viernes, 1 de mayo de 2015

Oscuridad

La oscuridad me da miedo. Mucho miedo. Desde que tengo uso de razón. Y de eso hace más o menos dos años, cuando todavía llevaba pañales y mearse no suponía ningún riesgo. Ahora ya tengo seis y voy a Primero. Ahora, mearse por la noche está mal visto... 

Todas las noches, cuando mi madre me besa y me tapa con la sábana hasta la cabeza, empieza mi particular infierno. Siempre le pido que deje una luz encendida. Ella siempre me responde que no. Aunque lloro, no cede. Y tengo que dormirme entre las oscuras tinieblas que me rodean. 

Mis padres no me creen, pero en varias ocasiones un terrible monstruo infernal me ha atacado. Aunque algunas mañanas les haya enseñado los cardenales que aparecen por todo mi cuerpo, ellos ni caso. Mi madre llora un poco. Supongo que cree que su hijo pequeño se vuelve loco, debido a la gran cantidad de programas de tele que veo. Me encanta ver la tele. Y jugar a fútbol... 

Si el monstruo me golpea la noche del viernes, mi padre, al día siguiente me lleva a jugar a fútbol o me compra montones de revistas y figuras de Pokémon. Mi padre es un tipo guay. Aunque tampoco me cree, al menos trata de detener mi precoz locura con grandes dosis de diversión. Ojalá estuviera en casa cuando el monstruo me ataca. Pero desgraciadamente trabaja hasta muy tarde y siempre llega mucho después de que me vaya a dormir. Si mi padre estuviera en casa, con lo alto y fuerte que es, ese maldito monstruo recibiría su merecido. Tampoco me iría mal tener tres o cuatro Pokémon, pero aunque mi madre crea que estoy un poco loco, se que los Pokémon en realidad no existen, salvo en la cabeza de los niños... 

Aquella noche mi madre parecía un poco nerviosa. Se mordía constantemente las uñas y la cena que me había preparado, dos huevos fritos con patatas, estaba casi cruda. Al verla en semejantes condiciones, no me atreví a decirle que me pasara un poco más por la sartén aquello. Creo que quería que fuera a dormir pronto. Me puse mi pijama de Tarzán, uno guapísimo que me trajo mi padre de Madrid, y me acosté con la seguridad que esa noche iba a tener visita. Con el tiempo, y también porque soy muy listo y observador (eso se lo oigo decir siempre a mi abuela), había descubierto que las visitas del monstruo venían precedidas del nerviosismo de mi madre. Tal vez ella tenía un trato secreto y maligno con el monstruo, que mi padre nunca debería saber. Pensé que si el monstruo me golpeaba otra vez esa noche, le contaría a mi padre todo lo que había descubierto. 

Antes de dormir, recé. Mi profesora de religión me había explicado que rezar es hablar con Dios. No acabo de entender muy bien quién es ese señor, pero unos niños de Tercero me dijeron que manda más que el Rey de España. Además, no necesitas teléfono, ni fax, ni correo electrónico para comunicarte con él. Puedes hablarle en cualquier momento y desde cualquier lugar y te oye. Yo supuse que Dios era algo así como un espía, como James Bond, pero a lo bestia. Total, que le pedí ayuda, le dije que si mi padre pudiera llegar esa noche antes, pillaría por sorpresa al terrible monstruo y le podría dar una grandiosa paliza. 

Me quedé dormido mucho más pronto de lo habitual y un poquito más tranquilo, puesto que seguramente Dios ya había grabado nuestra conversación y estaría buscando a mi padre para darle el recado... 

Me asusté un poco cuando oí los golpes que siempre preceden al monstruo. Debo reconocer que en principio sentí el mismo terror que en otras ocasiones, pero pronto recordé que le había pedido algo a Dios, y que si ese señor era tan competente como me habían contado, mi padre llegaría y mataría a golpes al monstruo. 

La respiración del monstruo se fue acercando y una pestuza infernal empezó a invadir toda mi habitación. Sus rugidos iban acercándose. Me tape los oídos para no escucharlo. Noté que me agarraba muy fuerte por el brazo, que me levantaba como otras tantas veces. Sabía que los golpes llegarían en breve. Pero aunque tenía miedo, estaba furioso. Estaba muy enfadado con Dios, porque no le había dicho a mi padre que viniera pronto. Y le grité, como nunca antes había gritado: 

- ¿Dónde está mi padre, maldito seas? 

El monstruo, se quedó paralizado. Y de pronto, milagrosamente, me soltó y cayó de rodillas junto a mi cama, para acabar desplomándose en el suelo. No miento cuando digo que el monstruo empezó a llorar. Debo reconocer que aunque Dios no había enviado a mi padre, tenía soluciones alternativas que hacían llorar a los monstruos terribles. 

Entonces vi como entraba otro terrible monstruo en mi cuarto. Este segundo no había venido nunca. Era más pequeño y, aunque parezca increíble, también lloraba. Yo solo con dos monstruos llorando en la oscuridad de mi habitación. Ya no tenía miedo. El segundo monstruo no vino a por mí. También se arrodilló, agarró al otro monstruo infernal como si lo quisiera abrazar. Noté el crujido de algo que podían ser huesos. Apreté tanto los dientes por la tensión del momento, que todavía hoy me duelen las mandíbulas... 

Debo reconocer que cuando los dos monstruos se levantaron sentí otra vez un poco de miedo. Pero mi sorpresa fue enorme cuando ambos se acercaron a mí, me abrazaron y me besaron. Cuando se fueron de mi habitación todavía seguía paralizado por la sorpresa y el fuerte olor que desprendían. Aquellos apestosos monstruos me habían besado. Tal vez Dios se estaba excediendo un poco con sus poderes... 

A la mañana siguiente les conté a mis padres lo sucedido la noche anterior. Estaban un poco serios y mi madre estuvo, una vez más, a punto de llorar. Cuando creí que mi padre iba a comunicarme mi ingreso inminente en un manicomio, este me sorprendió con la promesa categórica que el monstruo que tantas veces me había golpeado, no volvería jamás. 

Pasó el tiempo. Ahora ya soy mayor. Tengo diez años y voy a Quinto. Desde la promesa de mi padre no he vuelto a ser molestado ninguna noche más por el monstruo. Mi madre ha cambiado mucho. Ahora parece muy feliz. Supongo que le gustó que mi padre cambiara de trabajo. Ahora vende periódicos y revistas en el quiosco de la esquina de casa y cada noche cena con nosotros. Creo que toda la familia está engordando un poco... 

Cuando voy a dormir, mi madre me da un beso y me tapa con la sábana mientras mi padre vigila desde la puerta. Yo me quedo muy tranquilo; difícilmente nadie se atreverá con mi padre. No se si ya conté que es muy alto y fuerte... 

Publicado en Nitecuento nº 13, junio de 2001 
Publicado en el Especial “Los mejores relatos 2001 de Nitecuento”

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