Ya desde muy
pequeño sentí el deseo de recibir el beso de una princesa. No sabía exactamente
lo que significaba beso, ni mucho menos princesa, pero en lo más profundo de mi
ser empezaba a fraguarse una convicción suicida de que eso era lo que el destino
tenía reservado para mí.
Al
cabo de muy poco tiempo aprendí el significado de beso; era algo así como un
soplido húmedo pero a la vez cálido que recibía de mi madre en las mejillas,
justo cuando me iba a dormir. Aquello no me pareció demasiado trascendente, por
lo que decidí esperar a descubrir el significado de princesa, con la creencia
de que era la combinación de ambas palabras lo realmente fascinante.
En la comunidad donde vivíamos estaba el eterno
señor Jeremías Kelogs, un anciano parlanchín que se sentía orgulloso de haber
vivido y experimentado la Gran Abducción del Verano Caluroso. Explicaba una y
otra vez con exasperante lentitud que un verano de hacía dos décadas, cuando
estaban todos tomando el sol cerca del estanque, fue absorbido por una fuerza
sobrenatural y mágica que lo elevó a más de cien árboles de altura. Estuvo
flotando y dando vueltas durante días, hasta que de pronto la fuerza de la
gravedad fue mayor que la que lo sostenía, y entre unos enormes gotones de
torrencial lluvia fue a parar milagrosa mente
al centro del estanque, para gozo de alguno de sus convecinos a los que no
remojó después del espectacular barrigazo.
Desde entonces, y puesto que fue el único que
regresó (a excepción de Matías Badguaiser, pero este aterrizó sobre una roca de
granito del tamaño de un elefante y por consiguiente no pudo explicar sus
experiencias salvo en algunas reuniones ocultistas donde era invocado), se
convirtió durante algún tiempo en el centro de atención y punto de referencia
de toda actividad paranormal.
Dada mi necesidad e imparable interés por saber
el significado de princesa y dada la negativa de mis padres a darme una
explicación, fui a ver al señor Kelogs una tarde de otoño en la que las hojas
caían más secas y deprisa que nunca.
El señor Kelogs estaba medio dormido cuando
llegué. Abrió un ojo, detectó mi presencia y acto seguido empezó a contarme por
enésima vez cómo escapó de las fauces de una Terrible Ave mientras giraba en el
cielo. Traté de no ser descortés y estuve escuchando la historia hasta el
final, cuando me relató exaltado su regreso a nuestra comunidad como parte del
destino de nuestra raza, dictado por los Dioses. Una vez vi que se había
relajado le vomité mi gran cuestión: señor Kelogs, ¿qué significa princesa?
El señor Kelogs cogió una ramita y se la puso en
la boca; empezó a mascarla sin prisa, como tratando de buscar la respuesta en
su increíble memoria. Se acercó a mí de una forma tan paternal que temí que me
respondiera con una negativa. Pero no. El señor Kelogs habló. Habló muy
despacio, como era habitual en él, como si hasta la Muerte tuviera el deber de
esperarle eternamente para que acabara cada uno de sus interminables discursos.
Me contó que las princesas eran seres maravillosos venidos del cielo; que su
canto era mil veces más armonioso que el del ruiseñor; y que con poderes
mágicos, transformaban la realidad en otra realidad diferente. Una vez más no
entendí el significado de algunas palabras, como armonioso, pero creo que capté
el concepto principal de toda la explicación lo justo como para que me quedara
soñando despierto.
El señor Kelogs cogió aire, elevó su mirada al
cielo y me dijo solemnemente: Te prepararé espiritualmente y cuando estés listo,
te llevaré al lugar donde conocerás a una princesa.
Así pasé algunos años junto a él, impregnándome
de sus enseñanzas, su sabiduría y de su cara dura a la hora de mandarme limpiar
su casa o el terreno que la rodeaba. La verdad es que el viejo Kelogs, cuando
había bebido alguna grosella confitada de más, era un tipo bastante divertido,
que me sorprendió con un montón de buenos y prácticos consejos espirituales.
Un día de verano que estábamos los dos tomando el
sol junto al estanque, el señor Kelogs me dijo que después de tanto tiempo a su
lado yo me había convertido en algo así como su hijo y que ya era hora de que
mi destino, aquél que nos había unido, se hiciera realidad. Sentí un escalofrío
recorrer mi espina dorsal, aunque no supe hasta años más tarde que significaba
escalofrío.
Nos preparamos para el Gran Viaje. Tardamos dos
semanas en salir del valle donde había pasado toda mi vida, cuatro más hasta
alcanzar una verde colina coronada por cipreses que parecían querer tocar las
nubes y dos días hasta que apareció Ella.
El señor Kelogs parecía rejuvenecer por momentos
ante la presencia de aquél maravilloso ser. Su piel recobraba por momentos
aquél verde de su juventud y una elasticidad perdida hacía ya varios otoños.
Sus ojos volvían a brillar como los de un adolescente... el señor Kelogs estaba
radiante. Y entonces sucedió. La Princesa nos cogió en sus manos y besó al
señor Kelogs que, sonriendo, dio un salto al suelo y se marchó cantando una
canción. Al cabo de unos metros se giró
y me deseó toda la suerte del mundo. También me dijo que si yo quería, podíamos
seguir viéndonos de vez en cuando. Y se fue.
La princesa me miró con unos ojos azules como el
mar, en los cuales no me hubiera importado morir ahogado. Y me besó. Sentí la
eternidad y el momento, sentí como mi destino crecía, como yo crecía, como toda
la perspectiva cambiaba, como mi sueño se hacía realidad.
Ahora, años después de aquella maravillosa
experiencia, sigo reuniéndome cada verano en la colina de los cipreses con el
señor Kelogs. Él me cuenta que vive con una hermosa rana a la que le encantan
sus historias. Me explica emocionado el nacimiento de sus cuatro renacuajos. Y
me cuenta una vez más, como fue abducido por tercera vez y como por tercera vez
cayó milagrosa mente en el estanque.
Yo le explico que soy muy feliz al lado de mi
Princesa, que pronto vamos a tener un hijo; que estoy metido hasta el cuello en
política y que en el futuro seré el rey de todo el país. Y charlamos durante
horas, y reímos y nos despedimos hasta que el futuro se hace presente y nos
volvemos a reunir pero con pasados distintos, ideales para volver a conversar
un año más...
Publicado en el Nitecuento nº 6, abril de 2000
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