sábado, 30 de mayo de 2015

Desesperanza

Llevaba media hora encerrado entre aquellos muros que olían a tiza, matemáticas y mortadela cuando mi estómago empezó a rugir con fuerza. La señorita Pepita, que después de superar su tercera depresión volvía a ilustrarnos en materia humanística, miró dos veces por la ventana esperando encontrar un león paseando por el patio de la escuela. Yo soñaba con la hora del desayuno igual que una ninfómana sueña con entrar en el vestuario de Los Angeles Lakers. Y todavía faltaba una hora y media para hincarle el diente al bocadillo que cada día me preparaba mi adorable madre. Busqué la cartera que tenía situada a mis pies. Ésta, entreabierta, mostraba sensualmente la puntita del bocata, delicadamente envuelto con papel de aluminio. La señorita Pepita seguía con un ojo en la pizarra y otro en la ventana, esperando que el felino que rugía en su imaginación entrara en nuestra clase y se comiera a doce alumnos. El hambre es muy malo. Así que, desafiando todos los peligros habidos y por haber, me incliné ligeramente hasta coger el bocata que tenía que saciar mi hambruna. Afortunadamente, el silencio no era una de las características fundamentales de nuestra clase, y pude desenvolver parcialmente el bocadillo con mucho éxito. El primer bocado me supo a gloria. El queso se deshizo en mi boca, volviendo locas mis papilas gustativas. El segundo mordisco atrapo una cantidad de pan y queso tal, que podría haber alimentado a varias tribus del tercer mundo durante dos días. Y entonces sucedió algo trágico. Mi estómago se revolvió y rugió una vez más, mientras un sonoro pedo se escapaba por entre mis nalgas. Su mirada desequilibrada me atravesó. El felino desapareció de la enfermiza cabeza de la señorita Pepita. El bocadillo fue requisado. Desesperanza...

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