Caluroso. Explicaba una y otra vez con exasperante lentitud que un verano de hacía dos décadas, cuando estaban todos tomando el sol cerca del estanque, fue absorbido por una fuerza sobrenatural y mágica que lo elevó a más de cien árboles de altura. Estuvo flotando y dando vueltas durante días, hasta que de pronto la fuerza de la gravedad fue mayor que la que lo sostenía, y entre unos enormes gotones de torrencial lluvia fue a parar milagrosamente al centro del estanque, para gozo de alguno de sus convecinos a los que no remojó después del espectacular barrigazo.

Desde entonces, y puesto que fue el único que regresó (a excepción de Matías Badguaiser, pero este aterrizó sobre una roca de granito del tamaño de un elefante y por consiguiente no pudo explicar sus experiencias salvo en algunas reuniones ocultistas donde era invocado), se convirtió durante algún tiempo en el centro de atención y punto de referencia de toda actividad paranormal.

Dada mi necesidad e imparable interés por saber el significado de princesa y dada la negativa de mis padres a darme una explicación, fui a ver al señor Kelogs una tarde de otoño en la que las hojas caían más secas y deprisa que nunca.

El señor Kelogs estaba medio dormido cuando llegué. Abrió un ojo, detectó mi presencia y acto seguido empezó a contarme por enésima vez cómo escapó de las fauces de una Terrible Ave mientras giraba en el cielo. Traté de no ser descortés y estuve escuchando la historia hasta el final, cuando me relató exaltado su regreso a nuestra comunidad como parte del destino de nuestra raza, dictado por los Dioses. Una vez vi que se había relajado le vomité mi gran cuestión: señor Kelogs, ¿qué significa princesa?

El señor Kelogs cogió una ramita y se la puso en la boca; empezó a mascarla sin prisa, como tratando de buscar la respuesta en su increíble memoria. Se acercó a mí de una forma tan paternal que temí que me respondiera con una negativa. Pero no. El señor Kelogs habló. Habló muy despacio, como era habitual en él, como si hasta la Muerte tuviera el deber de esperarle eternamente para que acabara cada uno de sus interminables discursos. Me contó que las princesas eran seres maravillosos venidos del cielo; que su canto era mil veces más armonioso que el del ruiseñor; y que con poderes mágicos, transformaban la realidad en otra realidad diferente. Una vez más no entendí el significado de algunas palabras, como armonioso, pero creo que capté el concepto principal de toda la explicación lo justo como para que me quedara soñando despierto.

El señor Kelogs cogió aire, elevó su mirada al cielo y me dijo solemnemente: Te prepararé espiritualmente y cuando estés listo, te llevaré al lugar donde conocerás a una princesa.

Así pasé algunos años junto a él, impregnándome de sus enseñanzas, su sabiduría y de su cara dura a la hora de mandarme limpiar su casa o el terreno que la rodeaba. La verdad es que el viejo Kelogs, cuando había bebido alguna grosella confitada de más, era un tipo bastante divertido, que me sorprendió con un montón de buenos y prácticos consejos espirituales.

Un día de verano que estábamos los dos tomando el sol junto al estanque, el señor Kelogs me dijo que después de tanto tiempo a su lado yo me había convertido en algo así como su hijo y que ya era hora de que mi destino, aquél que nos había unido, se hiciera realidad. Sentí un escalofrío recorrer mi espina dorsal, aunque no supe hasta años más tarde que significaba escalofrío.

Nos preparamos para el Gran Viaje. Tardamos dos semanas en salir del valle donde había pasado toda mi vida, cuatro más hasta alcanzar una verde colina coronada por cipreses que parecían querer tocar las nubes y dos días hasta que apareció Ella.

El señor Kelogs parecía rejuvenecer por momentos ante la presencia de aquél maravilloso ser. Su piel recobraba por momentos aquél verde de su juventud y una elasticidad perdida hacía ya varios otoños. Sus ojos volvían a brillar como los de un adolescente... el señor Kelogs estaba radiante. Y entonces sucedió. La Princesa nos cogió en sus manos y besó al señor Kelogs que, sonriendo, dio un salto al suelo y se marchó cantando una canción.  Al cabo de unos metros se giró y me deseó toda la suerte del mundo. También me dijo que si yo quería, podíamos seguir viéndonos de vez en cuando. Y se fue.

La princesa me miró con unos ojos azules como el mar, en los cuales no me hubiera importado morir ahogado. Y me besó. Sentí la eternidad y el momento, sentí como mi destino crecía, como yo crecía, como toda la perspectiva cambiaba, como mi sueño se hacía realidad.

Ahora, años después de aquella maravillosa experiencia, sigo reuniéndome cada verano en la colina de los cipreses con el señor Kelogs. Él me cuenta que vive con una hermosa rana a la que le encantan sus historias. Me explica emocionado el nacimiento de sus cuatro renacuajos. Y me cuenta una vez más, como fue abducido por tercera vez y como por tercera vez cayó milagrosamente en el estanque.

Yo le explico que soy muy feliz al lado de mi Princesa, que pronto vamos a tener un hijo; que estoy metido hasta el cuello en política y que en el futuro seré el rey de todo el país. Y charlamos durante horas, y reímos y nos despedimos hasta que el futuro se hace presente y nos volvemos a reunir pero con pasados distintos, ideales para volver a conversar un año más...

Publicado en el Nitecuento nº 6, abril de 2000

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